Opinión
La rana y el escorpión
«Cuando los empresarios se rasguen las vestiduras –aunque se trate de trajes de Armani–, se les debe escuchar, pero no creer», escribe el autor acerca de la próxima negociación sobre la reforma del mercado laboral.
Mejorar la situación de los trabajadores hunde a las empresas, destroza la economía, empeora las condiciones de vida de todos. ¿Cuál es la mejor vía para la catástrofe? Subir salarios, reducir la jornada laboral, aumentar el gasto público para mejorar las prestaciones sociales. Pero ¿facilitar los despidos?: mano de santo. ¿Congelar o reducir el salario mínimo?: una bendición para la competitividad. ¿Bajar impuestos a las rentas más altas?: fabuloso para la inversión y para estimular la demanda. No penséis que los empresarios lo dicen por egoísmo: es puro realismo. La economía funciona de esa forma y no a base de buenas intenciones. Las leyes del mercado son tan inevitables como la ley de la gravedad. Hay que aceptarlas, aunque duela si te caes.
Siempre ha sido así. Refiriéndose al gran aumento de la riqueza en el Reino Unido de 1853 a 1861, el entonces ministro de Hacienda, William Gladstone, exclamaba entusiasmado que era «un hecho tan sorprendente que es casi increíble», aunque enseguida explicaba que «tan embriagador aumento de riqueza y poder» estaba «restringido exclusivamente a las clases poseedoras».
Lo recordaba Karl Marx en 1864 en el Manifiesto Inaugural de la Asociación Internacional de Trabajadores, que había redactado él mismo. Y después de explicar, con numerosos datos, que el aumento impresionante de la riqueza del país en el que estaba exiliado no había supuesto mejora alguna para la clase trabajadora, se refería a un logro de los sindicatos ingleses, la jornada de 10 horas: «La burguesía había predicho, y demostrado hasta la saciedad, que toda limitación legal de la jornada de trabajo sería doblar a muerto por la industria inglesa, que, semejante al vampiro, no podía vivir más que chupando sangre, y, además, sangre de niños». Pero no fue así; los beneficios de la industria británica siguieron creciendo, como lo hizo la riqueza de los más ricos.
No nos apresuremos a desenfundar nuestros juicios morales, porque el propio Marx, aunque era de gatillo fácil en la polémica, solía limitar la moralina. Él también pensaba que las cosas son como son y no puedes esperar de un accionista, de un banquero, de un industrial que prescinda de maximizar sus beneficios. Ya conocéis la historia del escorpión que convenció a una rana para que lo transportase sobre sus espaldas para cruzar un río, y cuando picó a la rana en medio de la corriente a pesar de que eso significaba la muerte de ambos, se justificó: es que es mi naturaleza.
Este otoño nos aguardan en España las negociaciones sobre la reforma del mercado laboral. Igual que con la subida del salario mínimo, los empresarios ya han empezado a clamar que las propuestas suponen la ruina de la economía (muchísimo más que esconder beneficios en paraísos fiscales y que amañar licitaciones), un ataque a la libre empresa, una acción ideológica que solo puede traer pobreza.
Quizá habría que recordarles que la pobreza ya está ahí, que España está a la cola de Europa –para ser exactos, en el puesto 22 de 27– en el porcentaje de población en riesgo de pobreza, y sólo un puesto por encima en el de desigualdad. Y no hablemos de la temporalidad y la precariedad, y sobre todo del paro, en particular del paro juvenil, en el que somos campeones europeos. Y eso que Gladstone también habría caído embriagado ante el crecimiento de la renta en España en los últimos 40 años, su modernización, el incremento de su capacidad comercial. Pero ¿sabéis cuál es el dato que me parece más significativo? Que hoy la diferencia de renta entre una persona de 35 y una de 65 años es el doble de lo que era a principios de siglo.
Así que parece que la «flexibilización» del despido, la reducción de impuestos a las rentas más altas y a las empresas, y todos los tributos rendidos al credo liberal no han resuelto algunos de los problemas más graves de la economía y sufridos por la población más vulnerable. Si, como dijo Marx sobre la jornada de 10 horas, aquella fue la primera vez en la que «la Economía política de la burguesía había sido derrotada en pleno día por la Economía política de la clase obrera», hay que recordar ahora que nuestra economía –la de los ciudadanos y ciudadanas–, por mucho que insistan los empresarios, no está mejor servida aplicando los mantras liberales de siempre, que pueden ser buenos para sus beneficios, pero no para el país.
Por eso, cuando los empresarios se rasguen las vestiduras –aunque se trate de trajes de Armani–, se les debe escuchar, pero no creer. Y la sociedad española debe dejar de ser la rana que lleva al escorpión a sus espaldas. Porque ya sabéis cuál es su naturaleza. Y porque, de sobrevivir uno de los dos, será el escorpión, que quizá alcance la otra orilla flotando sobre el cadáver de la rana.
Como casi todos los análisis de Ovejero, éste me parece enormemente certero.
El problema, para mí, está en cómo el sistema capitalista ha conseguido implantarse de tal manera en el imaginario de la población en general que, a pesar de la desigualdad evidente que niega derechos básicos a una buena parte de la ciudadanía, ésta sigue contemplando el consumismo como un asunto puramente individual y tratando de aprovecharse de sus «ventajas» en la convicción de que cada uno de ellos será favorecido por la fortuna.