Opinión
Tapiado. La calle y los bares
"A veces, lo único que puede verse a los lados de la calle son cierres metálicos que no volverán a abrirse [...] ¿Se puede habitar una ciudad que únicamente se recorre a tiro hecho sin posibilidad de detenerse?", reflexiona Ana Carrasco-Conde.
La calle parece a veces un pasillo a cielo abierto con cientos de puertas a sus lados. A veces están abiertas y puede escucharse desde la acera música ahogada por las voces, quizá alguna risa, el exasperante tintineo de una tragaperras o el reconfortante ruido de una cafetera. Hay personas que salen y entran de comercios y desconocidos abriendo dificultosamente el portal de su domicilio mientras sostienen en equilibrio imposible la bolsa de la compra. También hay conocidos que, por vivir en el mismo barrio, frecuentan los mismos lugares, como el bar de la esquina. A veces son frecuentes los encuentros fortuitos en ese ir y venir. Todos empiezan y terminan con un mismo saludo, otros se alargan un par de minutos y algunos acaban con una cerveza inesperada en un bar.
La calle es lugar de paso, como dijera Michel de Certeau, e incluso de descubrimiento, por pensar en el mil veces mencionado de Walter Benjamin, pero el bar es el lugar donde demorar el encuentro. Es una estación. Abierto de la mañana a la noche, incluso en el lugar más inhóspito o en apariencia desierto, allí donde hay un bar entendemos que hay vida, que podemos hacer tiempo, que podemos pararnos un momento, leer el periódico en papel (sí, hay quien lo sigue haciendo) mientras que la rutina ha generado la cálida familiaridad con la que, quien atiende la barra, recuerda qué solemos tomar.
Si en la calle el pasar de los transeúntes difumina su cara, en los lugares de parada todos tenemos de nuevo un rostro. Podemos cambiar de cara, poner buena cara o mala, pero el rostro nos pone frente a la singularidad y la diferencia de lo diferente. Se nace con un rostro que no puede cambiarse: me singulariza como ser único con mis rasgos.
Calle y sala de exposición
La calle a veces se parece a una sala de exposición a cuyos lados cuelgan las puertas a la manera de cuadros. Y al callejear los miramos curiosos, como seguramente observara Benjamin aquellas fotos de Germaine Krull o como miramos nosotros hoy algunas pinturas de Edward Hooper, con desconocidos que, sentados en la barra, son visibles desde fuera. También la calle misma puede ser el cuadro observado cuando es vista a través del ventanal de un local cuando, sentados dentro, podemos ver el trasiego de personas enmarcado.
¿Se acuerdan de El hombre de la multitud de Poe? Pero a veces, cada vez más a menudo, lo único que puede verse a los lados de la calle son cierres metálicos cubiertos de pintadas de locales que no volverán a abrirse. Los cuadros son lienzos de metal que reflejan una época y tiene un efecto en nosotros. El cierre de un local supone tapiar una apertura hacia un lugar de sustracción del ritmo de la calle y de la vida, de un lugar de encuentro, del lugar en el que se vuelve a tener rostro entre desconocidos, de un lugar que, ajeno a la propia casa, mantiene la calidez de lo humano en el afuera.
La calle a veces se parece a un túnel sin aperturas ni ventanas. De pronto todo deviene inhóspito. Pensamos en la economía, en el malestar de una o varias familias, en el café que no nos tomaremos, pero si el ser humano es un ser social, ¿qué sucede cuando en el paisaje en el que nos movemos ya no podemos abrir puertas, ventanas o contemplar rostros? ¿Qué (nos) pasa cuando cierra un bar, un café o un restaurante? ¿Cómo afecta a nuestra sociabilidad? ¿Qué impacto tienen en la identidad y en la interacción de los habitantes de una ciudad los cambios en el paisaje urbano? ¿Qué se tapia de nosotros y a qué dejamos de tener acceso? ¿Se puede habitar una ciudad que únicamente se recorre a tiro hecho sin posibilidad de detenerse? ¿Una ciudad que no tuviera lugares de encuentro y de sustracción del ritmo de producción, como bares, parques, galerías o teatros, tendría habitantes o usuarios? ¿Dónde está la vida? Allí donde hay posibilidad de encuentro.
A menudo suele olvidarse que el ser humano para desarrollarse necesita estímulos externos, y que para constituirse precisamente como humano necesita de la posibilidad de un encuentro con el otro y de un afuera. Somos seres intersubjetivos que viven en un entorno en el que no solo desarrollamos nuestra vida con un cuerpo, sino con el cual configuramos el modo mismo de nuestro vivir y de nuestro convivir, lo que no quiere decir otra cosa que los espacios nos dan forma o nos deforman, nos enseñan a mirar pero también a interactuar con el otro, nos hacen ricos en experiencia y construyen nuestra sociabilidad.
Tapiar la posibilidad de otros mundos y de otros puntos de vista, tapiar la entrada a un espacio que ni es tuyo ni mío pero que supone reconocer en el otro un rostro, tapiar la capacidad, más allá de los ritmos acelerados, de interactuar con desconocidos, tapiar la entrada de aire y de diferencia, es una forma de tapiar nuestra existencia y empobrecerla. La calle como túnel nos convierte, como en aquella pesadilla de Descartes, en solipsistas sujetos que ven la superficie de muchas caras y reducen su mundo a los pocos rostros de los de siempre. Y cuando eso sucede corremos el riesgo de ser nosotros los tapiados desde dentro, emparedados, con la misma riqueza de experiencia de un ser convertido en piedra.