Opinión
Banderas de nuestros padres
"El mundo del siglo XX no volverá. Nunca. Rindamos homenaje a las banderas de nuestros padres y tejamos las de nuestros hijos", escribe Jorge Dioni.
Los análisis sobre la evolución política de los últimos cuarenta años suelen olvidar una cuestión: hubo una guerra. Se llamó fría y es un caso interesante, ya que el adjetivo hace que se olvide el sustantivo. Hubo una guerra dispersa (Grecia, Corea, Vietnam, Indonesia, Malasia, Chile, Nicaragua, Angola, Zaire, El Salvador, Argentina, Bolivia, etc.) entre dos modelos, algo que la une a un hilo en el que están las Médicas, las Púnicas o la de los Treinta años. La extensión temporal y espacial hace que perdamos de vista que hubo una guerra y, por tanto, hubo ganadores y perdedores. Las tropas de Milton Friedman entraron en Moscú y saquearon la plaza como las de Alarico en Roma. Francis Fukuyama confundió los fastos de la celebración con el fin de la historia. No se trata de decir si eso fue bueno o malo; lo interesante es que sucedió.
En la guerra, Europa era fundamental para el bloque liderado por Estados Unidos. Era la zona clave del tablero por su influencia en el resto del mundo y una pieza delicada, ya que no se podían poner en práctica de forma abierta mecanismos de contención basados en la represión y el uso activo de la violencia, como sí podía hacer el bloque liderado por la URSS. Los derechos humanos también eran parte del juego. Era posible una Red Gladio que alentara el terrorismo, pero no se podía provocar un golpe de estado en Holanda ni una guerra civil en Austria. Mucho menos, en Alemania o Francia. La solución fue el clásico tributo, la entrega de bienes para captar voluntades. La descontextualización de por qué se creó el estado del bienestar o el derecho de asilo provoca las sorpresas posteriores, ya que suele atribuirse a cuestiones morales o de lógica histórica. Fue una solución concreta a un problema concreto. Finalizado el problema, la solución decae.
Parte de la izquierda, los partidos de origen reformista, trató de estar en el bando ganador y se unió al nuevo modelo con la llamada tercera vía, el socioliberalismo: privatizaciones, desregulación y estado asistencial. La otra parte, los partidos revolucionarios, fue la más afectada por esa derrota. La mayoría de organizaciones decayeron. Las nuevas formaciones del espectro a la izquierda del socioliberalismo buscaron otros caminos que, en general, recogían las ideas planteadas en el 68. Probablemente, fue por propia supervivencia, ya que el conflicto capital-trabajo parecía superado. Quizá, se intuía que no era así, pero no se veía con claridad. La sindicación parecía innecesaria. Luis López Carrasco ha tenido un merecido éxito explicándonos nuestra propia historia. Quizá, era el momento oportuno. Ahora podemos entender lo que sucedió.
En 2008, llegó el shock. En unos sitios más que en otros, claro. Tras doce años en los que había pasta para todo, llegó la ola. Tres años después, cuando ya había barrido a mucha gente, se convocaron manifestaciones. En ellas, había pancartas donde se leía: no somos mercancía en manos de políticos y banqueros. El mensaje llegaba tarde. El modelo que había ganado en 1989-1991 incluía la conversión de todo en mercancía, tal y como habían experimentado los soviéticos esos años. Claro que somos mercancía. Lo que estaba en discusión era solo el precio. La gente protestaba porque comenzaba a ser bajo. Lógico. Ya se ha dicho: finalizado el problema, la solución decae.
Es interesante leer los testimonios que recoge Svetlana Alexievich en El fin del homo sovieticus: «El capitalismo se nos echó encima. Mis noventa rublos se convirtieron en diez dólares y con ellos no había quien viviera. Abandonamos nuestras cocinas y salimos a la calle para descubrir que nuestras ideas no valían un céntimo». «De repente apareció gente muy distinta, jóvenes que lucían americanas color carmesí y sortijas de oro, y establecieron nuevas reglas de juego: si tienes dinero eres alguien; si no lo tienes, no eres nadie. ¿A quién le importaba que hubieras leído todo Hegel? La palabra literato sonaba como el diagnóstico de una enfermedad». «Los seguidores de Krishna montaban una cocina de campaña los fines de semana en el parque al lado de casa y repartían sopa y algo sencillo como segundo plato. Ver la fila de ancianos de apariencia sofisticada que se formaba cada vez te encogía el corazón. Algunos ocultaban sus rostros». «Cuanto más se hablaba de libertad, cuanto más escribíamos la palabra, más rápido desaparecían de los escaparates de los comercios el queso y la carne, la sal y el azúcar. Hasta que quedaron vacíos. Era terrible. Se restituyeron los talones de racionamiento, como en tiempos de la guerra. La abuela fue quien nos salvó, pasándose jornadas enteras pateando la ciudad para canjear los talones por comida».
Son experiencias comunes a muchos lugares del mundo. El capitalismo funciona en oleadas basadas en las innovaciones técnicas, como la que estamos viviendo. Cada una de ellas provoca no solo cambios en la estructura económica, sino la destrucción rápida y violenta de las instituciones básicas de la comunidad arrasada. En el caso de la revolución del XVIII, fueron las del Antiguo Régimen: los gremios, el comercio limitado, los bienes comunales o la economía de la casa, la familia extensa. Se introduce la distribución forzada de tierras, el libre comercio, la propiedad privada o la calificación como mercancía de la mano de obra. La individualización del trabajo hace que cada uno busque su propia riqueza e identidad, con lo que se destruye la comunidad. No se trata de decir si eso fue bueno o malo; lo interesante es que sucedió.
La introducción del nuevo modelo provocó conflictos por todo el mundo que, en cada lugar, adoptaron una formulación diferente. Las élites desplazadas, como la Iglesia Católica o el shogunato, fueron las encargadas de liderar la revuelta de los sectores desposeídos gracias a su capacidad de influencia y su estructura logística. También, gracias a su enorme capacidad industrial para trabajar un material abundante y dúctil: la nostalgia.
Regresemos a los testimonios de Alexievich: «Odio a Gorbachov porque me robó la Patria. Conservo mi pasaporte soviético como el mayor de mis tesoros. Sí, es cierto que nos tirábamos horas haciendo cola para comprar pollos azulados y patatas podridas, pero teníamos una patria. Y yo la amaba». Tras leer el libro, se entiende perfectamente la victoria de Vladimir Putin: reconstruyó instituciones sociales, como el orgullo colectivo que se recoge en el segundo testimonio. Es algo clave y, para comprobarlo, sólo hay que acercase al laboratorio en pruebas de la identidad: el deporte. Muchas veces, al final de la nostalgia, hay un Vladimir Putin o los ultrassur.
El mundo del siglo XX no volverá. Nunca. La estabilidad europea era fruto de un conflicto que ya no existe y tampoco hay organizaciones capaces de movilizar de forma continuada, salvo coagulaciones ante situaciones concretas.
Probablemente, el primer paso será reconocer la derrota y aceptar que el modelo nos gustó mientras nos puso un precio aceptable y dejó de gustarnos cuando consideró que éramos prescindibles. Las mercancías son perecederas. El segundo será volver al punto de partida: trabajo frente a capital, redistribución frente a acumulación. Material (salario, horario, vivienda, servicios, etc.) y simbólica (derechos y representatividad). Pensar que hay un conflicto es una trampa, como también pensar que el objetivo es la mera representatividad o ejercer de portavoz. El proyecto político de la izquierda es ofrecer a todo el mundo la mayor cantidad de recursos posibles para desarrollar su proyecto de vida. Segmentar esos grupos es otra trampa y muy vieja, pero es lógico que el capital global desee una resistencia local que sea inútil, como toda nostalgia. Los esfuerzos vanos conducen a la melancolía. El mundo del siglo XX no volverá. Nunca. Rindamos homenaje a las banderas de nuestros padres y tejamos las de nuestros hijos.
Buen artículo; ójala que llegara al rebaño.
Siempre hay guerras frías o «calientes».
Si hubiera orden, claridad, serenidad, el sistema de ratas depredadoras y asesinas no tendría nada a hacer. Su negocio florece en el caos que siembran, en el miedo, en los nervios, en el desorden.
Ahora misma hay una guerra, para mí bien palpable, energética; de energías enfermas y negativas.
Siempre llegamos tarde, cuando despertamos de la «ilusión» ya es demasiado tarde.
Desde el «There Is No Alternative» de los mayordomos mayores de la dictadura capitalista Thatcher/Reagan, para atrás y de derrota en derrota. Aún a día de hoy me pregunto porqué la llamada izquierda capituló o se dejó convencer, ¿tan débiles eran sus convicciones o tal vez no tenía nada hacer ante una sociedad que prefiere consumir, acumular, antes que ser persona y vivir, los cuatro días que estamos aquí, constructivamente, con filosofía, valores, equilibrada, colaborando con su especie.
Ay, la iglesia católica una élite desplazada, ya me gustaría.
Eterna aliada de los poderosos, del capital, aunque predica la pobreza, sean dictadores o asesinos. Hasta Bergoglio parece ser que cooperó con la dictadura de Videla.
Menos mal que está desplazada pués aún así le regalamos cada año once mil millones de euros y mantenemos y reparamos el patrimonio que ha robado al pueblo.
Ahí la tienes en la judicatura, ahí la tienes mangoneando en la enseñanza, en el gobierno, sin que gobierno alguno ose pararle los piés y ponerla en su sitio.
Mueve el voto de millones de creyentes, aunque no practiquen, y les «recomienda» que voten al partido que se lo permite todo.
Más que a Gorbachov, que pretendía establecer algunas necesarias reformas creo yo que habría que odiar a Yeltsin, traidor y ebrio de vino y de afán de protagonismo.
La caridad empieza por uno mismo. Creo que se debe atender a la tierra donde has nacido o con la que te sientes identificada; pero no por ello desentenderte del resto del mundo ni mucho menos. El soberanismo de izquierdas con los nacionalismos de derechas son diametralmente opuestos.