Sociedad
Las cenizas y los brotes un año después del incendio
Así viven vecinos y vecinas de Cueva de la Mora un año después del incendio que afectó a Almonaster, el mayor de los registrados en 2020.
CUEVA DE LA MORA / ALMONASTER (HUELVA) // Almonaster la Real es uno de los pueblos más bonitos de España. Lo dice una señal a la entrada. “Pero ahí no es, tenéis que seguir media hora más de camino. Yo estoy en Cueva de la Mora”, dice Pedro Martín, uno de los afectados por las llamas del pasado agosto en esta comarca onubense, cuando el campo, ayudado por el trasiego de gente en la temporada de playa, andaba aún desperezándose del confinamiento. Fue el mayor incendio de todos los registrados en 2020 en España, con más de 12.000 hectáreas afectadas, según las cifras oficiales. Fue mayor, incluso, que el que tuvo al país con el alma en vilo, tres años atrás, en Doñana.
Las curvas se suceden por una carretera como salida de otro mapa. Un mapa ajeno. Como si aquello no fuera Huelva, como si estuviéramos en un lugar sin coordenadas. Como si de repente un zoom, con la atracción de un agujero negro, nos hubiera atrapado desde nuestra cómoda situación de imágenes a escala, de hechos que suceden en otros lugares: California, Portugal, Australia…
Las señales no lo dicen, pero el paisaje, que efectivamente indica la belleza de la zona, comienza a hablar, empieza a mostrar la negrura de lo que allí pasó, de lo que, tal vez, podría haberse evitado. ¿Conocen aquellas fotos tan chulas en las que todo sale en blanco y negro y resalta un solo objeto de color? La imagen de un niño en blanco y negro comiendo una manzana verde chillón, por ejemplo. Una mujer en blanco y negro haciendo una pompa de chicle en rosa fucsia. Pues aquí los colores se invierten. Aquí resalta la negrura sobre un fondo de color intenso. Hileras de árboles carbonizados sobre un paisaje verde, fresco, en el momento más lozano de la primavera.
“Tiznaos, así estamos”, dice Joaquín Mellado, de 85 años, en ese escenario que se mueve entre los brotes y las cenizas. Anda contento, de todas formas, porque al día siguiente le ponen la vacuna de la COVID-19. Lleva una camisa de cuadros abotonada hasta el cuello y un pantalón azul, de los que solían usar los mineros, de los que en otras épocas se lavaban en una tina llena de agua. Y el agua se teñía de negro. “Yo no sé ni de dónde soy”. Joaquín cuenta que ha ido de mina en mina, de trabajo en trabajo, de sustento en sustento. Nació en otra aldea cercana, en Minas de Concepción, y terminó, como casi toda Cueva de la Mora, en los yacimientos del norte, en Asturias. “Ya llevo muchos años aquí de vuelta”, explica mientras enfila el camino al huerto.
No se escucha un alma en esta aldea de poco más de 100 habitantes. Es lunes de Semana Santa. Las provincias están cerradas por la pandemia. El silencio solo es roto por el ladrido de su perra, Loba. “Esta se salvó porque la puerta de la nave donde estaba aquel día era de madera. Se cayó y pudo salir”, cuenta. Los animales no pudieron ser desalojados. Y no hubo tiempo de ir a buscarlos.
“Aquí tenía yo mis pimenteras. Que me decían después que anda que no iba a comer pimientos asados”, cuenta con sorna. El huerto ya no huele a quemado pero todo recuerda al fuego.
“Eso era un níspero. Y eso una higuera. Aquí había un olivo. Y esto era un avellano. ¿Te acuerdas de esas avellanas americanas tan ricas?”. ¿Te acuerdas? Imágenes. Eso era. Aquí estaba. Eso es lo que dejan también las llamas. Lo que se ve, sin embargo, o lo que ve quien no ha sembrado con sus manos esos árboles, quien no estuvo ahí para salir corriendo, son ramas retorcidas oscuras. Al pasar la mano sobre ellas, se desprende una arenilla negra, casi volcánica. Parece, por momentos, que no son ramas, sino esculturas moldeadas con cisco, con picón, del que tantos braseros han calentado las casas frías del sur.
“Y aquí había un ciruelo. De aquí ha comido ciruelas todo el pueblo”, señala Manolo Fernández, el vecino del huerto aledaño, también jubilado. Saca del bolsillo de su pantalón, también minero, una navaja plegable. Corta el candado que cierra la puerta de una de las naves que ardieron, hoy escalada por las hierbas verdes, altas, y se la vuelve a llevar al bolsillo: “Es de mi padre. La perdí y la encontré el otro día. Aunque a mí no me hace falta para acordarme de él a diario”.
Todos los aperos que había en la nave se quemaron. Y también las gallinas. Y un poco más allá, el peral y el cerezo que sembró el padre de Pedro Martín, fallecido hace tres años. “Yo no los corto por eso, porque los sembró mi padre”. Y ahí están, negros, pero en el sitio donde un día crecieron frondosos. En el huerto que cuidaba Pedro –que también ha vivido de un lugar en otro, al compás de la minería–, todo está quemado. “Yo no he podido ni restaurar la valla que lo bordea, porque no tengo dinero para eso. Mi madre está enferma y yo estoy en paro. No me puedo gastar dinero sin saber qué va a pasar. Aquí vienen los políticos, se dan el paseo y no hablan con la gente”, denuncia. Varios vecinos y vecinas crearon la plataforma Aldeas Unidas, con la que llevan reivindicando atención y ayuda para solventar lo que ellos mismos denominan “drama humano”.
No tienen contabilizadas todas las pérdidas, pero Joaquín Mellado, por ejemplo, cuenta que hacer una nave nueva le ha costado unos 3.000 euros. Aseguran que hay una veintena de huertos afectados. Lo que ocurre con estos huertos es que, aunque llevan décadas siendo sembrados y aprovechados por el vecindario, no son de su propiedad. Según explican y dice un documento que conserva Mellado, fechado en 1976, la empresa minera Asturiana de Zinc cedió a los trabajadores el uso de esas tierras para huerto como “ayuda social al trabajador”. “En todo caso […] deberá abandonar el huerto cuando termine su relación laboral con Asturiana de Zinc, ya que su cultivo se cede exclusivamente en razón de trabajo”, prosigue el documento. Después, la mina vendió esos terrenos. “Aun cambiando de propietario se han seguido mantenie ndo los mismos huertos desde entonces. Los huertos son BIC en Andalucía, pero solo para lo que les interesa”, añade Pedro Martín.
El alcalde de Almonaster la Real, Jacinto Vázquez (PSOE), asegura que ya ha comunicado a la Junta de Andalucía esta situación. “Es algo que estamos intentando solucionar, que se regularice de alguna forma. Porque esos huertos han sido aprovechados por los vecinos. Y se lo planteamos a la Junta”, explica por teléfono. El Ayuntamiento elaboró un inventario con las pérdidas notificadas por los vecinos y vecinas: “Recogimos todo, las pérdidas de animales, las hectáreas quemadas, arboleda, herramientas, naves… Se mandó a la OCA (Oficina Comarcal Agraria) de Cortegana y de ahí a la Delegación de la Junta. Pero aún no sabemos nada. Sí se han pagado daños en primera vivienda, como a un vecino que se le quemó la instalación eléctrica, por ejemplo”, explica la técnica municipal que atendió a las familias. Destaca, además, que el Gobierno aún no ha declarado la zona como catastrófica.
El alcalde recuerda la tragedia como si no hubiera pasado el tiempo. “Pasamos días complicados, de miedo, de una incertidumbre absoluta, la gente no sabía si iba a poder volver a sus casas. Hubo un vuelco total de los vecinos: Cueva de la Mora, Monteblanco, El Patrás y La Juliana. Ayudaron a las personas desalojadas para que no notaran la falta de sus casas, el peligro. Y eso es para quitarse el sombrero, porque ahí ves los valores del ser humano”.
Mari Carmen Vázquez, en el huerto, con su delantal, se seca las lágrimas mientras se ajusta la mascarilla. “Esto es lo peor que yo he vivido. Pensaba que se me quemaba la casa”. A su lado, perfectamente colocada sobre una piedra al sol, la observa Minina, una gata marrón, blanca y negra que sobrevivió al fuego. “Y York, el cerdito, también se salvó. Le puso York mi nieta, por el de Peppa Pig”, dice. Ella no ha podido reconstruir el cuarto de aperos, ni reponer la máquina que destrozaron las llamas. “Yo cogí un calzoncillo y unas bragas del tendal y salimos corriendo. Veíamos lo que estaba pasando por la tele, en los móviles. Y no sabíamos qué nos íbamos a encontrar al volver. O no encontrar”, rememora. Y se encontraron, según la definición de Joaquín, el “monte caído”.
La Junta de Andalucía anunció una inversión de más de 1,4 millones de euros en la ejecución de actuaciones de emergencia en las zonas afectadas y creó un comité científico encargado de elaborar el plan de restauración ambiental teniendo en cuenta la mitigación del cambio climático, la compensación de emisiones y la fijación de la población al territorio.
“La importante aportación económica destinada a la zona es cuatro veces mayor que la recuperación de emergencia que se hizo tras el incendio de Doñana”, remarcó la consejera de Agricultura, Ganadería, Pesca y Desarrollo Sostenible, Carmen Crespo (PP). Según informó entonces, la idea es potenciar tratamientos silvícolas dirigidos a prevenir incendios forestales y ofrecer posibilidades económicas en estas zonas rurales. “Tenemos que buscar una solución para el futuro que convierta esta situación en una oportunidad”, señaló.
Tala de encinas que se salvaron
En la aldea dudan de este futuro cuando han visto cómo se ha talado un encinar que se salvó de las llamas. Aquí había. Ahí estaba. Los hechos ocurrieron este año en la zona de Magdalena, en el área minera de Aguas Teñidas, en un terreno destinado a una escombrera de la compañía Matsa. Desde lo alto de una pequeña cumbre se puede observar el desaguisado: una explanada vacía donde antes había vida, unas tuberías en medio. “Los árboles bajan 2-3 grados la temperatura, hacen parapeto del ruido, del polvo, eliminan el C02… ¿Cómo quitas la contaminación que genera la mina? Todo ello favorece el cambio climático”, denuncia sobre el terreno Guillermo González, miembro de Ecologistas en Acción, que insiste en que la legislación minera data del franquismo.
Según explicó la consejera en sede parlamentaria, la empresa contaba con los permisos, concedidos por el anterior gobierno del PSOE antes del incendio, aunque aseguró que habían pedido a la mina actuaciones compensatorias con un plan de restauración. Ni Matsa ni la Consejería de Agricultura han respondido a las preguntas de este medio.
“Lo triste y lo duro es que esos permisos no se tendrían que haber dado, independientemente de que hubiera habido o no un incendio. ¡Hacer acopio de estériles en un encinar!”, dice aún con asombro el ecologista Juan Romero, acostumbrado a denunciar barbaridades en la zona. El alcalde afirma que están investigando el caso: “Se podía haber hablado y, por supuesto, si se ha cometido negligencia, tomaremos cartas en el asunto. El permiso llegó al Ayuntamiento a la misma vez que se estaban talando las encinas”.
Se escuchan pájaros de fondo. Pero cuenta Pedro Martín que esto no es nada para la banda sonora que proporcionaban las aves antes del incendio. “Queremos dejar algo mejor a las nuevas generaciones y solo se actúa desde el cortoplacismo”, sostiene. “Mira, ¿ves esas ovejas?”. Al fondo, se ve un rebaño de ovejas negras. “Pues eran blancas. Están así por el roce con los árboles quemados”.
“El recuerdo del fuego nos ha dejado marcados”, dice Mari Carmen. Ahora, a pesar de todo, está volviendo la alegría: “El confinamiento lo pasamos aquí. El huerto es nuestra mejor terapia”. Manolo, su marido, lo corrobora: “No vivimos del huerto, pero claro que es una ayuda con la situación como está y las pensiones que hay. Pero sobre todo es una ayuda para el coco. Yo me vengo para acá y me olvido de todo”.
Sobre una tabla, junto a una bañera oxidada, reposan hileras de tomateras en envases de yogur. Hay plantadas habas, patatas, cebolla temprana. “Ya mismo –dice Manolo–, vienen los tomates y el pepino”. Y hay un higo verde, como la manzana del niño, que resalta sobre la higuera negra.