Opinión

Un octavo con dos terrazas

"Al final, el objetivo siempre es desvivirse para trabajar todo el día para otros y así conseguir un poco para los nuestros".

Varias grúas de construcción. ÁLVARO MINGUITO

Recuerdo, desde la distancia, con cariño y un poco de melancolía, las vistas desde la terraza del piso de mis abuelos. Bloques y más bloques de pisos a dos alturas, iguales todos ellos como una colmena de ladrillo blanco y toldos verdes. Veinte, cuarenta, ochenta bloques. Iguales. Cuando compraron el piso, en los 70, allí no había nada más, solo este barrio, ciudad, dormitorio, por el que pasaba una camioneta que los llevaba a la ciudad. Y fueron viendo cómo se construía la ciudad alrededor, esa ciudad que en realidad son muchas, pero que si se mira desde arriba solo es una, muy grande, y a veces inhóspita. Una ciudad inmensa de la que ellos solo conocen esa colmena de ladrillos que fue su hogar hasta que tuvieron que abandonarlo.

Primero levantaron las casas bajas en lo que antes era la cañada real, por donde ellos aún recuerdan cómo pasaban las ovejas; luego vinieron más bloques de pisos –esta vez más diversos–, la M-50, el hospital que se inauguró precipitadamente para rédito electoralista, el metro… Yo esto lo sé porque me lo contaron. En mis recuerdos, realmente, todo estaba ya ahí, aunque las grúas aún hoy sigan construyendo.

Cuando lo compraron, les dieron el que había, el que quedaba, pero vivir en un octavo con dos terrazas, una a cada lado, es en cierta forma un privilegio. A ver, entiéndanme, privilegio… Desde una terraza se ven los bloques de pisos iguales, desde la otra una jauría de construcciones de diversas formas que se ha ido extendiendo en el tiempo. Se ven los aviones volar bajo, el humo de las fábricas casi en el horizonte, y por las noches un mar de luces tintinear. Todo.

En Nochevieja, el cielo es un mar de fuego y colores. En verano, se escuchan los gritos de los niños en la plaza por las noches y por las mañanas –es cierto que cada vez menos– al tapicero. Es un privilegio. Bueno, entiéndanme, privilegio… Que son las horas extra que mi abuelo echaba en la lavandería, cuando se iba a encender las máquinas antes de que saliera el sol y no se marchaba hasta que estuvieran frías. Solo, si eso, a comer el plato que mi abuela le calentaba cuando le veía llegar al portal desde esa misma terraza.

Y son también los suelos ajenos que mi abuela fregó cuando llegaron a Madrid, que no fueron pocos. Horas de currar para comprarse un octavo de apenas setenta metros cuadrados, y ahorrar para los que vinimos, nunca para ellos. Para darnos los lujos que ellos no quisieron y para que no sepamos de miserias, de sus miserias. Aunque no quieran ver que para nosotras el único lujo es tenerles a ellos. Que el privilegio realmente es mío, que los privilegios son los míos.

Un poco antes de que cambiaran el piso por una residencia, estaba fregando el suelo de su cocina –por primera vez en casi 30 años–, mientras me preguntaba si otras abuelas o madres también han fregado suelos de rodillas, trapo con lejía en mano y a frotar, a pesar de tener fregona, o si solo es la mía, que está convencida de que es la única forma de que quede limpio. Ella, que dice que no quiere cocinar porque ya ha cocinado bastante en su vida, pero se desvive cada vez que su nieta viene a visitarla y su forma de desvivirse es cocinar y limpiar, que es de lo que ella sabe. Y que a pesar de todo ha seguido cocinando todos los días. Sin un solo reproche. Con las mismas manos duras, callosas, arrugadas, con olor a ajo y vida, que me acariciaban de pequeña para que me durmiese.

Pienso en su piso, en su colmena, y pienso en mi no hogar, en el constante estado en movimiento en el que me encuentro desde que entré en edad de trabajar, en el sentir que no perteneces a ningún lado, a pesar del privilegio –y eso sí que es un privilegio– de poder escoger dónde quieres pertenecer.

Cada vez que ellos me preguntan por qué no trabajo más cerca, les digo que allí, en Madrid, no podría trabajar; les miento descaradamente porque ellos saben bien lo que es buscarse la vida y, ¿cómo les justifico yo que en vez de lavar ropa y fregar suelos me dedico a hablar con gente, observar la vida y tomar apuntes para luego contar historias? Lo suyo era esencial; lo mío, prescindible. Así lo ven ellos, aunque no lo digan, y en cierta forma así es, aunque sigamos soñando que vamos a cambiar el mundo. Y para ser tan prescindible estoy en la otra punta del mundo haciéndolo, y ellos tan lejos.

“Pues el hijo de la Julia trabaja en este Telepizza”, me dicen los dos, por separado, de paseo una mañana. Y yo sigo repitiéndoles que tengo que trabajar fuera de España, a pesar de que se me caen las lágrimas en la soledad de su terraza mientras maldigo en silencio a quien nos metió en la cabeza que había que aspirar a más, que queremos los premios y los reconocimientos. La palmadita en la espalda de nuestros jefes y, sobre todo, de la sociedad. Que lo que hacían ellos tiene mérito, pero queremos más, que para eso hemos estudiado y escribimos sin faltas de ortografía.

“No trabajes mucho”, me dicen cada vez que hablo con ellos. ¡Cómo si ellos en algún momento hubieran dejado de hacerlo! Ellos, que trabajaron para que el resto pudiéramos vivir mejor. O vivir a secas. Y aquí estoy yo en la otra parte del mundo haciendo lo prescindible. Pero en el fondo, ni lo suyo eran formas ni lo mío son maneras. Al final, el objetivo siempre es desvivirse para trabajar todo el día para otros y así conseguir un poco para los nuestros. Aquí o a miles de kilómetros de distancia. En una terraza de un octavo o en un piso en la otra parte del mundo al que te niegas a llamarle hogar.

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