Opinión

La familia y otras dificultades

Laura Casielles reflexiona sobre el debate en torno al discurso de Ana Iris Simón: "Esto va de cómo seremos capaces de vivir".

Pies de bebé. THORSTENF / Licencia CC0

A ver, pues claro que el debate que se ha despertado estos días al hilo de la intervención de la escritora Ana Iris Simón ante Pedro Sánchez levanta polvaredas –digo despertado porque lo que es estar ahí, lleva estando ahí mucho tiempo; y digo el nombre de Ana Iris con algo de pudor y aprovechando para mandarle un saludito, que tiene que estar un poco hasta el moño–. Si es que es la madre del cordero. ¡La familia, nada menos! O, diría yo por ampliar un poco el marco: la cuestión de cómo queremos vivir nuestras vidas, y si podemos o no hacerlo en el mundo en que estamos, y qué necesitamos exigirle a la política para que la respuesta a la anterior pregunta sea sí. 

Nada menos que la cuestión de cómo se conjugan nuestros deseos individuales y los proyectos colectivos de sociedad. La cuestión de cómo la política consiste en dar respuestas a eso, en el sentido de las ideas y también en el sentido de las condiciones materiales. La cuestión de cómo nuestra relación con la política demasiado a menudo consiste, a su vez, en adherirnos a esas respuestas y convertirlas en identitarias, hasta el punto de no ver ya las preguntas.

La cuestión del miedo que tenemos, también. La cuestión del cansancio y la soledad que sentimos a veces. La cuestión del paso del tiempo, de las puertas que se cierran, de la angustia que nos da. 

Como para no levantar polvareda.

Dicho esto, está claro que a veces conviene que, de pronto, algo se ponga en el centro de maneras un poco torticeras. Lo que ha pasado estos días es, tomándole prestado el adjetivo a una amiga, una desmesura. Hay un libro: uno entre los muchos publicados recientemente en los que mujeres jóvenes de diferentes procedencias y trayectorias cuentan lo suyo, en este progresivo crecimiento de la sección de autoficción en nuestros estantes. Como pasa eso de que cuando una escribe un libro de repente parece que se convierte en una persona legitimada para hablar de cualquier cosa, la tesis de ese libro se convierte en un discurso que se lleva ante el presidente del Gobierno. Y, a partir del vídeo del discurso, se desata un debate twittero que no sé a vosotros, pero a mí me ha tenido sumida en la confusión y hasta el agobio buena parte de la semana. Por su violencia y por la energía que nos consume siempre este empeño que parece tener alguna gente de fosilizar la realidad en bloques antagónicos. 

A veces, en la polvareda cuesta distinguir qué son deseos personales, qué son justificaciones racionales de esos deseos, qué son propuestas políticas, qué son revuelos mediáticos, qué son campañas de promoción, qué son guerras de otra gente que se sirven de nuestras cuitas como ariete para sus cosas. Pero más nos vale conseguirlo, porque esto va de cómo seremos capaces de vivir. Por eso entro yo también al trapo de este debate que lleva en el aire mucho tiempo, aunque su detonante haya sido un poquito raro y un mucho desagradable. 

Hay algunas cosas en las que creo que estamos de acuerdo, y no conviene discutir como si no lo estuviéramos –ni tampoco explicárselas a los de enfrente como si no fueran obvias, o como si fueran medio bobos–. Que las condiciones materiales de nuestra generación son malas. Que una característica particular del sentido en que son malas en este tiempo concreto es la incertidumbre, la volatilidad, la imposibilidad de hacer proyectos. Que esto hay que arreglarlo, pero ya. Creo que también estamos bastante de acuerdo en lo de respetar las opciones de vida de los demás: no habría que discutir tampoco como si tuviésemos enfrente a gente que tiene por agenda el retroceso de derechos y libertades, porque no parece verdad –esos son otros, los verdaderos enemigos–.

A partir de aquí hay un montón de cosas en las que no, no estamos de acuerdo. Y, como escribía Elizabeth Duval, esto nos da una estupenda ocasión para hablarlas. Pero como no encontremos cómo, nos puede salir el tiro por la culata muchísimo. 

Arrojarnos palabras gruesas los unos a los otros no solo es muy desagradable: además, cierra el campo de lo posible. Las categorías se fijan rapidísimo, y en cuanto se han establecido algo así como los bandos de una discusión, permea con gran eficacia la sensación de que esas son las únicas formas en las que cabe pensarlo. Pero que algo genere una conexión masiva y fácil no significa que lo haga de una manera unívoca, que no haya aguas revueltas por debajo. Y que sea eficaz optar por ello tampoco quiere decir que tengamos que renunciar a hacernos cargo de esa complejidad e intentar desentrañarla.

Estoy convencida de que el debate que se ha abierto estos días es muy necesario, y que para mucha gente hacerlo en términos de su deseo de formar una familia es intuitivo, o importante, o funcional. A mí, sin embargo, me ocurre que lo de poner el deseo de formar una familia en el centro de la discusión me da bastante yuyu. No por un prurito de izquierda, sino porque sé lo que le hace el mandato socialmente omnipresente de la familia a mi cabeza y a mi libertad. 

Sé cómo me lleva hacia un tipo muy determinado de relaciones afectivas, y cómo me dificulta averiguar cuál es mi deseo. Sé cómo me sitúa en un modo de priorizar que siempre arrincona otras cosas. Sé que también a veces he pensado en esa posibilidad en términos de resistencia a un mundo difícil, y sé que a veces eso ha sido verdad y otras veces un modo de paliar el desasosiego que siento cuando me veo jugando a las casitas o de justificar decisiones que a mí misma no me convencen.

Esto es solo lo que me pasa a mí. Lo cuento por lo que pueda tener de compartido o por lo que, no compartiéndose, pueda servirle a alguien para entender cómo se ve desde otro punto de vista. No pretendo que sea algo ni generacional, ni generalizable.

Sé que en eso de construir una familia se puede encontrar mucho amor, mucha alegría, mucho crecimiento, si se llega a ello por las vías adecuadas. Sé que es el deseo o la realidad de mucha gente a la que tengo cerca, y quiero que puedan cumplirlo de una manera que no dañe a nadie –y en particular a las mujeres–. Pero diría que tanto a esas personas como a mí, nos viene mejor cuando las cosas se plantean en términos de soberanía personal –que no de individualismo–. Es decir: cuando se piensa en cómo dar a todas las personas las mejores condiciones para que puedan tomar el camino que quieran; cuando se fomenta que se puedan generar comunidades sin estructuras fijadas de antemano

Porque lo que tienen las formas tradicionales de organizarse es que llevan a cuestas una mochila de siglos. Generan inercias de las que no es fácil escapar. Deseos de los que no es fácil escapar, incluso: y que están repletos de contradicciones. Claro que se esos modelos se pueden renovar. Claro que se pueden resignificar. Claro que es necesario hacerlo; entre otras cosas, porque claro que funcionan, y que dan cobijo. Pero aunque la buena vieja rueda siempre siga funcionando, es pensar fuera de la caja lo que nos permite alzar el vuelo.

Y eso no tiene nada que ver con no sé qué milonga de la posmodernidad. Poder relacionarnos como nos dé la gana es algo profundamente material: tiene que ver con la educación, y con el urbanismo, y con los modos de consumo, y con la forma en que se organiza el trabajo y se regula el alquiler y el transporte público y las restricciones pandémicas y lo que sea que queramos nombrar. El viaje es de ida y vuelta, por supuesto, y también cambiar el modo de relacionarnos y estructurar nuestro mundo común tiene potencia para cambiar cada una de esas cosas.

Por lo demás, es falaz que los modelos tradicionales de organización social estén perseguidos. Sí, es difícil un proyecto de familia sin dinero, o imposible. Pero es que sin dinero es difícil o imposible cualquier cosa: también vivir sola, o en comunidades alternativas, o como sea. 

Todos tenemos que vérnoslas como podemos con la nostalgia, como explica deliciosamente Santiago Alba Rico. Y más cuando en el presente hace frío y el futuro amenaza tormenta. Cuando nos roban lo que creíamos tener, volviéndolo deseable por su mera ausencia. Vale. Pero está también aquello que dejó dicho María Zambrano: “Si la historia es algo más que una serie de catástrofes, hay que aprender a soñar”.

Poder elegir en libertad requiere de poder pensar, imaginar, qué mundo queremos. Aprender a soñar. No está escrito en piedra que tengamos que desear lo prescrito, como apuntó lúcidamente Anna Pacheco en unos pocos tweets. Y me parece terrible, además de falsa, la idea de que defender eso es defender un proyecto político de minorías, autorreferencial y sin voluntad de ganar a grande. Me niego. Eso es como decir que el común de las personas no tiene derecho o capacidad de pensar y elegir fuera de lo heredado; y negar así la genealogía de los puntos más lúcidos y potentes de la historia de las luchas que han transformado el mundo –y hasta nuestra memoria más reciente–.

Si queremos dar este debate, el eje no tiene por qué ser una dicotomía que también suponga una herencia con todo su peso. También puede tener que ver con eso de “aprender a soñar”. Aunque, para eso, va a hacer falta despejar toda esta polvareda que no para de metérsenos en los ojos. 

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