Opinión

Bob Pop, brillo y verdad

Ignacio Pato escribe sobre 'Maricón Perdido', la serie que Bob Pop ha creado a partir de su propia experiencia de vida: "La alerta puede enseñarte a mirar, pero el mérito de contarlo bien es tuyo".

Bob Pop. TNT

Conseguir “un Lladró a partir de una palada de mierda”. Así define Bob Pop parte del objetivo que se marcó cuando empezó a abordar la construcción de Maricón Perdido, la serie que ha creado a partir de su propia experiencia de vida y que se estrena hoy. Tan su serie como el fruto del trabajo de un equipo —el ojo en el casting con los actores Gabriel Sánchez y Carlos González, la exhibición de Candela Peña, el oficio de Miguel Rellán, Carlos Bardem y Willy Toledo, la luz que irradia Alba Flores o la complicidad en el proceso con Berto Romero— que ha funcionado, como diría el propio personaje de Candela, de fábula.

Asocio esas figuritas de porcelana de Lladró de las que habla Bob, en particular las de perros o damas lánguidas, a las mismas coordenadas temporales que los ceniceros cuadrados de cristal, el gotelé, el timbrazo del comercial del Círculo de Lectores, las teles con culo o la industria del chicle. Al contrario que a todas esas cosas, sin embargo, parece que a la firma no le van mal las cosas. Su último lanzamiento es una Reina Amidala de Star Wars que vale 3.000 euros. Pero si nos ponemos relativos, no le va tan bien como cuando en los noventa la empresa tenía tienda en el Rodeo Drive de Beverly Hills, compró un edificio de ocho plantas en la Quinta Avenida de Nueva York y se planteaba construir una especie de Disneylandia propia en Tavernes, València. Al parecer las imitaciones y falsificaciones le han recortado bastante mercado. Entendería que sus ejecutivos más veteranos añoren el pasado. 

A Bob Pop y Maricón Perdido no les pasa. Cualquier tiempo anterior no fue necesariamente mejor. En todo caso la cuestión es desde dónde y en qué posición se puede sentir nostalgia. No he vivido y por tanto no imagino en toda su violencia cómo es crecer, aprender a vivir, con la sospecha de que te pueden hacer daño en cualquier momento. Uno real, físico, del que impacta contra la piel o la corta, del que coagula o vierte sangre. Ese que algunas voces cínicas nunca considerarán suficientemente material por muy material que sea un cuerpo.

Pero violencia también es la potencial destrucción, paulatina, de la propia estima y existencia. La desorientación como norma en cuanto a tu lugar en el mundo. El saqueo sistemático de tus puntos en el carnet de la confianza que tienes en los demás. La soledad que impone presentir que nadie se va a acercar a ti con una noble intención. “¿Y si me preguntas de qué tengo miedo, qué hago, me lo callo, como hago con todas las cosas importantes?”, le dice el Roberto adolescente a su abuelo.

Roberto, que cuando dicen su nombre en una consulta médica, la madre responde: “Yo”. Un borrado de identidad, ahora que se habla tanto de borrados y de identidad por parte de quien pronuncia la palabra certeza cuando está pensando en dominación. Ese arresto emocional tiene límites invisibles para quien lo sufre. Doble castigo, pues quien construye cotidianamente esos barrotes, un sistema heteropatriarcal y capitalista, y sus beneficiarios, no aceptarán su existencia en juicio alguno. Si casi ni lo hicieron los nazis en Núremberg.

Estas heridas son las que pensamos que no dejan marca solo porque no la vemos. Pero vaya si la dejan, vaya si muchas de las personas que tenemos alrededor lo están, presentes, a costa de peajes, vaya si algunas de esas vidas son altruistas con todo en contra para serlo

Pasarlo mal no es una medalla y sí una cabronada. El dolor es horrible. No te hace mejor persona. Como poco, te obliga a perder un tiempo valioso, potencialmente constructivo, enfrascado en la cura de heridas o disimulando cicatrices. Tiremos abajo, como la estatua de dictador que un poco es, ese mantra de la sociedad del sufrimiento.

Bob lo hace de manera generosa y esperanzadora. “Para mí, la bondad es el mayor signo de inteligencia. Siempre se nos ha vendido que los malos eran muy listos, muy listos, muy listos, pero creo que si para algo sirve la bondad es para poderla proporcionar y para saberla recibir sin miedo”, me decía estos días.

Marta Sanz defiende que hay que romper con el mito de que tener ideales te va a perjudicar. Belén Gopegui escribió en El comité la noche que la heroicidad, cuando te la imponen, es una mierda. Recordé que juntos, Bob y Belén, mantuvieron una conversación en la que consensúan una pequeña utopía que firmo ya: que hacer el bien sea más cómodo, rápido, fácil y rentable que lo contrario.

La alerta puede enseñarte a mirar, pero el mérito de contarlo bien es tuyo. Uno aprende mecanismos de ficción para exponer la verdad. Llamarle magia al trabajo es abaratarlo un poco, si fuera así llegaríamos todos a nuestros puestos media hora antes de salir. La escritura, como reivindica Bob, es un acto físico. Se escribe también con el cuerpo. Es un proceso material que contradice radicalmente la renuncia forzada al brillo propio solo porque esta deja en evidencia a la oscuridad ajena, honda, frágil y cobarde. Una construcción consciente frente al ser anulado, que frena los pasos hacia el abismo de validar que no mereces que te pase nada bueno y, que si ocurre, debe ser un sueño. Un pellizco que resume mejor Bob, por boca de uno de sus personajes, con apenas tres palabras: “Somos de verdad”.

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Comentarios
  1. Bob tiene la bondad reflejada en su cara.
    Sin duda que tiene que ser más que inteligente. El sufrimiento a muchxs nos endurece, pero él en lugar de endurecerse ha sabido sacar lo mejor del ser humano: la comprensión y la fortaleza.

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