Opinión
Embalses: también una cuestión de paisajes y de derechos
En el debate sobre el vaciado de los pantanos para producir energía eléctrica se ha obviado una clave: el agua es un derecho humano desde hace más de una década
“Casi ningún habitante de Mansilla vio el mar. (…) Ahora, algo parecido al mar llegó hasta ellos. Es frecuente verles quietos, contemplando con gesto ensimismado, casi soñador, esa superficie lisa, de color musgo, que se extiende anchamente a sus ojos: el pantano”.
Ana María Matute escribió El río, un libro dedicado a lo que ya no era, a lo que había desaparecido. Un pantano se tragó el pueblo de su familia y la vida cambió. “Y el río, ¿cómo ha desaparecido de forma tan extraña? (…) Ya sé que ese río vuelve a formarse más abajo (…) Pero no es nuestro río, no es aquel que nosotros sabíamos. No es el que corría y se llevaba nuestras voces”.
Los ríos no son solo una corriente de agua, son vida, paisaje e identidad. Son semilla de civilizaciones, de maneras de hacer, de costumbres. Con la proliferación de los embalses, muchos ríos dejaron de existir y se convirtieron en otra cosa, en algo parecido a un mar. Pero solo parecido. Con el adiós de los ríos también se fueron muchos paisajes, horizontes y vistas. Mirar dejó de ser lo mismo. Con la proliferación de embalses, el agua ya no solo es vida, también es negocio.
En un verano en el que se está viviendo una bajada espectacular de los niveles de varios pantanos gestionados por Iberdrola, algo que ha escandalizado hasta la ministra Teresa Ribera, como si no supiera las reglas del juego, y que ha dejado a varios municipios con los grifos secos y a los regantes y los ganaderos sin agua, la pregunta es ¿de quién es el agua?, o ¿qué usos se priorizan?
Las imágenes de antiguas tierras fértiles ahora descascarilladas por la huida del agua han dolido a los pueblos ribereños de los pantanos. Porque el paisaje, al que han tenido que acostumbrarse por imposición, ha vuelto a cambiar sin contar con ellos, con quienes miran cada día su horizonte. Se ha impuesto el uso lucrativo del agua, el que produce energía eléctrica de manera muy barata y la cobra muy cara. “Iberdrola tiene una concesión administrativa para la explotación hidroeléctrica del embalse de Valdecañas [provincia de Cáceres] entre las cotas de 315 y 290 metros. Esta concesión supone que legalmente puede ejercer libremente ese derecho de explotación”, respondió la transnacional hace dos años, cuando una bajada del nivel dejó sin agua al municipio de Berrocalejo y sin poder regar a los agricultores de Peraleda de la Mata.
Ver los pantanos tan vacíos, tan secos, duele y remueve. Pero es probablemente la alteración del paisaje sea un argumento nimio para quienes deciden para qué y para quién es el agua. Que, por cierto, es de todas. Los ríos, el agua, afirmaba hace dos años la directora técnica de la Fundación Nueva Cultura del Agua (FNCA), Julia Martínez, “son un patrimonio ecológico ambiental, pero también cultural e identitario, personal y colectivo”.
Si esta razón patrimonial puede parecer endeble para muchos, existe otra argumentación mucho más sólida jurídicamente, aunque con similar repercusión. El agua es un derecho humano desde 2010, cuando la Asamblea de Naciones Unidas lo aprobó con 122 votos a favor, 22 abstenciones (sobre todo de países enriquecidos, como Japón, Canadá, Estados Unidos, Inglaterra, Australia, Suecia, Dinamarca o Países Bajos) y ningún voto en contra. Dicho lo cual, ante la generalizada explotación hidroeléctrica de los embalses por encima de otros usos, ¿qué papel juega el derecho humano al agua?
Ninguna normativa española ha transpuesto este derecho internacional, como sí han hecho otros países, que han llevado a sus constituciones el blindaje, al menos legislativo, del acceso al agua y al saneamiento. En 2012, en el Foro Mundial del Agua celebrado en Marsella, el entonces ministro de Agricultura, Alimentación y Medio Ambiente, Miguel Arias Cañete, argumentó que lo fundamental es que está reconocido en el ámbito mundial “por lo que no hace falta que cada ordenamiento jurídico lo reconozca”. Nada nuevo desde entonces. Bueno, sí, la Directiva Marco del Agua de la Unión Europea dice que “el agua no es un bien comercial como los demás, sino un patrimonio que hay que proteger, defender y tratar como tal”.
La realidad muestra que, al menos en los ríos embalsados, se priorizan los usos lucrativos del agua, es decir, aquellos con los que hacer negocio, sobre el agua como un bien básico para la vida. Como sufrió Berrocalejo hace dos años, este verano tres municipios cacereños ligados al embalse de Valdecañas se han quedado sin agua debido a que Iberdrola impuso su privilegio. Está en su derecho, reitera la empresa, que desde 1964 puede hacer lo que quiera con el agua porque tiene una concesión de 75 años. “Con Iberdrola no se juega, son los dueños del Tajo. Hacen lo que les da la gana con el río”, subrayaba también hace dos años el entonces portavoz de la Plataforma en Defensa de los ríos Tajo y Alberche, Miguel Ángel Sánchez. Y añadía: “Estos embalses son ahora mismo de facto privados y es muy complicado que la gente pueda usar estos ríos de forma particular”.
Toca revisar la legislación para incluir, y por tanto priorizar, el derecho humano al agua. Ya es hora, por cierto, de pensar también en proteger los territorios y los paisajes. “Las ruinas de la que fue nuestra casa, el erial que sucedió a huertas, prados, choperas olorosas meciéndose al viento de la mañana, la soledad y el silencio allí donde antes hubo voces, proyectos, todo se podía entender de una u otra manera, menos esto: ¿a dónde fue, dónde quedó la invisible ruta de los álamos?”, escribió Ana María Matute. “Hay cosas que perdemos y nunca podremos regresar”, anotó.
Y los dueños de la Cuenca del Duero, que tb ha secado