Opinión
La callada por respuesta
“Un día empiezan a gritarte: “¡Hablemos de esto! ¿Por qué no se habla de esto?”. Pero tú sabes que es mentira, que mucha gente habló muchas veces de esto y de aquello, y que se dieron contra el muro”.
En las últimas semanas he asistido a un curso titulado Formes de trencar el silenci, impartido por Berta Gómez y Eudald Espluga, en el que repasan la obra de Audre Lorde, Adrienne Rich, Sara Ahmed, Simone Weil, Kate Millett y otras autoras para explicar cómo, cuándo y por qué rompieron sus silencios (o aprendieron a habitarlos); cuáles eran comunes y cuáles propios; y las consecuencias personales y políticas que esa ruptura tuvo en sus vidas y en las de muchas otras.
El caso es que empecé a pensar en otro tipo de silencios: no en los que ocultan, invisibilizan o reprimen, sino en los que enuncian, en el silencio como respuesta. En el silencio-castigo, por ejemplo. Ese mutismo disciplinario que consiste en torturar a alguien retirándole la palabra y la mirada, dejando que adivine qué horrible cosa hizo esta vez para merecer tu desprecio, hasta que se quiebre como una rama cargada de nieve y entone el mea culpa por Dios sabe qué. Por todo, no vaya a ser.
Pienso también en el silencio-tedio, en esa tristísima cena con Sita en la que “no hubo palabras para llenar de conversación el tiempo”. Pero al día siguiente, ella hablaba animadamente con una amiga. “Sita tiene tanto que decir y yo la miro y me deleito en su vitalidad. Pero esa vitalidad no es para mí”, escribe Kate Millet. Ya no.
Hay un silencio virtual que consiste en la no interacción, en ignorar activamente a alguien para hacer notar tu ausencia. Cada foto es una ventana de oportunidad, una invitación al contacto desperdiciada. Ya no mira tus stories, ya no cotizas en el mercado de su atención. En realidad sí, pero quiere hacerse de rogar.
Hay un silencio sordo, un muro con el que te chocas cuando reunes el valor para deshacer tus nudos y el otro, a cambio, permanece impasible. Lo que logras decir es tan pequeño –piensas después– que no resiste un viaje hasta otro tímpano. La cosa es que un día empiezan a gritarte: “¡Hablemos de esto! ¿Por qué no se habla de esto?”. Pero tú sabes que es mentira, que mucha gente habló muchas veces de esto y de aquello, y que se dieron contra el muro. Hablaron del comer, de los abusos, de los impuestos, de las familias. Lo hicieron desde la experiencia y el desgarro, y obtuvieron la callada por respuesta.
Y después de una, dos, tres calladas se te ocurre que la violencia es el único lenguaje que entiende el muro. “Ah, pero si usas la violencia pierdes la razón”, dirán. Y así, cuando reciban un mensaje a la fuerza, podrán desecharlo alegando defectos de forma. “No llegó por los cauces correctos, por esos que no escuchamos”. La violencia es intolerable si viene de abajo, quieren decir. Porque cuando se ejerce desde arriba es una expresión necesaria del orden.
“Como los métodos constitucionales han sido ignorados, rompemos ventanas”, escribían las sufragistas inglesas en las piedras que lanzaban para hacerse escuchar. Por aquellos años se produjo también la huelga de La Canadiense en Barcelona, un paro que, como todo el mundo sabe, consiguió la jornada laboral de ocho horas al grito de “por favor” y “gracias”. La violencia para conjurar silencios también se ejerce contra una misma, como en ese poema que dice algunos días / golpes / muchos golpes ante la incapacidad / del lenguaje para llegar / de boca a oreja.
Otros días el silencio es torrente de palabras en dirección distinta al fuego, dispersando a presión a quienes huyen de él. “Porque usted dónde estaba y cómo vestía. Y por qué no dijo nada, o lo dijo tan bajito, o lo dijo tan a gritos que la tomamos por loca”.
Cómo vestía, dónde estaba, qué símbolos fascistas hacía con la mano…
Lo importante es tener una excusa para odiar, para promover el odio y para hablar de libertad y tolerancia, palabras en las que nadie cree. Lo que sea con tal de que los pederastas tengan derechos políticos. Lo que sea por la democracia.