Cultura

‘Gunda’: todos (esos cerditos) eran mis hijos

El director ruso Victor Kossakovsky ha conseguido cambiar los hábitos alimenticios de una buena parte de su público con un delicado documental sobre animales de granja.

Fotograma del documental ‘Gunda’. SANT & USANT/V. KOSSAKOVSKY/EGIL H. LARSEN

El cerdo no es un animal sucio. Durante milenios ha cargado con la fama de ser un bicho abominable e inmundo. En el plano religioso, se le afeaba su pretendida tendencia al canibalismo, a la coprofagia y a revolcarse en sus propios excrementos. Nada de esto es verdad, como puede observarse en Gunda, el documental de Victor Kossakovsky. Gunda es el nombre de la cerda protagonista y sus lechoncitos, como es natural, hacen sus necesidades en el exterior, antes de entrar a su refugio.

Hay razones fisiológicas para que el cerdo tenga inclinación por las charcas y el fango: no tiene glándulas sudoríparas. Por eso, para protegerse del calor, necesita revolcarse en esos elementos, y prefiere hacerlo, como explica Marvin Harris en Bueno para comer (Alianza, 1989), en «un lodazal limpio y fresco que en uno contaminado con heces y orina». Y aquí llegamos al quid de la cuestión: «Cuando la temperatura supera los 30ºC, un cerdo privado de lodazales limpios comenzará, desesperado, a revolcarse en sus propios excrementos y orines con el fin de evitar la insolación». Y eso es precisamente lo que ocurre en las megagranjas de la ganadería industrial.

Con el canibalismo y la coprofagia sucede lo mismo: sólo recurre a esos extremos cuando está enloquecido por el hambre y sometido a la tortura del encajonamiento, sin posibilidad de salir al exterior para buscar nueces o raíces. Un comportamiento, pues, bastante humano, como ya sabemos.

El documental de Kossakovsky ha logrado cambiar los hábitos alimenticios de muchos espectadores y espectadoras sin recurrir a ese tipo de imágenes perturbadoras. Vegano radical, el director ruso apela antes a la empatía con los animales que a la violencia explícita. Incluso si estos no llevan una vida lastimosa, comer animales es inmoral, viene a decir.

«El cine real sirve para mostrarte algo que nunca has visto», explicaba Kossakovsky a su paso por el festival DocsBarcelona. «Y por eso la gente, en mi opinión, come carne todos los días sin pensar en ello. Tienen un perro en casa pero no creen que la vaca, el pollo y el cerdo también puedan tener emociones». En esa misma línea se expresó el productor del documental, Joaquin Phoenix, cuando recogió su Oscar por Joker. «Nos creemos con el derecho de inseminar artificialmente a una vaca y a robarle su bebé, a pesar de que sus gritos de angustia son inconfundibles. Y después ponemos su leche en nuestro café y nuestros cereales», dijo en un discurso que Patricia Simón, en un certero artículo, calificó como «revolucionario».

Las tres especies retratadas en Gunda (cerdos, vacas y gallinas) constituyen la materia prima principal de la industria cárnica. No vemos su maquinaria. No vemos la sangre. Pero está ahí. Llegamos a ella por otros caminos, a través de la identificación emocional con los animales. Este poema fílmico, sin diálogo ni música, rodado en un esplendoroso blanco y negro, no humaniza a las bestias sino al contrario: animaliza a los humanos que lo ven, en el sentido más noble y puro del verbo. Y realizada ya esa conexión es cuando Kossakovsky devasta a su auditorio.

Ahí es cuando Gunda recurre a lo que José Ovejero llamaba La ética de la crueldad (Anagrama, 2012). Lo hace de forma incruenta, sí, pero implacable. El larguísimo plano secuencia con el que cierra la película es, a la vez, un momento desgarrador y un prodigio cinematográfico. Kossakovsky no es un director sádico; es un director cruel. Y necesario, por supuesto. La reducción del consumo de carne es una necesidad planetaria que no se le escapa a nadie.

Ovejero decía que lo que hace el escritor cruel es «disipar la niebla que esconde la realidad a nuestros ojos». Nos pondrá frente a un espejo, incidirá «en aspectos desagradables de la realidad, en experiencias dolorosas, confrontará al lector con situaciones con las que quizá preferiría no ser confrontado». Y de ese dolor surgirá una lección moral. Todo eso está en Gunda.

Por qué ‘Gunda’ es una lección de cine

Contaba Billy Wilder que la mayor lección que recibió de su maestro Ernst Lubitsch fue: «No le des al espectador un 4. Dale 2+2 y te adorará siempre». Por eso se decía de Lubitsch que era capaz de ser más picante con una puerta cerrada que otros con una bragueta abierta. La enseñanza vale para todas las artes narrativas: la obviedad es una ordinariez.

Ni siquiera en los momentos más dramáticos de Gunda enseña Kossakovsky todas sus cartas. Pero no llega a ese cine excepcional a través de la sofisticación. No hace de la narración un ocurrente juego de sumas. Lo que hace es servir su relato en crudo, aparentemente sin cocinar, y dejar al espectador que vaya construyendo la historia.

Así, en un momento del documental vemos a un grupo de gallinas salir de su jaula. Suspicaces y cautelosas, se mueven muy lentamente por los campos aledaños. ¿Qué hacen? ¿Adónde van? ¿Con qué objeto? No lo sabemos. Kossakovsky nos llevará tras ellas, de la mano, para descubrir sus propósitos y darle coherencia a la escena. Y de repente, lo que inicialmente parecía ser cine contemplativo (ese del que Woody Allen decía que era como «ver crecer la hierba»), se convierte en narración: son gallinas exploradoras. Están reconociendo el terreno, avanzando por terra ignota en busca de los límites físicos del recinto. A la expedición se suma hasta una gallina coja. Sólo la valla metálica podrá detener su avance. Así es como Kossakovsky hace un remake, en clave de cinéma vérité, de esa obra maestra llamada Chicken Run: Evasión en la granja (Peter Lord y Nick Park, 2000).

A las vacas las fotografiará como animales majestuosos, totémicos, casi mitológicos. Y contagiará su entusiasmo a la audiencia siguiéndolas en su galope jubiloso. Al aire libre, lejos de la nave en la que estaban encerradas, estos pacientes animales entran en ebullición. Corren, saltan, juegan. Son vacas locas… de alegría. Y entendemos por qué sin necesidad de palabras ni de subrayados musicales. Ahí radica la maestría de Kossakovsky.

Pero el hilo principal de la trama (trama elemental pero trama, al fin y al cabo) son los cerdos. Con ellos consigue que los espectadores creemos un vínculo especial. Tampoco es raro: el cerdo es un animal sensible, de una extremada inteligencia, y su código genético es tan parecido al de los seres humanos (a ese respecto sólo los monos están más cerca de nosotros) que esa es la razón por la que se utilizan habitualmente en experimentos médicos. Conectar con ellos en el plano emocional no es difícil. Encontrar a su protagonista tampoco lo fue para su director.

«Yo estaba buscando cerdos y al llegar a la primera granja la misma Gunda se acercó a verme. Y era tan amigable, tan emotiva y tan expresiva con sus ojos… Me estaba transmitiendo emociones con sus ojos. Así que, para mí, obviamente era ella. No necesitamos buscar más», cuenta Kossakovsky.

Seguiremos a Gunda en el crecimiento de sus lechoncitos. Sufriremos cuando se exponen al peligro. Veremos cómo les da de mamar. Cómo los empuja a salir al exterior. Cómo les enseña a buscar alimento. Y esa piara de cochinillos revoltosos se convertirá también en algo cercano, algo nuestro, y lo hará de una forma muy primaria, sin necesidad de que hablen, como sí ocurría con Babe, el cerdito valiente (Chris Noonan, 1995), otra obra maestra por cierto. Llegados a ese punto de identificación, ¿cómo te los vas a comer?

Kossakovsky tiene un mensaje: no comas carne. Y es clarísimo sin necesidad de ser literal. Lo que tiene que ser un artista, vaya. Las explicaciones las reserva para la prensa, y en ellas es tan diáfano como con la cámara: «Antes de dominar el planeta necesitamos respetar el planeta. Y entonces entenderemos que no debemos dominar el planeta porque todo lo que nos rodea tiene inteligencia y emociones, tiene el derecho a estar aquí, tiene el derecho a ser feliz».

‘Gunda’ se estrena en cines el viernes 28 de mayo.

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