Cultura
Belén Gopegui: “A veces la obligación de ser buena gente ya vale mucho”
«Hay toda una visión, muy conservadora, reaccionaria, de la calma, del ‘mindfulness’ y del poder del ‘ahora’ que promueven quienes tienen trabajos privilegiados», advierte la autora madrileña, que acaba de publicar su última novela: ‘Existiríamos el mar’.
Cuatro amigos comparten vida y grifos en un piso de Madrid. A pocos cientos de kilómetros, la hasta hace poco quinta habitante de esa casa da las gracias de manera inaudible y fantasea con ser un mecanismo. Uno que nunca se averíe. Todos compaginan, sin dejar que cada primero mate las ganas de lo segundo, el existencialismo con el cuidado, el refugio y la generosidad, preguntarse qué sentido tiene todo esto alrededor de unos huevos con pisto. Es una pincelada cualquiera de los protagonistas de Existiríamos el mar (Literatura Random House, 2021), la nueva novela de Belén Gopegui (Madrid, 1963). En ella, la escritora recoge, por ejemplo, el ruido de la cafetera instalado en el cerebro al salir de una jornada tras la barra como una de las tantas posibles variables al predecir las olas que tememos casi como necesitamos. También el tiempo que, robado a espuertas por trabajo y sin ley, se escurre entre parejas y amistades con el propósito de boicotear pasiones. El que no tenemos, el tiempo que falta a diario, no el que sobra y envejece, que de ese ya se ha escrito bastante. Dicen que el amor dura tres años los que han debido disfrutar de tres años puros, con algo más de dos horas desplomadas a la noche compartidas, para comprobarlo. “En nuestros jardines se preparan bosques”, escribió el poeta. Pues en nuestros mares, oleajes. Que su fuerza genere una electricidad que coordine estos mil pequeños dolores y cansancios, pero también estos mil y un deseos en común.
“El narrador quiere saber y por eso narra”. Es una frase suya del prólogo de La conquista del aire. ¿Qué quería saber en Existiríamos el mar?
Es difícil formularlo en una o dos frases porque en realidad es toda la novela la que va contando lo que se quiere saber. Hay algunas cuestiones que me importaban, en las que, como siempre, la poética, o la forma, o como lo llamemos, no está separada del tema o de las acciones y personajes o de lo que pasa. Me interesaba saber qué pasa con el mientras tanto, qué oponer al empuje de lo que todavía no ha sido impugnado con hechos políticamente. Cómo vivir sabiendo, al mismo tiempo, que este no es el modo en que se debería vivir, y sabiendo que se tiene que vivir ahora además de en ese futuro que tratamos de imaginar. También me interesaba indagar o discutir esa poética dominante según la cual dejarse llevar por el lado oscuro de las cosas, de los sentimientos turbios –apenas, por cierto, pensados, apenas formulada la pregunta de cómo se construyen esos sentimientos– es algo lógico. ¿De dónde viene esa lógica? ¿Por qué se llama sentimental a elaborar criterios sobre el sentido de las acciones, y en cambio parece que hay una racionalidad profunda e inteligente en no preguntar, en aceptar que la vida es oscura siempre que la oscuridad esté dentro del ser humano? A mi modo de ver, las porciones mayores de oscuridad están fuera, en cómo somos obligados a vivir. E impugnar eso se hace desde la razón y la emoción, que no están separadas. Lo meramente emocional sería aceptar sin cuestionar.
Existiríamos el mar es también una novela sobre necesitar para vivir aquello que te destruye. Sobre cierta literatura que no aparte la mirada de la condición trabajadora, la que pivota sobre nuestro día a día de obligaciones alimenticias, está el reto de cómo hacer atractivas historias que hablen de aquello de lo que queremos escapar.
Exactamente. Sigue teniendo que ver con esas órdenes implícitas según las cuáles hablar, qué sé yo, de celos entre hermanos, o de parejas cuyos miembros se destruyen, es interesante, literario, profundo, mientras que hablar de cómo puede destruir a una pareja vivir en un piso pequeño y caluroso y sin luz y sin tiempo para verse es algo que en principio no es intenso. Imagino que la intensidad del rencor de esa pareja que ve su relación destruida por unas condiciones materiales que la sobrepasan debe o debiera poder fulgurar en la literatura con una potencia extraordinaria. Algo parecido pasa con el espacio de lo laboral: hay que reducir las jornadas, hay que encontrar otras formas de vida en las que el trabajo tenga sentido, hay que investigar todo tipo de salarios sociales.
Y mientras tanto, no vale con pedir gestos heroicos, no vale con decir que si entras a una fábrica u otro lugar de trabajo y te dicen que las jornadas son de 10 o 12 horas y que si no quieres, que te vayas, no vale con decir: ‘pues vete’. Porque la heroicidad exige un apoyo organizativo que hoy está por construir. ¿Entonces qué se hace? ¿Cómo negarse al victimismo sin caer en la resignación? Ese paternalismo de negar que ciertas historias sean interesantes porque simplemente ocurren en vidas que no pueden disfrutar de grandes momentos de ocio y grandes viajes es inaceptable. Al mismo tiempo, no se puede incurrir en idealizar esas vidas simplemente porque nos caigan bien las personas. Hay que contar las condiciones y contar el talante y el talento que es, por cierto, también una construcción ideológica. Sobre todo esto quería saber.
«Como si entre el pan y quien lo ha hecho y quien lo vende y quien lo necesita no hubiera ninguna relación y los objetos aparecieran sin historia ni trabajo en las mesas y estanterías», escribe. Siento que trata de conectar con el orgullo y la autoestima de hacer las cosas bien. Un trabajo en malas condiciones puede invitarte a hacerlo desganado y no sé si hay un riesgo ahí de caer en una especie de autodesprecio. Se dice a menudo que «no somos nuestro trabajo» con ánimo liberador, pero no sé hasta qué punto cree que es peligroso contra uno mismo creerse eso demasiado.
En cierto modo, poder hacer algo bien hecho, algo útil, tal como contribuir al sostenimiento de la vida, debería ser un derecho. Un despliegue de las facultades de cada persona y de cada colectivo. Sin embargo, cuando se hace por obligación y de la mala manera, claro que se mina a las personas y a los colectivos, se les destruye. Es el viejo concepto de alienación, se limita y se condiciona su vida. En los momentos más optimistas pienso en lo que decía un amigo mío sobre la música. Apreciaba aquella música que le hacía sentirse menos alienado, no en el sentido conformista, sino como en el de un recordatorio de que la vida –no como concepto existencialista, sino la trama de intereses, exigencias, resistencias, momentos y luchas– tiene que ser otra cosa.
Entiendo lo que hay en esa frase de «no somos nuestro trabajo», pero coincido en que puede ser un poco engañosa dadas las jornadas, dada la necesidad económica. Se puede fantasear con que se es lo que se es en los ratos que quedan «libres», entre comillas porque esos ratos no siempre quedan tan libres, pero creo más lógico introducir la pelea para que ese tiempo amplísimo de trabajo, hasta que se reduzca y también cuando se reduzca, tenga sentido y utilidad. Una pelea para que lo más útil y difícil, entendiendo por lo más difícil no hacer un algoritmo o un contrato amañado o evitar que se note que se está contaminando un río, sino mantener la ternura en el trato cotidiano con alguien muy vulnerable a quien hay que limpiar y ayudar, una pelea para que eso sea lo mejor pagado–no solo económicamente, también con mejores condiciones, etcétera– de tal modo que pueda haber descansos mayores y relevos mayores.
En esta novela ha habido una inspiración concreta de grupos de autodefensa laboral.
Tenía noticia de colectivos de autodefensa laboral, más allá de lo que podía conocer sobre los sindicatos, pero mientras escribía la novela conocí acciones concretas de un grupo nacido de la Asamblea de Carabanchel, ADELA, y me interesó un montón esa combinación entre sindicalismo de barrio y acción directa. Pude verles en acción y mi admiración se hizo aún mayor. Me permití una licencia en la novela, que alguien quisiera llevar eso que ya existía al mundo estrictamente sindical. Porque hay, creo, un hambre, más bien una carestía de organización, las formas de vida impuesta no la facilitan, y ese personaje sueña con poder conectar lo local y lo general. Sé que es difícil, sé que una abogada laboralista, un colectivo de autodefensa y un apoyo sindical pueden trabajar juntos y darse fuerza y, al mismo tiempo, sé que las grandes organizaciones no se renuevan, pierden pegada y perspicacia, son cooptadas, y las pequeñas han de luchar mañana, tarde y noche contra viento y marea. Creo que lo más institucional tiene que abrirse a lo más autónomo, desde los colectivos de autodefensa hasta las nuevas formas de biosindicalismo, sin olvidar todos los ataques, tanto agresivos como corruptores, que se experimentan en las organizaciones, sin tirarlas enteras por la ventana, sino sabiendo todo lo válido que se hace dentro junto a todo lo criticable. Citaba Cristina Barrial en Apuntes de Clase el Every worker needs a union y creo que es así, que hay que ampliar lo que abarca la palabra worker. Lo necesitamos todo. Las luchas suman. Lo que no suma no es lucha, es complacencia con el poder.
¿Tendemos a separar demasiado la producción de sentido de la material? En El pequeño salvaje que Truffaut llevó al cine, el niño del bosque, Víctor, aprende a decir la palabra «leche» en parte porque no le queda otra. El maestro que trata de enseñarle a hablar no se la daba si no conseguía pronunciarla.
Diría que el sentido es material, una clase de materia diferente pero no separada. Es la vieja idea del capital simbólico: será simbólico pero es capital. Se trata siempre de descalificar esto aludiendo a que defenderlo es incurrir en supuestos determinismos, pero es una descalificación que desconoce hasta qué punto las causas se entrelazan. Vivimos en sistemas abiertos y es posible darles la vuelta, pero conviene conocerlos. Claro que puede suceder que en condiciones materiales infames surja un futuro violinista afamado, sin embargo, lo que no es legítimo ni racional es suponer que, porque eso ha sucedido, cuando no lo hace es por falta del talento del que antes hablábamos. También el aserto «el que paga al gaitero elige la canción» puede tener excepciones y brechas, pero es útil saber que, por lo general, quienes pagan a los gaiteros tienen bastante claro especialmente qué canciones prefieren que no toquen y ponen su capital al servicio de ello.
En la novela se habla de cinismo, y de los juegos de manos del cínico que no reconoce serlo. Hay una imagen de la gente que enarbola esa falsa independencia: «Es como quienes descreen de todo, pero nunca es de todo; en lo que les puede perjudicar vaya si creen, y como creen se ocupan de que no tenga sitio». Esos dejan que el mal juegue a su favor, escribes, y nunca permiten que el bien juegue en su contra. Si la vida fuera un partido de fútbol, los poderosos negarían que están jugando un partido, que existe siquiera el partido, aunque el balón, el terreno, el árbitro y quizá las reglas las pongan ellos. ¿Es especialmente dañino que a menudo cinismo aparezca como sinónimo de realismo, incluso de inteligencia?
A menudo se le ha dado ese significado a cinismo. Pero no siempre es así, cinismo es una expresión confusa y su legitimidad procede de ese haber sido identificado con la lucidez, con el desengaño. La palabra tiene un origen que se puede suscribir: el de quienes hacían desaparecer toda reverencia a los dioses. Necesitamos el cinismo ante los constantes dioses que aún siguen tratando de imponerse, y se agradece la actitud de quien desmonta con cinismo, qué se yo, los lemas de superación personal en las empresas. Pero hoy el cinismo designa también algo, sí, dañino, me refiero al cinismo que nunca desmonta el lema de que «no se puede hacer nada». Ese cinismo se ejerce desde una posición interesada que calla lo siguiente: no se puede hacer nada excepto seguir preparando el terreno para que yo y los míos obtengamos ventaja de esta situación en la que decimos que no se puede hacer nada. El cinismo puede servir para no dejarse embaucar por el poder pero, más allá de eso, cuando se ejerce desde el poder, es el enemigo. Y considero que no hay inteligencia en buscar el beneficio propio en lugar del común. La inteligencia no se mide por el éxito personal sino por la capacidad que tiene para comprender la realidad y, a partir de ahí, no empeorarla y contribuir a evitar el sufrimiento evitable. Al resto, no sé, supongo que se le puede llamar avaricia, avaricia astuta quizá, pero yo no lo llamaría inteligencia.
«Te plantas porque crees que va a haber un después y ahora ha llegado este ‘a vivir que son dos días’», escribes. ¿Cómo ve este año y medio largo de pandemia en términos de lazos sociales, posibles descubrimientos o todo lo contrario?
Es una pregunta muy amplia en comparación con mi perspectiva, que seguro que es bastante incompleta. Creo que más que descubrimientos ha habido constataciones, por un lado relacionadas con lo que dice David Graeber: la maldición de la clase obrera es preocuparse, o cuidar, según como se traduzca, demasiado. Se ha vuelto a ver que la solidaridad en los barrios existe, se organiza cuando hace falta. Me da igual si es por necesidad o por ser buena gente o por ambas cosas. A veces una posición te coloca en la obligación de ser buena gente y eso ya vale muchísimo. En el otro lado, se ha constatado la hipocresía de los discursos del poder: mucho alabar a las trabajadoras esenciales pero después no ha habido ningún cambio con respecto al trato que reciben. Y lo mismo ha pasado con el personal sanitario que está exhausto, sin relevos que le permitan descansar. Hablo sobre todo de la Comunidad de Madrid, en donde vivo.
En general desconfío de los discursos antropológicos que borran el conocimiento situado y borran los conflictos de clase, género, raza, etcétera, como si la humanidad fuera algo homogéneo o como si el virus hubiera sido un enemigo común que hubiera unido a la humanidad. No ha sido así. Cualquier estudio posterior lo demuestra, tanto en cómo se ha sufrido y se está sufriendo la pandemia en países, no subdesarrollados, sino arrollados por los supuestamente desarrollados, como en las diferentes clases sociales. Hay datos terribles de la proporción entre personas negras e hispanas muertas o muy dañadas por el virus en Estados Unidos frente a las blancas, y esos datos luego se cruzan con ingresos económicos y son aún peores. No quiero ser derrotista, pero creo que Europa se ha visto obligada a abandonar parte de las políticas de la «austeridad» –entre comillas porque es una austeridad sesgada que atañe solo a los salarios sociales–, aunque, a la vez, estamos viendo que la mayor parte de los beneficios que se repartan los van agestionar los mismos. También se ha escuchado con más fuerza la llamada de atención del problema ecológico y los límites de los recursos. Y quizá se han visto más claramente algunos cambios geopolíticos que tal vez puedan aportar algo nuevo. Pero, en general, la pandemia ha traído mucho sufrimiento que ha ido a parar, sobre todo, a las personas en situación más débil.
Hay una diferencia entre quien no tiene nada que perder en la teoría y quien en la práctica nunca pierde nada. Se da por asumido que la gente no se da cuenta del poder que tiene. ¿Y si sí se da cuenta y precisamente teme lo que ese oleaje puede desencadenar?
En realidad, la situación de no tener nada que perder quizá solo se dé en otras geografías, como ha sucedido a lo largo de la historia. Por eso se dice que es tan difícil que surja una revolución en Europa. La situación de ahora es bastante perversa. Se concede un poco, lo suficiente para estar cerca del abismo pero no en él, y al final muchas personas, precisamente porque tienen muy poco, tienen un miedo lógico y legítimo a perder ese poco, porque perderlo puede hacer que una vida difícil se convierta en algo mucho peor. Decía Spinoza que el miedo y la esperanza eran los mecanismos de control de la religión, hoy han pasado al capital: miedo a que no te renueven, esperanza de que te hagan fijo, miedo a que otro llegue antes que tú a esa casa no demasiado mala que quieres alquilar, esperanza de poder seguir pagándola… Para contrarrestar ese temor al oleaje, al caos con que siempre se amenaza, son muy importantes los análisis de Layla Martínez y el énfasis que pone en que seamos capaces de imaginar lo que puede venir, capaces de pensar que no será solo un caos, que quizá habrá una etapa no más complicada que esta, sino complicada de otra forma, pero que enseguida empezaremos a respirar mejor.
En el aspecto ecológico se ve bien, por ejemplo, cuando se habla de la necesidad del racionamiento y muchas personas se llevan las manos a la cabeza. Sin embargo, el capitalismo lleva siglos funcionando mediante el racionamiento, racionando los bienes y servicios a través del sistema de precios, de forma completamente injusta. Racionar desde el punto de vista ecológico debería suponer cambiar el mecanismo e introducir justicia: si solo se pueden utilizar tantos vehículos privados al mes los usarán quienes más lo necesiten. Esto es complicado de gestionar pero precisamente ahora existen mecanismos de planificación que están en manos de empresas como Amazon y Google y que podrían socializarse. Volviendo a tu pregunta, es verdad que existe ese temor y que por eso es necesaria una organización que transmita capacidad de proteger cuando llegue el oleaje.
Parece que necesitamos más calma que nunca pero, a la vez ¿puede ser que habitar el sosiego, la falta de premura, el no equivocarse, tenga algo, si no de privilegio, sí de no-decisión? Al menos de una decisión no libre y mediada por lo material. Pienso en la que toma Jara. Al fin y al cabo, la paz no es igual a no sentir los efectos de una guerra.
Sí, hay toda una visión, muy conservadora, reaccionaria, de la calma, del mindfulness y del poder del «ahora» que promueven quienes tienen trabajos privilegiados y se pueden permitir además tener el cinismo de decir que no te tiene que preocupar nada. Vivir el instante, y si a tu lado alguien está a punto de caerse por el precipicio, qué le vamos a hacer. Ellos están concentrados en el «ahora» y no se van a poner a imaginar lo que le puede pasar a otras personas. En el fondo lo que les pasa es que no necesitan imaginar lo que les va a pasar a ellos porque se sienten seguros y protegidos gracias a sus sueldos y su posición. Caricaturizo pero con una base muy real. Jara sabe que no va a poder aspirar a una calma pura. Además, creo que está en una situación que le permite saber que la calma pura no existe. Sabe que ninguna decisión que tome va a ser perfecta porque el punto de partida no lo es, y por eso actúa así. Supongo que hay que ir turnándose para que todo el mundo que peor lo pasa pueda estar un tiempo razonable lejos del frente. En eso consiste también ocuparse o preocuparse.
El cansancio parece otro asunto clave de esta época y de la narración. Hay trabajos que apenas dejan tiempo para un cansancio que no sea mental. «El cuerpo no se mueve y luego no comprende el reposo», escribe en Existiríamos el mar. No sé si percibe este cansancio generalizado y si cree que es algo particularmente nuevo.
Cansancio ha debido de haber siempre. La explotación produce cansancio, las jornadas de 14 horas, la situación de las mujeres con muchísima familia y ningún reconocimiento ni ayuda… Hay montones de situaciones de cansancio que podemos imaginar. Quizá lo nuevo hoy sea cómo se ha restringido el horizonte: cansarse pero sin saber para qué, cansarse con la sensación de que el trabajo que se hace no va a mejorar nada, con la sensación de que dentro de dos años las cosas estarán peor, y dentro de 10 peor, mientras quedan a la vista los estropicios y abusos constantes de quienes deberían gestionar lo común. Y la obligación de estar todo el tiempo contradiciéndose. Se sabe ya que el Estado es una maquinaria al servicio de la clase dominante, se sabe que la Unión Europea es una maquinaria de la maquinaria, y al mismo tiempo hay que defender lo público a muerte porque es lo poco que se tiene. Pienso que cuando se logre tener claro de verdad que hay que vivir de otra manera y que hay que organizar paso a paso, sin prisa pero sin pausa, ese darle la vuelta a las cosas para que haya las menores bajas posibles porque lo de ahora es insano, pienso que entonces, quizás, podría despejarse aunque sea una zona del cansancio.
«Nos pasamos la vida persiguiendo la personalidad, en las redes, en las stories, en los vídeos, en la vigilia de nuestra esperanza, pero ya no. Prefiero perseguir el carácter. Si no tengo un carácter, no tengo nada para hacer después», dice otro de los protagonistas de la novela. ¿Qué piensa de la utilidad de las redes para construir en colectivo?
La diferencia entre personalidad y carácter la tomé de Raymond Williams. En sus Palabras clave, comentaba la idea de que la personalidad es algo que se modela y se adorna, un poco como un juego, un poco en busca de conseguir cosas, mientras que el carácter es lo que te permite confiar en alguien. No se trata de despreciar la personalidad, sino de poner el acento en lo importante que es, cuando se puede, que no siempre se puede, tratar de construir un carácter. Para mí, personalidad es cómo se afrontan dificultades elegidas: voy a hacer que este vídeo o esta ropa me quede mejor. Mientras que el carácter es cómo se afronta lo que hay que afrontar: la enfermedad de un amigo o la propia, el despido de alguien que está a tu lado, la necesidad de mantenerse sin someterse pero sin vivir a costa del cansancio de otros, cosas así. Luego en la vida todo se mezcla, sobre todo hoy, en el que tener una personalidad en redes se convierte en una exigencia para todo un sector precario de la cultura.
Me gustó un tuit que leí el otro día, de @Lecturas En Común, sobre la dimensión plebeya de la red frente a los escándalos de quienes se sienten criticados por voces que antes no habrían tenido la posibilidad de hacerse oír. Creo que sigue siendo una dimensión plebeya centrada sobre todo en el campo de la cultura y los medios de comunicación, pero también entran voces de otros sectores y todo eso es importante. Lo que me preocupa es que las redes no son redes si entendemos por una red algo distribuido. Son plataformas con cuyo uso algunas personas y colectivos logran construir redes dentro de esos, ni siquiera diría círculos, sino triángulos propiedad de grandes empresas. Es por tanto una situación hostil en la medida en que creo que las herramientas no son neutrales y que, por lo general, se dirigen a que no haya argumentación, a favorecer los discursos dominantes. Pero las situaciones hostiles están por todas partes, así que no tengo una receta. Solo puedo contar que he aprendido muchísimo de voces que encuentro en las redes, y que creo que esa cadena de aprendizajes a veces genera impulsos muy necesarios. Al mismo tiempo, está el acoso brutal a personas y voces y la necesidad de organizarse para contrarrestarlo.
Pelear para no querer dejar de pelear. La alegría como un esfuerzo sostenido a contracorriente. Son otras dos ideas presentes en su último libro. Recuerdo una conversación entre Bob Pop y usted en la que hablan del deseo de que hacer el bien sea lo cómodo, lo fácil y lo rentable.
Esta es una idea que tengo muy presente, desde lo menor a la política más amplia, la importancia de los procedimientos. De qué sirve una ley que permita denunciar infracciones laborales si solo hay mil inspectores de trabajo en todo el país. Qué tipo de extracción social se requiere para ser inspector de Hacienda o inspector de trabajo. Qué pasa cuando los procedimientos impiden que los escasos inspectores de Hacienda que quieren centrarse en las grandes empresas, y no en las pequeñas, puedan hacerlo. Es un ejemplo como hay mil más. Creo que la poca política de izquierdas que alcanza posiciones de poder tendría que poner su atención en cambiar los procedimientos. Y, ya en general, afrontar el hecho de que hacer el mal sea fácil, de que todo invite a la chapuza, a competir pisando o abandonando la lucha, a dejarse llevar por la impotencia y convertirla en rabia contra el más débil.
Hay que investigar en los mecanismos que permitirían que el bien fuera fácil. Hace mucho leí en un libro de Néstor Kohan la idea de que la explotación hay que hacerla todo el tiempo, hay que estar manteniendo todo el tiempo la tensión para que la persona que la padece permita que la exploten, tanto en el territorio laboral como en el doméstico, que también es laboral, como en otros. A veces olvidamos esto, pensamos que quien tiene el poder lo tiene y ya está, pero no es así, tiene que estar manteniéndolo cada día, vetando cada día los procedimientos que lo pondrían en cuestión. Y del mismo modo, aunque sea desde una situación en desventaja, hay que enfrentarse a eso sabiendo que si se consigue que en algún momento dejen de pisar el acelerador –no por una obligación externa, como en la pandemia, sino por una presión sostenida desde abajo–, luego les va a costar mucho volver a coger el ritmo.
Jara, en Existiríamos el mar, dice que a las personas nos gusta ser más complicadas que un mecanismo. Pero que, sin embargo, los mecanismos son amables y no te desconciertan. A ella le gustaría ser uno pero no lo es y, quizá siendo radicalmente optimistas, podríamos añadir que mejor así. Porque ¿es guardar y cultivar esa posibilidad del oleaje imprevisto algo que también deja la puerta abierta a un horizonte distinto?
Las novelas son a su vez mecanismos, un tanto elaborados, y quizá una de las características que más juego dan es el poder contextualizar y a la vez descontextualizar cada frase. Jara habla desde su contexto, desde tener que lidiar con una dificultad para ordenar a veces su conducta. De ese contexto nace su deseo. Pero en la medida en que el deseo se explicita en un texto, en este caso narrativo, su afirmación sale de ella y podemos usarla como si, aun perteneciéndole, también nos perteneciera. Entiendo esa afinidad de Jara con los mecanismos, porque son honestos, porque aunque tienen mala prensa, dan confianza. El capitalismo, por ejemplo, que tiene fama de ser un mecanismo, es un caos con apariencia de orden, es chapucero, destruye sin mirar, se equivoca y fracasa montones de veces, solo que tiene la fuerza acumulada y robada y con ella sigue. Decimos que se cuentan poco las victorias de quienes luchan contra él, y es cierto. Y también deberíamos contar más sus fracasos, recordarlos una y otra vez, porque son muchísimos y hablan de una enorme ineptitud, y, sin embargo, él mismo se encarga de que se olviden.
Me interesan los mecanismos porque, bueno… creo que el ego no es muy útil para ese mañana mejor, y a veces se considera que el ego reside en la parte que no es mecanismo. Podríamos librarnos un poco del ego y aceptar un poco más nuestras partes mecánicas. Pero, dicho esto, estoy de acuerdo con lo que dices. Claro que no hay mecanicismo en el curso de la historia, aunque sí existan regularidades y detectarlas sea muy útil, y claro que somos sistemas abiertos y no hay que olvidar que cualquier colectivo de autodefensa laboral o feminista u otro en el que queramos pensar, y cualquier persona harta y cansada y dispuesta a luchar, y más unida a otras, tiene capacidad para provocar incertidumbre, desconcierto. Porque quienes solo quisieran aferrarse a sus privilegios a costa de lo que sea no saben por dónde vamos a salir, y porque el talento es masivo.
Precioso
Es maravilloso leer cómo piensa Belén Gopegui. Comparto muchas de sus ideas. Pero tengo una pregunta, incómoda, pero que no puedo dejar de hacerme desde que la conozco y que me encantaría que respondiera: si ella pertenece a un pensamiento crítico, alternativo al sistema, entonces: ¿por qué publicar sus obras en uno de los 5 grupos editoriales mediáticos más grandes y ricos del mundo? Ese poder económico editorial también paga para decidir qué “gaiteros” no quiere que toquen.