Opinión

Cuando el salón de tu casa es un bar

"No pocas veces me prometí no pisar nunca más la barra del bar ni trabajar en él. Pero me resulta inevitable llegar al pueblo, dar los respectivos besos y echar una mano", cuenta Francisco Artacho.

La madre de Artacho, sentada, junto a la abuela, el abuelo y su tía.

Al amanecer, los primeros rayos del día entran anaranjados por sus grandes ventanales y se posan sobre la barra de mármol blanco. Ya a esas horas el bar lleva un buen rato abierto (se abre cada día a las 6 de la mañana), esperando a los hombres y mujeres que buscan el primer café o la primera copa de aguardiente para ir entonando el cuerpo y el día. Mientras, el tintineo de las cucharillas se mezcla con el ruido del molinillo del café y el estruendoso vaporizador de la cafetera que calienta la leche. Así comienza cada jornada, salvo cuando está nublado claro, en el bar-restaurante Puerta del Sol, el negocio familiar que regentan mis padres desde mediados de los años 90 en mi pueblo, Benamejí, al sur de Córdoba. Allí pasé buena parte de mi infancia y de mi vida.

Mi padre había trabajado hasta entonces, sobre todo, de conductor de autobuses. Y en el campo, en la recogida de aceitunas, empleo que también desempeñó mi madre. Y en la venta ambulante de melones en Málaga. Hasta que un día decidieron embarcarse en una aventura que dura hasta hoy y que cambió por completo la vida de mi familia. Y la mía propia. Porque, como le pasó a Flanagan, el detective juvenil catalán, había que trabajar en el bar, desde los 11 años, por más que me resistiera.

Por aquellos años, sobre 1995, el bar aún conservaba la esencia con la que fue fundado por Paco el de la Filomena, el tío abuelo de mi madre: un bar de hombres y en el que básicamente se despachaba café, anís, cerveza y vinos de Montilla-Moriles. Antes de su reapertura, mis padres hicieron una pequeña reforma en la que se incorporó un aseo para mujeres, hasta entonces inexistente. En aquella primera etapa, tan solo cuando llegaba la Semana Santa y la feria del pueblo, algunos de los clientes habituales venían acompañados de sus mujeres, que solían pedir un refresco: una Fanta o un Bitter Kas. 

Los comienzos no fueron fáciles, por la escasez de clientes. Tampoco lo que vino después, cuando la cocina de mi madre se convirtió en un reclamo que multiplicaría hasta el infinito la clientela para una familia novata en los menesteres de la hostelería. Durante los primeros años, más de un lustro, no existieron vacaciones, no se cerraba ni un solo día. Mis padres temían que al cerrar para descansar podían perder clientes. Los dueños de bares en el pueblo se miraban de reojo y, como ninguno se pillaba vacaciones, no se las cogía nadie. Eso era mediados de los 90 y todo era distinto. Y no es que no hiciera falta descansar. Algunos días, mi padre no podía cerrar hasta la 1 o 2 de la madrugada. Hasta que el último cliente se marchara. El cliente mandaba. Y a las 6.00 de la mañana, de nuevo el bar abierto.

Claro, con esos horarios no se podía perder tiempo en nada. Mis padres decidieron que nos fuéramos a vivir justo a la vivienda que había arriba del bar, que antes había sido la casa del chacho Paco y una pensión. Así que, prácticamente, vivíamos en el bar y se dormía en el piso superior. Una auténtica locura, un estilo de negocio familiar que hoy yo solo consigo comparar con las tiendas de chinos, que están siempre abiertas. 

En algunos de los días grandes, Semana Santa y la feria, los picos de estrés eran, y siguen siendo, tan grandes, que el único remedio que nos quedaba a veces para aguantar era el llanto. De ahí que, todavía hoy empatice en exceso con la cara de agobio, que reconozco a legua, de un camarero o camarera, y me produzca cierto incomodo estar de cliente o llamar al camarero para que me atienda.

En una ocasión, un Domingo de Resurrección, como la cocina era tan pequeña, también lo eran las freidoras, por lo que mi madre tuvo que cambiar el aceite a toda prisa. Cometió el error de echar el aceite sucio e hirviente en una cubeta de plástico. Al levantarla se derritió la base y se quemó la pierna: fue al centro de salud, la atendieron, volvió y siguió en la cocina.

Algunas tardes, mientras mi padre descansaba un rato, yo me quedaba en la barra mientras en la cocina se producía una de las imágenes más bellas que hay en mi memoria. Era la tarde de las croquetas. Mi bisabuela, mamaosefa, mi abuela Gracia y Josefita, mi madre, formaban una cadena humana para preparar las croquetas, que aún se hacen de la misma forma, pero sin esa conjura de tres generaciones de mujeres fuertes y valientes. De pie, durante horas, mi madre, ayudada por dos cucharas para no tocar la masa, le daba la forma a la bechamel y la echaba a un cuenco con el huevo. Entonces mi bisabuela, con el tenedor, la pasaba bien por el huevo y la trasladaba a una bandeja con el pan rallado, donde la embadurnaba de pan y le daba el último toque para que cogiera la forma. Y de ahí, ordenaditas, se ponían en otra bandeja. Se congelaban. El último paso era pasarlas de la bandeja en las que se quedaban pegadas ya congeladas, a una bolsa de plástico, ya sueltas, y fáciles de coger para echarlas a la freidora. Más que croquetas caseras, a mí me gusta llamarlas artesanales.

No pocas veces me prometí no pisar nunca más la barra del bar ni trabajar en él. Pero me resulta inevitable llegar al pueblo, dar los respectivos besos y echar una mano. Porque como me dijo una vez Mercedes, hija de hosteleros, “¿a que tienes facilidad para desenvolverte con la gente en cualquier situación? Pues eso, querido, lo aprendiste en el bar”. 

Y tantos años dan para muchas historias. Por el bar han pasado trabajadores que venían a comer el menú del día que se convirtieron en familia. Me han visto crecer. Y he visto crecer a hijos de clientes…. Hemos perdido amigos. Hemos reído. Hemos llorado. Lo hemos tenido que cerrar durante un tiempo porque la COVID-19 también llegó a este rincón de Córdoba. Es la historia de cualquier familia, pero con la diferencia de que la vida, en vez de en una salita, se desarrolla en un bar.

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