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Condiciones laborales: una carrera hacia abajo
Horas extras no pagadas, sin vacaciones y con sueldos ínfimos. Así son las condiciones laborales que, dicen, nos beneficiarán... ¿a todos y todas?
Aquí tenemos un estudio de caso. Un dato aislado que, por definición, no cabe generalizar… ¿o, quizá, sí?
El hermano de una amiga, con una edad que supera ampliamente los 40, estaba buscando trabajo. De su penúltimo empleo, en el que llevaba un buen número de años, fue despedido, no porque a la empresa le fueran muy mal las cosas, si bien evidentemente su volumen de negocio bajó con la pandemia (aunque en el batiburrillo imperante todo se mezcla para confundir al personal, evidentemente no es lo mismo). Tan solo se trataba de reducir los costes para mantener o mejorar los beneficios. No le busquemos tres pies al gato.
De la noche a la mañana, se convirtió en un desempleado más en busca de un puesto de trabajo. Al poco tiempo encontró uno con unas condiciones laborales –salario, jornada de trabajo, movilidad…– durísimas. Pero tenía que aceptarlo, no solo porque la prestación por desempleo era escasa, sino porque necesitaba sentirse útil, y la utilidad para él está asociada al trabajo asalariado. No pudo soportar esas condiciones y, transcurridos unos meses, dejó el empleo.
El hermano de mi amiga es una persona acostumbrada a trabajar duro. Por eso pensó que no le costaría mucho encontrar un nuevo empleo. No pasó mucho tiempo hasta que lo consiguió. Encontró uno que, a primera vista, sin tirar cohetes, mejoraba algunas de las condiciones de su anterior ocupación.
La sorpresa llegó más adelante, una vez incorporado a la nueva rutina laboral, cuando su jefa le comunicó que en esa empresa no había vacaciones. Sí, no me estoy expresando mal, no es que las vacaciones fueran proporcionales al tiempo trabajado y, lógicamente, en esta primera etapa solo dispondría de unos pocos días. No, esa no era la idea. Simplemente, el trabajador carece de ese derecho básico, unas vacaciones retribuidas, que, indudablemente, para ese empresario es un privilegio que merma la rentabilidad de la empresa.
¿Creíamos que nos encontrábamos con el esclavismo sólo en los libros de historia, o en los países más pobres y atrasados localizados en el Sur, o en las series que, desde que irrumpió la pandemia, se han convertido en el eje de nuestro ocio? Pues nos equivocamos, la esclavitud –démosle el nombre que nos dé la gana, este no es un juego retórico– nos acompaña, aquí, en el Estado español, en una de las economías más ricas de la Unión Europea, en una de las que más crece su Producto Interior Bruto.
En este caso, se trata de una pequeña empresa, que cuenta con unos pocos esclavos –perdón, empleados–, que se está recuperando de la crisis, cuya facturación está mejorando y que forma parte de un colectivo empresarial –las PYMES– que con frecuencia ensalzamos frente a los grandes conglomerados.
¿Se trata de un comportamiento aislado? Imposible saberlo, pues no hay evidencia empírica al respecto –al menos, yo no dispongo de ella; sería bueno que los sindicatos recopilaran de manera sistemática información sobre esta y otras prácticas depredadoras y que el gobierno de izquierdas las persiguiera sin contemplaciones.
Una tarta más grande ¿para todos y todas?
Pero la información relativa a este «estudio de caso» resulta muy inquietante, porque, muy posiblemente, no estemos ante un episodio aislado. También sabemos que en los últimos años las empresas –pequeñas, medianas y grandes– han obligado a sus trabajadores a realizar horas extraordinarias no pagadas o que han sido remuneradas al precio de hora ordinaria, o que, simplemente, han acudido a la prolongación de la jornada laboral y a la intensificación de los ritmos de trabajo. Tenemos igualmente información de que, tanto en periodos de auge como de crisis, los salarios de la mayor parte de los trabajadores han tendido a estancarse o a crecer menos que la productividad laboral.
Todo vale, pues lo importante, proclaman quienes están instalados en el discurso oficial (claramente preponderante), es que la economía crezca, que aumente la riqueza, pues todos –trabajadores, empresarios y ciudadanía– nos beneficiaremos de una tarta más grande. Si la evidencia empírica apunta claramente en otra dirección… ¡peor para los datos!
Con esta milonga se ha situado la creación de empleo como el objetivo a conseguir, sin reparar en la calidad del mismo. Como si ambas cosas, cantidad y calidad, estuvieran asociadas. ¡Mentira! Hay que exigir decencia, derechos, democracia y transparencia, y hay que hacerlo desde ahora mismo, porque las personas, l@s trabajador@es, la vida están, deben estar, en el centro de todo.