Opinión
Apagones, apagoncitos, apagonazos
"A lo que vamos. El caso es que ese día se había parado por un lado Internet, y por otro yo. Y por lo visto no había pasado nada".
Me enteré por las noticias, cuando puse la radio para acompañarme mientras preparaba la comida. Que por lo visto, hacía un ratito, se había quedado parado medio Internet. El colapso de una pieza del engranaje que hace que la información se mueva por el mundo había hecho fallar a cientos de medios de comunicación, redes sociales, almacenamientos en la nube, servicios de todo tipo. Spotify, The New York Times, Amazon, Vimeo, las carpetas donde guardas no se qué: parados todos por la caída de algo hasta entonces desconocido llamado Fastly –llamado, pues, Rápidamente, por si no nos queda claro–.
Me quedé atrapada en la historia un rato, como siempre con las cosas que nos ponen en un lugar a medio camino entre la realidad y lo que hemos visto en las películas. “Esto suena a temporada extra del podcast aquel”, bromeé con la gata, pensando casi, casi, si no sería una estrategia de promoción a lo George Orwell.
Me acordé también de un amigo que –mucho antes de que las distopías se volviesen el género cultural predilecto de la época– disfrutaba mucho de contar su hipótesis de que el día menos pensado llegaría la “bomba eléctrica”: un colapso que nos sumiría en una situación apocalíptica por la vía de dejar en off todos nuestros aparatos. No es que él estuviera acumulando latas en la despensa por si llegaba la ocasión, sino más bien que resultaba muy entretenido y fértil para las conversaciones lo de pensar qué tal nos iría la vida a cada quien en semejante escenario, teniendo que valérnoslas con nuestro cuerpo y sus habilidades. (Spoiler: mal, nos iría mal, con pocos matices).
En realidad, lo verdaderamente raro es que me enterase del “Apocalipsis digital de una hora” por las noticias. Porque yo siempre estoy conectada. Es realmente poco esperable que de una situación así no me dé cuenta a base de darle al botón de refrescar página en los uno, dos, siete segundos extra que tarde en abrírseme en el navegador algo a lo que esté intentando acceder ansiosamente.
Pero es que justo me pilló también en mi pequeño apagón personal. Uno de esos días en los que te ves obligada –si tienes la suerte de poder hacerlo– a parar un momento para recargar la batería a media mañana porque has medido regular lo de llevarte al límite. Igual se te ha ido de las manos el estar viva o su contrario: te has pasado con el trabajo, con las emociones, con las copas, con el Twitter, con las horas sin dormir, con lo que sea. En cualquier caso, te has pasado de revoluciones. Has forzado la intensidad, la aguja ha hecho fium, y tú has hecho plof.
No ayuda este junio. Me decía una amiga: “Si es que yo digo que qué necesidad tan grande tengo de que lleguen las vacaciones, pero la verdad es que no siento que pueda ni incorporarme a las vacaciones”. Junio de finales, junio de informes, junio de exámenes, junio de que para todo vas tarde, junio de cierres, junio de lo no hecho saludando con la manita como el fantasma de la primavera en la que descansaste un poco. Junio en el que vas tarde para todo. ¡Junio al que a veces siente una que ni ha llegado, que en realidad sigue de cuerpo y alma en marzo, por favor! “Yo de mayor / voy a ser cazador de relojes / sin más por pura venganza”, que dice un poema de Rubén d’Areñes.
Pero a lo que vamos. El caso es que ese día se había parado por un lado Internet, y por otro yo. Y por lo visto no había pasado nada.
Un apagoncito apenas.
Un avisito.
Según fuimos entendiendo, esta especie de hackeo planetario al estrés de junio tuvo que ver con una de esas piezas que hacen funcionar sin que lo sepamos las grandes maquinarias. CDN se llaman, pero no bailan: son las Redes de Distribución de Contenidos. Un sistema de servidores dispersos por el mundo que permiten que todo nos llegue tan deprisa como nuestro insano modo de vida requiere (porque, sí, la información virtual ocupa un lugar muy físico, y tiene sus consecuencias sobre el mundo de la materia). Fastly, haciendo honor a su nombre, nos ancla cerca de casa el contenido para que no tengamos que esperar ni un segundo de más para ver si ya nos han puesto el like que estamos esperando.
Hay cosas que solo conocemos cuando fallan.
Yo que soy muy de imaginarme la ciencia como duendecillos que van de un lado a otro resolviéndolos asuntos, tenía la metáfora a mano: igual estaban de bajón, como yo. Pero me temo que, más allá de eso, hay muchas madres del cordero en esta historia: la inmensa dependencia que el sistema entero tiene respecto a determinadas empresas, los pies de barro sobre los que se asientan las economías, las manos ajenas en las que hemos puesto la infraestructura de nuestra cotidianeidad.
Y, por otro lado: ¿nos acordamos aún de que venimos, de hecho, de un apagonazo? Se suponía que íbamos a haber entendido, aprendido algo, cuando el bichillo aquel nos obligó a parar, ¿nos acordamos? Y de lo minúsculo a lo gigante, en el año del destino juguetón estuvo también el barco que casi lo para todo cuando se quedó varado. De metáforas vamos de maravilla, la verdad, pero parece que nos cuesta tomar nota. El engranaje es el que es y no se puede –fastly, fastly, rapidito– parar la liga, ni el turismo, ni esa bestia productiva que nos habita a cada cual en el corazón.
Pero sería conveniente no olvidar tampoco que para mantener todo eso prendido hay también mucha luz apagada. En este rebosar de metáforas que nos traen los días, la misma factura de la electricidad nos lo viene contando: atenúa la tuya para que otros puedan seguir a todo vatio. Y se va apagando así la pantallita de lo posible en las vidas de quienes más arrinconados se ven por este modo de montar las cosas, y apagándosenos también el piloto de energía en el centro del cuerpo a cada cual.
Es un lugar común lo de que a veces nos hace falta que pase algo muy grave para ser capaces de cambiar la perspectiva respecto a lo que nos importa. Una luz cegadora, un disparo de nieve, ya sabéis: una enfermedad, una desgracia. Pero mirad, me voy a acoger a lo mil veces repetido porque igual mil no bastan. Y porque es que yo no quiero que me pase. No tengo ganas de ese día en el que llega la bomba eléctrica o nos hacen catacrac los CDN que llevamos por dentro.
Y aun así, por ejemplo, mira. Aquí estoy ahora mismo acabando este artículo aceleradísima. Sin saber ya si confiar en que un fallo en los servidores me dé la excusa para entregar mañana, o si ser yo la que se entregue sin más demora al miedo a la muerte. Con lo que eso tiene siempre, cuando llega y lo acogemos, de ir corriendo hacia la poesía, o hacia la amistad, o hacia el bar de abajo, o hacia lo que tenga que ser.
Simplificar es de sabios; pues a la vista está que somos muy poco sabios, nos apuntamos entusiasmados a las últimas tecnologías pero estamos en pañales en sabiduría. Hemos permitido que los «vivos» (¡es el capitalismo, estúpido!) organicen nuestras vidas para su provecho, mejor dicho, hemos permitido que nos las compliquen hasta hacernos difícil, a veces muy difícil, nuestra existencia.
Hemos hecho dejación de nuestros derechos y de nuestras obligaciones; pero ya
la vida nos irá dando lecciones en forma de batacazos para que despabilemos.
«Surcamos los cielos como pájaros y los mares como peces; pero no hemos aprendido a vivir con sencillez y a convivir en armonía y cooperación» (M.T.King)