Opinión
Apuntes sobre atención, privilegio y carne
"El anuncio online de la muerte de un ser querido tiene el mismo límite de caracteres que la queja pública sobre una compañía aérea. Nuestra atención deliberada tiene también un límite".
Tengo rachas en las que me duele el brazo izquierdo. No voy al médico porque mucho misterio no hay. No es un infarto. Es el móvil. Con ese brazo lo sujeto antes de dormir en los periodos en los que el teléfono le gana la batalla de la atención a los cuatro libros que, por ejemplo, ahora tengo empezados. La pantalla les roba tiempo aunque todos me están nutriendo más, en el fondo, que lo que suele mostrarme esta. Contenido que me incita demasiado a menudo a una indignación estéril –ante injusticias más o menos lejanas– o una pena desorientada –ante un desasosiego de personas que siento cercanas que no acabo de saber cómo puedo suavizar–. A ambas cosas en mayor medida que a experimentar un acompañamiento real.
Uno de esos libros saboteados es Atención radical (Alpha Decay, 2021), de Julia Bell. Un ensayo que brilla más cuanto más se aleja de reclamar apagar el móvil, siquiera desactivar las notificaciones, como solución a nuestros cerebros-freidora. Seamos honestos: ninguna red va de lo que publicas, sino de cómo eso se recibe. Estaríamos hablando, si no, de una bitácora privada y no de un continuum más cercano a publicar una novela o un disco varias veces a la semana. A los nueve años, me regalaron un diario que rellené durante aproximadamente tres meses y que volví a abrir hace poco: en la mitad de las páginas se lee “hoy no me ha pasado nada importante”. Pienso qué escribiría hoy en uno. Cuántas cosas importantes.
Al curador o curadora de una exposición se le paga. Es un trabajo cuyas labores se describen también con la palabra comisario, comisaria. Ambos verbos, cuidar y comisariar, evocan a las esferas del cuidado y de la vigilancia. Ninguna en realidad con horarios si las arrancamos de puertas hacia fuera de un museo, donde habitan la vida y la máquina: pasado el primero, presente la segunda y promesa de futuro la última. La máquina fija su marco. El anuncio online de la muerte de un ser querido tiene el mismo límite de caracteres que la queja pública sobre una compañía aérea. Nuestra atención deliberada tiene también un límite. El negocio del marketing, una maleza de lemas tipo “la regla de los 3, 8 o 15 segundos” para raptar nuestros sentidos, lo sabe bien. También nuestro círculo afectivo preguntándose si estamos pasando sus audios de WhatsApp a 1,5x. El hit como listón para un llegar que no implica necesariamente estar. Lo agradable mirado por encima del hombro por lo increíble.
Un mundo sin internet sería probablemente peor. Nada seduce menos, ningún anticonceptivo más eficaz para el progreso social que un púlpito apocalíptico. Las redes son la única posibilidad que tiene mucha gente para ser escuchada, leída, recibida, puede que hasta aceptada. No un pasatiempo, sino ventana al mundo, válvula de escape de duras situaciones emocionales o materiales, paraguas contra las nubes negras de la soledad –una de cada cuatro personas vive sola en este país, es un dato que no quiero olvidar–.
Escribo desde cierto privilegio (¿debería ser casi un derecho?) de compañía, comprensión y amor si digo que para mí no son refugio. Cada vez veo a más gente racionar la pantalla de un modo que comparto en su atractivo: sin lecciones morales pero con la determinación de quien deserta de una guerra. Con la fortaleza de quien disuelve su ego, la de quien sigue pensando esa batalla porque su no participación, su no presencia, no significa automáticamente que aquella no exista y sabe que la paz no es un compartimento estanco.
En su película de hace casi cuarenta años, Videodrome, David Cronenberg grita por boca de uno de sus personajes “¡Muerte a Videodromo, larga vida a La Nueva Carne!” tras recibir la indicación de que para esa “nueva carne” se debe literalmente matar “la vieja”. La euforia de la fusión definitiva de cuerpo y máquina. En realidad una victoria de la segunda sobre la primera verbalizada con soberbia indiferente al Machado de las dos españas que habían de helarnos el corazón: la que muere y la que bosteza. Cualquier avance tecnológico que se piense liberado del lastre humano evidencia sus límites. Podemos ir a la Luna pero una vez allí seguir comportándonos como cretinos.
Lo que pone a los datos en movimiento es carne. Piel. La pantalla de nuestro teléfono, como recuerda Julia Bell, no reacciona a guantes y siquiera a uñas, sino a la electricidad que nuestro cuerpo, la yema de nuestros dedos casi siempre, es capaz de conducir. Son los mismos dedos que más de una vez hemos sentido escroleando –cuestión de tiempo que la RAE lo admita– con vida propia. Tras ese tacto lo que puede haber (lo que muchas veces hay) es plena disponibilidad, sensación de culpabilidad por haber vuelto a caer en el juego y progresiva sincronía con un algoritmo que, lejos de ser agua, tierra, fuego o aire, es la creación de una minoría de hombres ricos blancos. Es decir, algo político.
Me contaba días atrás Bob Pop que el deseo ajeno te hace corpóreo. Es decir, que en cierta manera te hace verdad. Los humanos escribimos más que en ningún otro momento histórico. Muchos anhelos y preocupaciones que articulamos de manera más o menos sofisticada están sujetos a necesidades físicas. Abrigo en el frío. Refresco en la transpiración. Alimento para calmar el rugido interno. Dinero para descansar. Calma para acompañar. Si cada camino tiene sentidos de ida y vuelta, también tiene, con suerte, señales. Puede que una de estas, tan tonta como un hombro sobrecargado de sujetar el móvil, sea una pista de que por ahí no es.
«Las redes son la única posibilidad que tiene mucha gente para ser escuchada, leída, recibida, puede que hasta aceptada.»
Si esto es cierto, que vida tan triste