Cultura | Opinión
Sólo puede quedar uno
El Festival de San Sebastián ha decidido unificar los premios a mejor actriz y mejor actor. ¿Es, como se ha dicho, una medida que favorece la igualdad y la diversidad?
El Festival de San Sebastián ha decidido fusionar sus premios al mejor actor y a la mejor actriz. A partir de ahora se premiará “la mejor interpretación” al margen del sexo o del género al que se adscriban sus protagonistas. El Zinemaldia sigue así la estela del Festival de Berlín y deja de distinguir entre hombres y mujeres a la hora de entregar su Concha de Plata. Sólo habrá un premio (en contrapartida, se crea una nueva categoría: la de mejor interpretación de reparto), porque de lo que se trata, según afirmó el director del certamen, José Luis Rebordinos, es de “de distinguir entre malas o buenas actuaciones”.
Esta decisión ayuda al “reconocimiento expreso de que el sexo puede existir pero que el género es una construcción política”, explicó Rebordinos. La medida, insisten desde la organización, persigue la igualdad. Desde algunos medios se ha aplaudido una decisión que consideran un ejemplo de “diversidad”. El camino elegido para esa igualdad y esa diversidad no es premiar a un hombre y a una mujer sino dejar a uno de ellos sin premio.
“No sé si estamos acertando o no. Hemos hecho lo que creíamos que debíamos hacer”, ha dicho Rebordinos, quien piensa que así se contribuye al sano “debate que se está dando en el movimiento feminista”, pero que no cierra la puerta a revertir esta medida “dentro de dos o tres años” si el tiempo constata que se ha hecho más mal que bien.
¿Por qué hay que elegir?
A menudo se nos presenta la opción de elegir como un ejemplo de libertad. La verdad es que casi nunca es así. Por desgracia, lo normal es elegir la menos mala de dos posibilidades perjudiciales. Así funciona el clásico “lo tomas o lo dejas” de las entrevistas de trabajo. Nos obligan a elegir entre la explotación y la inanición. Y no faltan quienes, por interés, disfrazan de libertad lo que en realidad es una extorsión. También hay ejemplos, ajenos a las perversas dinámicas del mercado, que son incluso más dramáticos. A veces las únicas opciones disponibles son, por ejemplo, amputar o morir. Por suerte, no todas las elecciones tienen este tinte fatalista. Los premios de cine están entre ellas. Son una fiesta que empieza en las nominaciones, con pronósticos y quinielas, y que termina en votaciones democráticas y gala humorístico-musical. Los premios (que en el fondo son una chorrada y no aportan nada a la consideración artística de ganadores o perdedores) molan.
Quienes lean estas líneas serán a buen seguro amantes del séptimo arte. Les proponemos un juego. Adaptemos las nuevas normas del Festival de San Sebastián a los Oscar de Hollywood. Tienen ustedes que decidir quién se lleva el premio, el hombre o la mujer, porque los dos no pueden ser.
Elijamos, por ejemplo, el año 1972. Tienen ustedes que optar entre darle el premio a Marlon Brando por El padrino o a Liza Minnelli por Cabaret, los galardonados de ese año. Sólo puede quedar uno. Es una elección en la que está en juego nada menos que la igualdad. Se premia la mejor interpretación, al margen del sexo del o de la comediante. Uno (o una) se lleva a casa la estatuilla como reconocimiento a su extraordinario trabajo y el otro (o la otra) nada. No merece nada.
Podrán ustedes argumentar que 1972 es un año singular y que la elección, en este caso, es especialmente difícil. Pero no fue el único, ni mucho menos. Si nos fuéramos, por ejemplo, a 1952 tendrían ustedes que optar entre el Humphrey Bogart de La reina de África o la Vivien Leigh de Un tranvía llamado deseo. Dos creaciones geniales. Dos películas maravillosas. Dos premios merecidísimos. Pero sólo puede quedar uno.
¿Sólo uno? ¿Y eso por qué? ¿Así es cómo se defiende la igualdad, restando reconocimientos, apartando a quien merece un premio por su trabajo? ¿Qué aporta a la igualdad sexual o de género que Bogart se quede sin premio? Y lo que resulta todavía más perturbador, ¿qué aportaría a las reivindicaciones feministas que la mujer, Vivien Leigh, se quedara sin él? Y seguimos con las preguntas: ¿de verdad hay que elegir? ¿Por qué arreglar lo que funciona bien?
Es de suponer que en San Sebastián, al final, se impondrá la lógica y que será habitual que el premio a la mejor interpretación acabe siendo ex aequo, a un hombre y a una mujer. Ese día, inevitablemente, llegará. De otra forma se podría desvirtuar el premio dejando en segundo plano la calidad de la interpretación para pasar a ser una decisión política: “¿A quién le toca este año? ¿A un hombre o a una mujer?”. Entonces nos preguntaremos con qué objeto se cambiaron las categorías.
¿Cuotas o meritocracia?
José Luis Rebordinos admitió en una entrevista en la Cadena SER que es consciente de la “contradicción absoluta” que supone defender una cuota de mujeres para el jurado del certamen y eliminarlas nominalmente del palmarés. Si de lo que se trata es de calificar unas películas deberían contar más los conocimientos cinematográficos que el sexo (o el género) de quien ejerce esa labor, ¿no? Pues no.
La meritocracia es un concepto inventado por hombres acomodados que han tenido acceso, en razón del poder adquisitivo de sus padres, a una formación académica superior a la media. No puede imponerse en ningún proceso de selección porque eso significaría recortar las oportunidades de gente muy válida que no puede acreditar su capacidad por título o por currículum. Sin techo de cristal ni barreras económicas ni prejuicios raciales o religiosos es muy fácil hablar de meritocracia.
Si fuera sólo por conocimientos, el jurado de cualquier festival de cine debería estar compuesto principalmente por críticos de cine (y no lo están, gracias a Dios). Lo que nos da pie a abrir otro melón que afecta directamente a la prensa: ¿por qué la inmensa mayoría de periodistas que ejercen la crítica de cine son hombres? ¿Por qué lo eran hace 40 años y lo siguen siendo hoy? ¿Es que las mujeres no saben ver y analizar una película o es que sus opiniones no son respetadas en igual medida?
“Yo no soy partidario de cuotas en nada –afirmó Rebordinos en la citada entrevista–, pero es verdad que en el jurado intentamos tenerlas. ¿Por qué? Pues porque así procuramos, por lo menos, que la mirada sea diversa. Lo mismo que intentamos que haya productores y productoras, actrices y actores, representación de diversas zonas del mundo, también intentamos que en el jurado haya hombres y mujeres”. Y añadió: “En realidad, si fuéramos puros, que no lo somos ni lo seremos nunca, afortunadamente, no tendríamos que tener en cuenta esas cosas”.
Para las mujeres actrices no las tendrán en cuenta a partir de ahora. Ahí sí, el festival de San Sebastián será purísimo.
¿Fluidez o apropiación?
Las pantomimas navideñas son toda una tradición en Inglaterra. Se trata de unos espectáculos teatrales dirigidos al público familiar en el que, habitualmente, hay un cruce de géneros. No de géneros dramáticos sino sexuales, lo que en inglés se llama gender-crossing. En pocas palabras: hombres que interpretan papeles femeninos. Por ejemplo, si se representa el cuento de Hansel y Gretel, el papel de la bruja, en estos espectáculos llenos de música y baile, lo suele interpretar un hombre. Ian McKellen, por ejemplo, adora las pantomimes.
Sería bastante complicado denunciar este tipo de prácticas como una forma de “apropiación cultural”. Se trata básicamente de una fiesta para niños y niñas donde los disfraces tienen una especial importancia y que participa de la saludable transgresión del cabaret.
En el mismo contexto festivo podría enmarcarse una comedia como Paquita Salas, en la que Brays Efe interpreta a una mujer y por la que ganó el premio Feroz al mejor actor de televisión. Una interpretación tronchante a la par que emotiva. Sin duda alguna y hasta el momento, el gran papel de su carrera. Pero, ¿debería haber competido en la categoría femenina? ¿O, precisamente por casos como este, deberían eliminarse las categorías de mejor actor y mejor actriz? ¿No había mujeres que podrían haber interpretado a Paquita Salas con igual solvencia y gracia?
En 1984 Linda Hunt ganó el Oscar a la mejor actriz de reparto por El año que vivimos peligrosamente. Allí interpretaba a un pequeño fotógrafo chino platónicamente enamorado de Mel Gibson en la Indonesia turbulenta del general Suharto. La apropiación cultural es doble: por hombre y por asiático. Incluso triple, si consideramos su velada homosexualidad. A este respecto, Russell T Davies, creador de la serie Queer as folk, cree que los actores heterosexuales no deberían interpretar a personajes homosexuales. Visto así, el trabajo de Peter Finch en Domingo, maldito domingo (1971) pasa de ser una de las interpretaciones más conmovedoras de toda la historia del cine a ser una agresión. Pero no nos desviemos.
Nadie, pero literalmente nadie, conocía a Linda Hunt cuando se estrenó El año que vivimos peligrosamente. Así que el público poco avisado creyó, unánimemente, que se trataba de un hombre. ¿En qué categoría debería inscribirse su Oscar? ¿En lo que finge ser –que es la base de su trabajo– o en lo que ella es en realidad?
Por seguir con el juego antes planteado, de haber una sola categoría la desconocida Linda Hunt tendría que haber competido por el Oscar contra una superestrella, el Jack Nicholson de La fuerza del cariño. Y uno de los dos no se haría acreedor del premio. Los dos no. Sólo uno. Y así, negando uno de los premios, al parecer, todo será más justo.
¿Y si fulanito se tira por un puente…?
Como argumento para defender la eliminación de uno de los premios a la mejor interpretación protagonista se ha dicho desde la dirección del festival de San Sebastián que en la Berlinale ya lo hacen así. No parece un argumento de fuste. Aunque metódicos y productivos, los alemanes también se equivocan. No hace falta recurrir a la historia para constatarlo.
Tras darse a conocer la postura berlinesa, Tilda Swinton y Cate Blanchett se mostraron a favor de la eliminación del género en los premios de interpretación. Sus razones, a simple vista, parecen enrevesadas, incoherentes, frívolas e incluso hasta un poco acomplejadas.
Swinton alega que “la vida es demasiado corta” para perder el tiempo con estos temas y que dar un solo premio a la mejor interpretación será algo “inevitable” porque la forma antigua de premiar a un hombre y a una mujer por separado es algo “pasado de moda”. Blanchett, por su parte, impugna el lenguaje inclusivo para razonar su postura. En inglés, la palabra actress “ha tenido casi siempre un sentido peyorativo”, explica la australiana, así que ella prefiere el término actor y reclama para ella “el mismo espacio”.
En Francia ocurre lo contrario: cuando los grandes señoros de la cultura ven escrita la palabra écrivaine en vez de écrivain echan espumarajos por la boca. Aquí, la postura de Blanchett equivaldría a que Meritxell Batet agradeciera a la ultraderecha que la llame presidente porque eso de presidenta es poco serio.
Dicho esto, no podemos olvidar que hay muchos más papeles para hombres que para mujeres, con lo que esa supuesta igualdad a la hora de optar a un premio sencillamente no existe. Swinton y Blanchett, como las glamurosas estrellas que son, han olvidado su carácter de excepción: ellas son unas privilegiadas en un medio en el que las mujeres, al cumplir los 40 años, dejan de tener papeles protagonistas.
Según los directores de la Berlinale, Mariette Rissenbeek y Carlo Chatrian, “no separar los premios en función del sexo constituye una señal para una toma de conciencia más sensible de las problemáticas relacionadas con el género en nuestra industria cinematográfica”. Leída la frase varias veces, de principio a fin y del fin al principio, no se encuentra la razón esencial de por qué dar un premio es más justo que dar dos. Ni de por qué dar dos significa una agresión para alguien. Ni por qué premiar, por ejemplo, a una mujer por su trabajo es perjudicial para alcanzar la meta de la igualdad real y efectiva. Sería como decir: “Nena, este año te quedas sin premio. Vamos a premiar al chico y deberías agradecerlo porque es por tu bien. Las mujeres habéis estado explotadas e invisibilizadas toda la vida, así que ya es hora de que eso cambie… largándote de aquí. Se acabaron las diferencias. Ahora ya somos iguales”.
Argumentan los jefes de la Berlinale que al igual que no se da un premio al mejor director y otro a la mejor directora, tampoco deberían darse al mejor actor y a la mejor actriz. Lo que también podría traducirse como: “Hay muy pocas mujeres directoras, no merece la pena hacer un premio exclusivo para ellas. Así que lo mejor es que, dependiendo del año, no se premie tampoco a las mujeres actrices. A lo mejor no lo entendéis, pero lo mejor para vosotras es eliminar el único escaparate fijo de vuestro trabajo”.
Para que todo el mundo lo comprenda: debería haber muchas más mujeres optando, primero, a los trabajos técnicos del cine y, después, a los premios derivados de ese trabajo. Escribir un guión o dirigir una película, huelga decirlo, puede hacerlo igual de bien un hombre o una mujer. Otra cosa muy diferente es creer que el papel de Escarlata O’Hara lo podría haber interpretado Clark Glable y que esa particularidad no habría cambiado sustancialmente nada en Lo que el viento se llevó. Esto, que a priori podría parecer una astracanada, no lo es: se hizo durante siglos en el mundo del teatro. ¿Ha llegado el momento de volver a echar a las mujeres del escenario?
Pero vayamos al verdadero centro de este problema, al elefante de esta habitación: el debido respeto y la total consideración que se debe demostrar a los y las intérpretes trans y no binarios que sienten que no encajan en ninguna categoría. Por ejemplo Kate Dillon, de la serie Billions, se declara “no binaria” y a favor de la eliminación de los premios por sexo. ¿Habría para Dillon otra forma de afrontar este dilema? Es difícil decirlo.
Al igual que las coproducciones aspirantes al Oscar a la mejor película internacional eligen el país por el que quieren competir, los y las intérpretes, quizás, deberían poder hacerlo en razón de su identidad de género. Y algún no-binario, quién sabe, hasta podría ejercer su objeción de conciencia, rechazar esa elección y sentirse igualmente bien representado en cualquiera de las categorías en la que le incluyan, ya que las dos le afectan.
Pero por ir acabando, en resumen: el único premio específico para mujeres que se daba todos los años ya no se dará todos los años. ¿Es esa una medida progresista? ¿Esa eliminación era absolutamente necesaria? ¿Reservar un solo premio para las mujeres constituía una aberración insostenible? ¿Hay que ver esta desaparición (se supone que intermitente) como un avance? Y si los ganadores son hombres, pongamos por caso, durante 10 años consecutivos, ¿eso es positivo, en el fondo, para reivindicar el papel de las mujeres en la sociedad?
Las dudas que el propio Rebordinos confiesa tener no son sólo legítimas, son inevitables. Suele pasar cuando uno sospecha que ha metido la pata.
Para mi el propio concepto del premio está desfasado. Es decir, que todos compitan y solo uno o una gane el premio; igual si hay uno solo o se da el premio masculino y femenino.
Creo que debería darse más peso al público y permitir que el premio se lo lleven una, dos o más personas, según se repartan los votos. Mi opinión es que así serían más justos los premios y no tendrían un carácter tan competitivo, además de no ser tan marcada la idea de género -si es que quremos acabar con ella. Habría anos que se repartiría entre hombre/s y mujer/es y otros en los que se premiaría solo a hombres o solo a mujeres. Con ello también se acabarían incluyendo, sin irritar, todo tipo de orientaciones sexuales.
Pienso que entre lo anterior y lo que se propone, hay soluciones más satisfactorias.
Salud
¿Debería haber un premio a la mejor directora y otro al mejor director, en lugar de un premio a la mejor dirección?