Cultura
Petra
'Petra' es un relato de Ignacio Pato publicado en la revista #LaMarea82, correspondiente a mayo/junio de 2021
Este relato forma parte de #LaMarea82, nuestra revista en papel dedicada a los bares. Puedes conseguirla aquí.
Siempre estamos aquí los mismos, pensaba. Y miraba a Dani, el hijo de Jandro, el dueño, y pensaba también en sus nombres. En lo bien puestos que estaban. En que un hombre de 51 años no podía ser Alex sino Jandro y un Dani de 19 le resultaba más natural que si se hubieran llamado así Cánovas o Sagasta o algún rey o algún inventor.
¿Cómo van y vienen las modas de los nombres?, se decía mientras jugaba con la servilleta Gracias por su visita. ¿Por qué su propio hijo se había empeñado en llamar Kevin a su nieto? ¿Qué Kevin había en la familia? Con todo, le gustaba más Kevin que Anselmo. La marcha de Anselmo la convirtió en una de esas casi cinco millones de personas, 1 de cada 4 de la población total, que viven solas. Gran parte de ellas, mujeres de más de 65 años.
Ay, Anselmo, te quise pero descanso también dejaste. Se lo dice para dentro, mientras coge aire y justo antes de echarlo. Fuera, bien está así. Y vuelve a mirar haciendo barrido. Cuatro gatos, los mismos cuatro gatos de siempre. Cuando cierre vendrán los llantos y las penas. Hasta a su propio hijo le dará la melancolía pasajera y eso que hace que no viene por aquí, pues, la tira. Ni al bar ni a casa a verla.
Ahora con el coronavirus tiene excusa el jodío. Dice que le da cosa ir con la mascarilla y que si la distancia. Que sentiría el impulso de quitársela y darle un abrazo a su madre porque la quiere tanto que no hay virus que pueda con eso. Eso dice y no va. Ella querría que la quisiera menos y que viniera, aunque fuera para decirse ‘hola’ en el descansillo. Que viniera con Kevin, que las videollamadas son un asco.
Se gira hacia el espejo que cubre casi todo un lateral del bar. Se ve seria. La boca hace una “u” inversa, caída. Lleva los labios pintados porque hace tiempo que dejó de darle vergüenza. 71, 74, qué más da la edad. No es la parroquiana más mayor. A veces viene otro, del que no sabe el nombre, pero seguro que lo tiene de tiempo de hambre, se toma un anís y se va en menos de 10 minutos. Es como una parada técnica de los coches de carreras, sabe Dios dónde irá o quién le espera.
Ella alarga su descafeinado en vaso de caña. De un marrón muy poco oscuro. Con sacarina. Lo toma muy despacio porque la mañana se hace eterna. Un sorbo y se pone la mascarilla. Sorbo, mascarilla. Ya ha pasado el invierno y no importa que se enfríe, total es casi leche. A veces se trae un libro.
Pedro Páramo. Que es corta. Miguel Hernández. Que son versos y duran porque se pueden leer muchas veces. Uno de Manolito Gafotas que le daba risa, qué cosas tenía ese chaval. Otro de Dulce Chacón en el que las mujeres tenían que hablar en bajo. Se viene con esos libros, se sienta en la mesa, los saca y los abre. No siempre los lee.
Así parece que viene con alguien. O a algo. En realidad no va a leer. Va a estar. El café es el mismo que podría hacerse soluble en casa y en la tele dan lo mismo que aborrece que invada su salón. Los gritos de la Grisson, las chulerías de la Ana Rosa. Los anuncios de alarmas. El miedo. Aquí al menos está sin sonido, ya pueden decir lo que quieran y ya pueden ser grandes los rótulos que tampoco se va a poner las gafas de lejos.
Va a estar. A no estar sola, tendríamos que decir. Su hijo le regaña. Le dice que no le gusta que salga a la calle. Que está el virus. Que no toque nada. Que no se quite la mascarilla. Que encargue la compra, que él la enseña a hacerla por Internet, que es muy fácil. Que hoy en día te llevan todo a casa. Pero, venir, no viene. Dice que está el virus y que ella se quede en casa.
Eso, allí guardada, mustia, sin ver a nadie. Va listo. Aquí ve al menos a Jandro trajinar con las cajas. Regañar a Dani, porque Dani siempre lo hace todo de una manera que es muy mejorable, en opinión de Jandro. Si arrastra las cajas, pues que jode el suelo. Si las levanta, que se va a hacer daño en los brazos. El número de botellines que hay en cada caja varía poco porque aquí solo vienen cuatro gatos.
Su hijo y su mujer y Kevin no van a bares como este. Van a los que tienes que llamar antes por teléfono, y bueno, lo mismo hasta una semana antes. Si es para un sábado, olvídate. Todo cogido. Aquí no, ya ves. Hay sitio. Bueno, es que ellos no van a bares, en todo caso restaurantes. Terrazas. Jandro pudo sacar un par de sillas a la calle, que dice que le ha dejado el Ayuntamiento. Pero a ella le gusta más estar dentro.
Le recuerda más a una casa. Con leve movimiento. Aunque sean las cajas para arriba y para abajo. Aunque sea el viejo del anís. Aunque la tele esté gastando luz a lo tonto. Aunque ya no entren a media mañana los tres chicos, casi niños, que hacían novillos para venir a estudiar.
Real (y conmovedor) como la vida misma.
Decían que el corona nos iba a hacer más humanos. Yo creo que ha sido lo contrario. No sabría decir por qué. La gente no cambiamos de la tarde a la mañana.
La vida nos seguirá dando duras lecciones.
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Vuelven las fiestas crueles con animales, que con el fin de algunas restricciones de la pandemia, están regresando con fuerza en los pueblos de España.
No podemos volver a los niveles de 2019, en el que 2.500 toros eran embolados con fuego cada año en todo el país.
Los concursos de emboladores son eventos en los que se reúnen diferentes peñas que embolan con fuego hasta 6 toros en una misma noche. La peña que consigue enganchar las bolas de fuego más rápido al toro, recibe un premio en metálico. A menudo, los equipos cometen errores que añaden más angustia al animal, que termina siendo inmovilizado durante más tiempo, o se enreda con la cuerda y sufre dolorosas caídas, entre gritos, empujones, golpes y brutales tirones.
Las corridas de toros no deberían regresar jamás y mucho menos que se subvencione con dinero público la tauromaquia y la caza.
Los «demócratas» somos seres crueles, sin civilizar. La democracia no viene dada por decreto.