I. La playa y la frontera
El tiro de cámara desde la garita militar es el encuadre perfecto. Recoge todas las capas de cebolla que incluye la política migratoria europea: el Mar Mediterráneo como obstáculo natural, las vallas metálicas convertidas en muros de alta tecnología dividiendo Norte y Sur, la Europa y el África políticos: la frontera más desigual del mundo; soldados, policías, guardias civiles, tanques, gases lacrimógenos, poniendo cuerpo, silueta, olor a eso que siempre decimos de ‘militarización de nuestras fronteras’ y que, normalmente, no puede verse porque son fragatas en alta mar, dispositivos de alta tecnología como radares, oficiales pululando por pueblillos de Mauritania o Senegal.
Tras el primer enrejado, una playa, a la que los ministros de Exteriores llaman en sus acuerdos bilaterales territorio neutral, a la que el exministro Jorge Fernández Díaz dio poderes sobrenaturales al considerarlo un inaudito tipo de territorio flotante que se mueve según convenga para ambas partes y que a ojos de cualquier persona con un mínimo de humanidad se convierte en un pozo de angustia al comprobar cómo los desarrapados del mundo agitan los brazos entre sus aguas para ver si así sus vidas tienen alguna oportunidad.
Un centenar de metros más allá –apenas un centímetro si ese trampantojo que es la profundidad de campo pudiera medirse–, la valla marroquí, sus agentes invisibles, el terraplén de piedras por el que bajan puntitos negros que son personas no dando crédito a que lo impensable esté pasando, dando los últimos pasos antes de meterse, sin nada más que sus vidas o las de sus hijos, en este nuevo Mar Rojo, que no hay Moisés que abra, pero que por unos días deja –casi– de ser fosa para ser puente para el éxodo.
Un éxodo que fuentes militares estiman en más de 8.000 personas, aunque solo sea una cifra aproximada porque durante los dos primeros días, el flujo humano se convirtió en un torrente de hombres y algunas mujeres subsaharianas, de familias marroquíes con bebés y críos a la espalda y, sobre todo, de miles de adolescentes y niños marroquíes que han convertido Ceuta en la ciudad de la pandilla de Peter Pan: sus calles, parques y plazas son un continuo deambular de chavales que crecieron sabiendo que si querían que algún día el trabajo les reportase algo más que pan y cebolla, tendrían que llegar al otro lado de ese trazo azul en el que en las jornadas más claras se atisba una línea marrón: son los empleos de albañil, en el campo, de mecánico.
Una línea que pareciera que se puede tocar, como desde aquí pareciera que todos estos actores están colocados estratégicamente en un escenario teatral para contarnos lo que ocurre cuando fracasa eso que desde lo años noventa hemos llamado ‘externalización de fronteras’; eso que, decíamos, significaba que los países ricos, como España, pagaban a sus homólogos pobres para que impidiesen por todos los medios –incluidos aquellos no aceptados en el Derecho de los contratantes– que las personas migrantes llegasen a su territorio.
En una sola foto, en una sola secuencia, las cámaras recogen geopolítica y drama humano como si se tratase de un libro de imbricadas escenas desplegables. Marruecos abrió el libro de Pop-up y todos los elementos aparecieron en sus puestos. Aunque no con la premura que hubiesen esperado los soldaditos de plomo. Toda la vida preparándose para la llegada del enemigo, para impedir la invasión tantas veces anunciada por los cuatro jinetes del Apocalipsis y por el reino alauita, y resulta que cuando llegan, a nado y desarmados, tan hambrientos como acostumbrados al hambre, “nos avisan tarde, mal y no nos dejan actuar”, nos dice uno de los legionarios encargados de poner orden en la frontera.
Hace siete años, a unos compañeros suyos de la Guardia Civil sí les permitieron actuar en este mismo lugar. Dispararon con pelotas de goma un centenar de migrantes que intentaban llegar a nado a la playa. Quince murieron ahogados. También la impunidad en la que se mantiene ese crimen aparece recogido en este primer escenario. Si pudiésemos dibujar en el suelo la escena, como hacía Lars Von Trier en Dogville, su película perteneciente a la trilogía Tierra de oportunidades, tendríamos que trazar también una línea. A un lado, estarían las siluetas de los 15 fallecidos en 2014*. En los próximos días, y del otro lado de la línea, habrá que esbozar la de otros dos ahogados. Las buenas tragedias deben empezar y terminar con la muerte.
El jueves, cuatro días después de que empezasen a llegar miles de personas a Ceuta y de que uno muriese ahogado; tres desde que las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado disparasen gases lacrimógenos contra ellas, aporreasen a algunos cuando intentaban llegar a tierra, les auxiliasen cuando estaban a punto de ahogarse, incluso, les abrazasen cuando se derrumbaban fruto de la angustia y el miedo; dos días desde que el flujo comenzase a disminuir después de que España aprobase una partida de 30 millones de euros para el rey de Marruecos; uno, desde que el líder del partido ultraderechista Vox viniese a la ciudad colonial a pedir una respuesta violenta contra los migrantes… Después de todo eso, el jueves, horas antes de que otro hombre se ahogase intentando llegar a nado a la playa de Tarajal, decenas de novios de la muerte –según nos cuenta uno de ellos– cantaban “Santi, Santi” mientras entrenaban en la base de la Legión. Sus superiores, añade, les ordenaron que recorriesen la ciudad corriendo: “Para que se vea que estamos aquí. Esto es un desmadre. No nos permiten actuar, ha sido una humillación que hayan dejado pasar por delante de nuestras narices a miles de personas, estamos muy desmotivados. Nosotros lo que queremos es actuar”, repite.
«Decenas de novios de la muerte –según nos cuenta uno de ellos– cantaban ‘Santi, Santi’ mientras entrenaban en la base de la Legión»
Las cámaras apuntan, apuntamos ahora, a las decenas de marroquíes que hacen cola en la frontera para volver a su país, mientras también decenas de soldados permanecen subidos y alrededor de los tanques que llevan días flanqueando esta zona. Hace unos minutos, era el cuerpo envuelto en una manta térmica la que ocupaba el grueso de nuestra lente. Siempre todo, especialmente la impunidad, sería peor si no hubiese periodistas. Pero los periodistas también estamos para impedir que, en este caso, los gobiernos nos conviertan en peones del plató de televisión en el que libran su partida de ajedrez.
Marruecos nos necesitaba para multiplicar la potencia icónica de su desafío, España la hackeó poniendo a sus soldados a rescatar como si fuesen Salvamento Marítimo; el rey Mohamed VI recordó así que el Sáhara Occidental, donde pescan nuestros navíos previo pago europeo al reino alauita, no se toca; el presidente Sánchez decidió robarle el relato a la derecha de hombre fuerte y se plantó el mismo martes en Ceuta y Melilla para representar que las dos ciudades coloniales españolas no se cuestionan; Marruecos echó a sus conciudadanos hambrientos desde hace un año por el cierre de la frontera ceutí desafiando también a los discursos que exigen la apertura de fronteras, inaudibles en las redes sociales estos días; España dio un paso más en su máster acelerado en la real politik: ya no solo practica las deportaciones colectivas ilegales según los tratados internacionales –las llamadas devoluciones en caliente– sino que las comete delante de las cámaras, con focos y taquígrafo, contra, a todas luces, niños. Si ‘deportar a niños’ suena aún a película de terror, si aún estas palabras no han sido desgastadas y vaciadas de significado, es porque sigue siendo terrorífico. También esto ha pasado esta semana, también, por tanto, volverá a pasar, y ya ni siquiera llamará tanto la atención. ‘Deportar a niños’ pasará así a no proyectar el horror en nuestras cabezas, sino que sonará a lo mismo que ‘devoluciones en caliente’, a blablabla, a nada.
Cerramos el desplegable, pasamos página, a apenas unos doscientos metros en línea recta. Pero para llegar hasta allí, tenemos que atravesar otros escenarios: bordear el barrio del Príncipe, pasar por la curva desde la que sus vecinos llevan días contemplando el espectáculo, sin necesidad de cámaras, casi con el mismo encuadre. Solo que desde aquí se atisban los montes de Tetuán, donde se esconden durante meses los hombres y mujeres del África subsahariana antes de subirse a una patera. Ahí sufren buena parte de las palizas y vejaciones que emplea contra ellos la policía marroquí siguiendo las directrices marcadas por el dinero con el que se sufraga la llamada ‘externalización de fronteras’. Pescadillas criminales que se van devorando la cola. ¿Cómo explicamos todo esto en una imagen?
II. Las naves
Los polígonos industriales siguen siendo uno de los espacios más masculinizados de la economía productiva. También en Ceuta. Hasta ahora, cuando varias de las naves del polígono de Tarajal han sido reconvertidas por el Gobierno de España en receptáculos para las familias que han llegado a nado estos días y para menores muy claramente menores: para niños que han viajado solos. No hay niñas sin sus padres y madres. Al menos que sepamos.
De nuevo el tiro de cámara: la Policía prohíbe el acceso de los periodistas a las mismas, así que hay que retratarlo desde una calle paralela desde la que se ve a cientos de adultos y niños y niñas sentados en el suelo, envueltos en mantas mientras epis andantes les toman pruebas para separar a los que den positivo por COVID. Cuando me cuelo en la explanada para hablar con los adultos, un Policía me dice que no puedo comunicarme con ellos, que ellos no pueden hablar conmigo. Le explico que estas personas no están presas ni han sido condenadas por ningún delito, por lo que no han perdido la potestad para ejercer, si así lo desean, su derecho a la libertad de expresión; que el haber sido reubicadas a un lugar donde podrán pernoctar bajo un techo no les ha privado de su mayoría de edad para decidir si quieren hablar con la prensa o no. Da igual, como en tantos escenarios donde las autoridades públicas y algunas ONG tienen el poder, a las personas en una situación vulnerable se les arrebata su capacidad de obrar libremente. A veces, incluso, enarbolando un supuesto proteccionismo que tiene tanto de paternalismo y colonialismo que cuesta no interpretarlo como aporofobia.
Durante horas que se convierten en días, los niños y las familias solo pueden esperar sentados en el suelo. Así, la imagen que podemos transmitir de ellos, privados de su derecho a hablar, es el de seres inactivos, al albur de las circunstancias y de las decisiones de otros, cuando han tenido el arrojo necesario para tomar las riendas de sus vidas, lanzarse al mar y bracear en busca de un horizonte, desoyendo así el dictado de sus gobiernos y de la Unión Europea, que les repite una y otra vez que por haber nacido en un país empobrecido han de resignarse al que eso es todo –para ellos–, amigos, y The End.
El jueves, por la tarde, justo después de que retiren el cadáver del nadador con zapatillas deportivas –de ahí a que parezca evidente que es alguien que intentó migrar, aunque aún no se haya confirmado– salta el rumor de que los menores no lo suficientemente menores como para que puedan pasar porque tienen cerca de los 18 años están siendo identificados para ser devueltos a Marruecos por la frontera, ahora que ya vuelve a ser amigo de España, y de que sus agentes vuelven a emplear la porra cuando es necesario.
Se vuelve a engrasar la maquinaria del negocio de la xenofobia, como lo definió afinadamente Claire Rodier, en su libro con el mismo nombre que publicó en 2013. La investigadora de la red Migreroup conceptualizó así lo que estábamos contando, puso palabras a una dinámica, y así nos permitió entender mejor. Eso es lo que hacen las palabras, el periodismo, que carecería de sus pruebas testificales sin las fotografía, sin el vídeo. Pero ¿cómo mostramos desde fuera lo que significa que entre quienes están en estas naves hay un ente superior que se arroga el derecho de silenciarla? Cómo explicamos que esos bultos envueltos en mantas rojas y con miradas perdidas no están protagonizando una huelga de manos caídas, ni saben qué esperan ni qué pueden esperar, porque no solo no tienen derecho a decir lo que quieran decirnos a los periodistas para que lo sepa nuestra sociedad, sino que tampoco ven reconocido su derecho a ser informados sobre qué va a ser de ellos no ya en un futuro inmediato, sino en los próximos días, en los próximos minutos.
En este desplegable, estos peones de la jugada geoestratégica han perdido el valor que les otorgaba que sus vidas estuviesen en juego, que terminasen siendo el cadáver envuelto en la manta plástica térmica dorada, la supercapa que da el poder de hacer visible al invisible al taparlo, al envorverlo, al hacerlo reflectante. Este ya no tiene voz, ya no podemos preguntarle qué opina sobre que haya tenido que morir para pasar al otro lado de la valla. Porque ellos también tienen sus propios análisis políticos sobre la partida que les ha tocado jugar, aunque normalmente se los pidamos a los portavoces blancos de las ONG porque de ellos queremos saber por qué huyen de sus países –miseria, guerras, falta de expectativas–, cuánto miedo han pasado, cuántas vejaciones, qué piensan sus familias, qué esperan encontrar en El Dorado.
Pero en estas naves ni siquiera podemos invitarles a contar lo que nos hace iguales, humanos, para que los “Santi, Santi” no consigan embarrar con su odio todo el el discurso, y al otro lado de la pantalla cada vez más se crean que estos hombres, mujeres y niños son en su mayoría delincuentes, terroristas, ladrones, violadores. Así que les queremos volver a preguntar, qué, cuándo, cómo, dónde y, sobre todo, los porqués, aunque a veces también nosotros, los periodistas, nos preguntemos para qué otra vez, si ya sabemos, si ya saben que sabemos, si, quizás, lo contamos una y otra vez para no pensar en que si sabiéndolo lo seguimos permitiendo; quizás, quién sabe, es que hemos terminado de aceptar que la real politik es verdaderamente la única posible. Por eso seguimos queriendo preguntar, porque en la ventana de posibilidad que abre la respuesta, en el retumbar que abre en el oyente o el lector o la lectora, está la esperanza. Pero ya he visto de cerca a quienes están en las naves, y me obligan a salir sin poder hablar. Al menos hoy no han empleado el comodín del derecho a la intimidad.
De nuevo de vuelta al jueves por la tarde, cuando observamos desde el segundo plató de televisión cómo parece que llevan a niños de una nave a otra, de repente, tres pequeños hacen gripar el sistema solo con sus cuerpecillos: corren por los tejados metálicos de las naves, están huyendo, a grandes zancadas y ¡chás! desaparecen del horizonte. Desde esta distancia, sin un tele, sería incapaz de saber si son guiados por alguna Campanilla.
III. Barrios pobres
Ceuta es muy fea, Ceuta es muy bonita. Es decir, Ceuta es muy pobre, Ceuta es también moderadamente rica. Y las zonas fronterizas suelen ser las más feas, donde crecen los barrios más pobres y donde se mueven las grandes cantidades de dinero que engrosa las cuentas de la gente que viven en los pisos de techos altos de los barrios bonitos del centro.
Así que alrededor del puesto fronterizo de Tarajal, donde se desarrolla la última gran tragedia de prime time, lo que hay son algunos de los barrios más pobres de la Unión Europea, habitados mayoritariamente por población musulmana y con unos servicios públicos muy inferiores en calidad a los de los barrios bien de la ciudad. Calles mal asfaltadas, basura acumulada en los bidones, regueros de aguas sucias mal canalizadas, colegios con aspecto de reformatorio católico irlandés y parques infantiles más parecidos a los descampados de los años 80 en los que se consumían varias generaciones que a un espacio en el que jugar y ser feliz.
Uno de estos barrios es el construido frente al Hospital Universitario de Ceuta, donde recogemos a Menel Bachir Halid. Desde su ventana, esta joven de 25 años, estudiante de Educación Social, contempla el cementerio musulmán, el cruce fronterizo y varias de las banderas palestinas que cuelgan de los balcones de sus vecinos y que se han pintado en los muros de la barriada, tras los últimos ataques de Israel. Ella misma luce la bandera tricolor en un pin en su chaqueta vaquera. Cuando el lunes comenzó esta crisis más cercana, la de Tarajal, montó con otras compañeras de la facultad un grupo de WhastApp para repartir bocadillos y zumos a los niños y adolescentes que habían llegado a su ciudad. Desde entonces, cada tarde recorren en varios coches la ciudad y a su alrededor, en semáforos y esquinas, se van arremolinando manos, piernas, cabezas, que estiran brazos y cogen los paquetes envueltos en papel albal. En más de una ocasión, hombres y mujeres de apellidos españoles-muy españoles les han gritado que se los lleven a su casa o, incluso, que ellas se vuelvan a su país, cuando han nacido en Ceuta e, incluso, sus padres y madres han nacido en la ciudad autónoma
“A raíz de la irrupción hace tres años de partidos de extrema derecha nos hemos dado cuenta de que no era convivencia sino coexistencia lo que había aquí, donde hay cuatro culturas. El pensamiento ya estaba, pero no se atrevían a sacarlo a la luz. Ahora se sienten sostenidos y es como que ha explotado todo. Esta mañana, en el mitin de Abascal ha habido incluso intentos de agredir a una mujer que llevaba hijab. Ella estaba reivindicando que era española, pero ellos no conciben que se pueda ser musulmana y española”, explica mientras a su lado asiente Susana Iñesta, una alicantina que lleva 16 años viviendo aquí.
“Si hubiésemos mantenido esta conversación hace cinco años, te habría hablado sobre las oportunidades de disfrutar de la multiculturalidad que ofrecía esta ciudad. Pero con el auge de la extrema derecha, eso se ha acabado: ahora hay una mayoría que piensa que todo extranjero que llega viene a invadirnos. Y señalar que son personas que buscan una oportunidad es señalarte políticamente”, explica esta periodista deportiva en el paro, a la que muchos conocen en esta ciudad por sus coberturas del fútbol.
Susana tiene una expresión muy gráfica de la situación que se ha vivido en el último año en la zona conocida como Castillejo durante el Protectorado español: “Mucha gente se ha tenido que comer los puños”. Hasta el cierre de Tarajal, más de 60.000 personas lo cruzaban diariamente para buscarse un sustento, la mayoría en la economía sumergida como trabajadoras domésticas, albañiles, camareros… Hubo quienes se quedaron atrapados en Ceuta y, como subraya Susana, fueron acogidos por familias de barrios como el del Príncipe, que abrieron sus hogares o locales. Pero la red de solidaridad se está agotando en la ciudad con el paro juvenil más alto del Estado español: más del 65%, y más de un 20% de la población en general.
Y aun así, muchos de los menores que estos días sobreviven en las calles llevan no solo las bolsas de comida que reparten estas voluntarias o Cáritas, sino también envases con raciones que les entregan en los comercios locales. Los muchachos subrayan que la mayoría del apoyo viene de la población musulmana: “Algunos cristianos nos miran mal”. Aquí, como en Melilla, estos términos para designar a la población siguen vigentes. Y omitirlo solo nos privaría de datos para un mejor entendimiento del contexto, no contribuiría a su desaparición.
En uno de los parques en los que suelen dormir los chavales, aparece Hamza, cargando con una bolsa blanca de plástico en la que traslada la manta en la que se arrebuja por las noches. Es espigado, pero su cara refleja los 14 años que dice tener. Llegó a nado y repite que está contento, que esto era lo que llevaba tiempo esperando, que en Marruecos no hay futuro para nadie y que aquí tendrá la posibilidad de intentar encontrar un empleo. Coge el bocadillo y sigue su camino solo, sereno, serio, con una determinación dulce.
A apenas una decena de metros, un grupo de 15 chavales fuman y charlan. Son todos del mismo barrio de Tetuán, Jabal Dersa, del que lo habitual es marcharse, dicen. Se encontraron aquí, explican, ni siquiera salieron juntos: cuando llegó a sus oídos que la frontera estaba abierta, sencillamente se dirigieron a Tarajal, cruzaron y una vez en Ceuta, llamaron a sus casas. “Si nos devuelven a Marruecos, volveré a intentarlo”, dice Mohammed, de 16 años. “Desde que tengo uso de razón tenía claro que tenía que venir. En Marruecos la gente no tiene nada”, le completa Zacarías. Y así se van apostillando los unos a los otros, para decir una y otra vez lo mismo: que quieren intentar construirse unas vidas. Lejos también de estos barrios pobres, en los que tampoco hay nada para ellos.
Un par de policías locales entran en moto en el parque y un grupo de jóvenes se disuelve a la carrera en distintas direcciones. Están deteniéndolos y expulsándolos. Se desconoce la cifra oficial, pero entre los que están siendo expulsados y los que han vuelto por su propio pie tras comprobar que no hay forma segura de viajar a la Península, el número de chavales marroquíes ha bajado sustancialmente en los últimos días. A apenas diez minutos en coche desde aquí, a a la noche siguiente, vemos cómo una patrulla persigue a un joven hasta que este se mete en una calle estrecha por la que el vehículo no puede pasar. Estamos en la otra Ceuta: la del teatro, el Club Náutico, los Zara y Mango, las calles impolutas y los cajeros relucientes.
IV. Barrios ricos
En uno de los restaurantes de decoración minimalista blanca y luces LED, dos de sus camareros siguen la escena de la persecución. La mujer, mira a los clientes y les explica que no se preocupen: “Los que quedan son ya delincuentes. Los está buscando la policía para devolverlos”. A su lado, su compañero desea en voz alta que le den una buena paliza cuando lo cojan. “Solo así aprenden, pero claro, como tienen las manos atadas”, añade.
Esta periodista les pide una entrevista, tras dudar unos segundos, acceden. Ella teme cómo podría tomárselo el jefe, un conocido empresario de la ciudad, pero le convence su compañero, que dice que vota a Vox, de que “está en su derecho porque estamos en una democracia”. Él lleva un vendaje en la muñeca. Explica que se lesionó dando una paliza a uno de esos “mena” que pillaron robando en una tienda en su barrio. “Le dimos una buena”, incide, quien dice que se siente abandonado por el Gobierno de España, invadido por los marroquíes y agradecido a Abascal por representar sus ideas.
La mujer, de unos 50 años, le dice que eso no lo diga, que lo que le gusta Vox mejor no, pero él no teme, él se siente libre y liberado. Ella, más comedida, critica que el líder del partido ultraderechista haya venido “a crispar aún más a la sociedad ceutí, que bastante tensa está, para sacar beneficio propio”. Pero sí siente miedo, y su miedo es real, aunque a lo que teman sea a unos chavales que no tienen nada y que, precisamente, por ello han tenido que cruzar a nado. Y el miedo es compartido por otras personas con las que hablamos en esta parte de la ciudad. “Mi novia no lleva a los niños al colegio porque temen que los cojan estos ‘menas’ y les peguen o le hagan algo a la niña”, nos dice el soldado que hace cinco años se entusiasmó con Pablo Iglesias y que ahora, nos cuenta, siente lo mismo por Vox, aunque ya no se ilusiona porque “si gana le va a pasar los mismo que a Podemos, que no podrán hacer lo que dicen”. También explica que cuando Pedro Sánchez anunció la conformación del gobierno con Unidas Podemos, un superior de los legionarios de la base de Ceuta bromeó con su batallón sobre ir a Moncloa a poner orden. El apoyo al partido de extrema derecha no solo ha crecido mucho en los últimos años, recalca, sino que se ha convertido en mayoritario en la actualidad.
Como todas las ciudades fronterizas y amuralladas, sus habitantes terminan presos de los propios muros en los que se encierran para defenderse. No es de extrañar que en este escenario, que apenas ha atraído la atención de las cámaras estos días salvo para documentar el mitin de Abascal, las antiguas murallas romanas de la ciudad ocuparían un papel privilegiado de un desplegable que haría las delicias de cualquier coleccionista de libros antiguos. Un observador paciente descubriría que en estos contextos, atormentados por su propio miedo, se polarizan tanto las posiciones que surgen personajes histriónicos y caricaturescos. Como el señor de unos 70 años que recorre las calles más centricas con una bandera española, una fotografía del rey émerito y el rey Felipe, y un altavoz colgado del hombro en el que suenan himnos militares.
De vez en cuando, grita “¡Viva España!” y algunos clientes sentados en las terrazas de la Plaza de los Reyes le devuelven unos fervientes “¡Viva!”. No representa a Ceuta, pero sí es resultado de lo que significa Ceuta: una ciudad en la que su clase privilegiada está formada por funcionariado, militares, políticos y una minoría de empresarios que presta servicios a los anteriores colectivos. Es el coste de España y de la Unión Europea de mantener dos enclaves estratégicos en términos defensivos, de políticas migratorias y de demostración de poder: descolonizar a estas alturas no sería interpretado como un acto de justicia, sino como una derrota militar ante Marruecos, el aliado más traicionero, el enemigo del que más dependemos.
Ceuta y Dogville
“Los habitantes de Dogville eran buenos, gente honesta y les gustaba su pueblo”, comenzaba diciendo la voz en off de Dogville, el pueblo que acogía a una mujer que huía interpretada por Nicole Kidman, a la que terminarían esclavizando a cambio de refugio y sustento.
Los habitantes de Ceuta, como los habitantes de cualquier ciudad, son gente honesta a la que les gusta su ciudad. Cada uno, la ciudad que habita y cuyo relato sobre la misma se ha construido, aunque no tenga nada que ver con la que colinda un par de edificios más allá.
Porque Ceuta, como todos los enclaves en los que los países ricos imponen mayores obstáculos para los procesos migratorios, es un laboratorio de hasta dónde se pueden tensar los mecanismos legales, económicos y mediáticos para cambiar lo aceptable sociamente con respecto a las personas migrantes. De este último episodio ceutí, ya podemos extraer una primera conclusión: a los niños se les puede deportar ante las cámaras.
Unas cámaras sin las que la impunidad de los gobiernos sería inmensamente mayor, unas cámaras que esos mismos gobiernos convierten en altavoces de su propaganda más feroz.
Si ampliamos la escena, veremos que en el otro extremo de Ceuta se encuentra el Centro de Estancia Temporal de Inmgrantes, el CETI, donde las personas migrantes que llegan a Ceuta de manera habitual pueden pasar meses o incluso más de un año antes de ser devueltas a sus países o permitírsele trasladarse a la Península. Sus habitantes llevan días sin alejarse de este edificio por temor a ser detenidos y deportados, como ya está ocurriendo con algunos de ellos. España está aprovechando para deportar a personas que no han entrado en estos días en Ceuta. A ellos no les estamos preguntando porque no acaban de llegar, porque no han sido la última moneda de cambio de las relaciones entre España y Marruecos, ni cabeza de turco por la hospitalización en Logroño de Brahim Gali, líder del Frente Polisario.
Decían también en Dogville que “si esta es la ciudad que amas, entonces realmente tienes una manera extraña de mostrarla”. España y la Unión Europea tienen también una extraña manera de amar a Ceuta y a una parte de sus ceutíes, especialmente a aquellos de religión musulmana.
Pero este sería un nuevo escenario que desplegar.
*Fe de errores: en la primera versión de este reportaje se señalaba erróneamente que los hechos de la playa de Tarajal habían tenido lugar en 2018, cuando fue en 2014.
Tremenda realidad, que muestra como permean respuestas impensables hasta hace muy poco, como asimilamos y blanqueamos la brutalidad en la solución de conflictos y la deshumanización del otro. Respuestas que, el siglo pasado, pusieron a Europa a los pies de los caballos de criminales que lo único que aportaron fue terror y muertes.
GRACIAS Patricia.
Muy acertada la declaración explícita acerca de que en Ceuta no hay convivencia, sino coexistencia entre cuatro culturas. Tres de las cuales siguen hoy día viviendo como ciudadanos inferiores y de nacionalidad cuestionable. Y también muy impresionante la aceptación social hoy día de la deportación “en caliente” de adolescentes que parecen venir con ánimo de trabajar cuando otros “de dentro” sólo muestran motivación para jugar videojuegos o cotillear en redes sociales. ¿Y si fuéramos los europeos los que huyéramos a África? ¿Nos gustaría recibir este trato? Quizás algún día lo recibamos, de parte de alemanes u otras naciones más competitivas.