Sociedad

No hay miedo que dure cien años ni confinamiento que lo resista

El detonante de las protestas no tiene por qué ser directamente la COVID, sino que tendrá su origen en el trauma social y el impacto socioeconómico que ha provocado, recoge el informe del FMI sobre próximas manifestaciones.

Foto: Elvira Megías.

Este artículo forma parte de #LaMarea81, disponible en nuestro kiosco.

La pandemia de COVID-19 fue aplacando, de Oriente a Occidente, las multitudinarias protestas que habían sumido en profundas crisis a regímenes políticos tan distintos como los de Hong Kong, Iraq, Francia o Chile. No se registraban tantas movilizaciones simultáneas desde 1968 y, aunque cada una tenía sus detonantes y causas particulares, compartían el hartazgo de la población ante la falta de un horizonte de mejora, una asfixia por tener que seguir sosteniendo a una clase dirigente que se había acomodado en el descrédito y un resentimiento por la condena a la apatía colectiva.

Pero, sobre todo, en muchos de los escenarios, había una desesperación compartida: ¿de qué iban a vivir? ¿cuándo iban a poder tener unos ingresos dignos a cambio de su fuerza de trabajo? En Iraq, más de 600 jóvenes fueron asesinados durante los seis meses de manifestaciones en las que pedían la caída del sistema político impuesto por la invasión de 2003 y trabajo. En Francia, el fenómeno de los chalecos amarillos consiguió aglutinar a centenares de miles de hombres y mujeres de clase trabajadora y de diferentes ideologías para manifestarse cada sábado durante más de un año: protagonizaron la mayor enmienda a la totalidad que vivía la República desde mayo del 68. En Chile, la subida de 30 pesos del precio del metro de Santiago fue el detonante contra 30 años de reformas neoliberales que tenían a su población tan extenuada que dejaron de temer perder un ojo por las pelotas de los antidisturbios, sufrir represión sexual por parte de la policía o a ser encarcelados durante años acusados de terrorismo. Ponían sus vidas en riesgo para pedir un empleo digno.

Las medidas de confinamiento, de distanciamiento social y la propia responsabilidad de los manifestantes, les llevaron de vuelta a casa en una veintena de países. Lo que no había conseguido la represión policial lo consiguió la COVID-19. Y si algo ha conseguido evidenciar este virus son las desigualdades estructurales del sistema neoliberal: ni siquiera ante la enfermedad somos iguales. El primer conato de rebelión frente al confinamiento fueron las protestas que se dieron en el verano de 2020 en numerosos países en solidaridad con el movimiento Black Lives Matter. Quienes se manifestaron en España no lo hicieron solo contra el racismo sistémico, sino también contra sus consecuencias durante la pandemia: mayor pobreza, desprotección e inseguridad de unas personas que, en muchos casos, desarrollan trabajos esenciales para nuestro alimento y cuidados, es decir, para nuestra pervivencia como individuos y como sociedad. Sin embargo, ni sanitarios portátiles colocaron en los asentamientos chabolistas en los que sobreviven los trabajadores que garantizaron que siguieran llegando verduras a nuestras mesas procedentes de los invernaderos de Almería y Huelva. Por ejemplo.

En cualquier caso, no ha sido hasta el encarcelamiento del rapero Pablo Hasél que las calles de Madrid y Barcelona se han vuelto a llenar de una ciudadanía harta de sentir que la política no se corresponde con la voluntad popular mayoritaria. Una indignación que refuerzan algunos medios de comunicación tradicionales, dedicados a amplificar el peso de la minoría violenta que realiza los saqueos de comercios y ataques contra la policía buscando el protagonismo ante las cámaras. Exactamente como ocurrió con el 15-M: de nuevo, parte del star system periodístico se niega a entender o a explicar a sus audiencias que buena parte de quienes están saliendo a la calle no lo hace solo por el rapero o, ni siquiera, por la libertad de expresión, sino porque lleva una década viendo cómo su vida va siempre a peor a causa de decisiones políticas: precarización y desempleo, encarecimiento de la vivienda y pérdida de derechos. Y una juventud que ya en la adolescencia se siente vieja ante la falta de futuro.

El 40% de desempleo entre los menores de 25 años es una losa con la que resulta difícil proyectar una vida. Imposible construirla si, además, los salarios de los que sí trabajan son tan bajos que tendrían que destinarse íntegramente al alquiler de una vivienda si se emanciparan. Por ello, sostiene el antropólogo David Ortiz, nos encontramos, como anticipó Nietzsche, con una juventud nihilista, “una criatura sin pasión ni sueños que solo anhela comodidad y seguridad. ¿Acaso no es normal que una juventud criada para ser así se vea arrinconada y se aísle en el hastío? Si se les arrebata la seguridad y se ahonda aún más en la vacuidad, ¿qué se espera de su comportamiento?”.

El Fondo Monetario Internacional publicó a principios de este año un informe que advierte de una ola mundial de protestas sociales a partir del verano de 2022. La investigación, basada en el estudio de millones de artículos periodísticos publicados desde 1985 en 130 países, demuestra que aproximadamente dos años después de desastres de diversa índole, suelen darse graves revueltas violentas que, incluso, acaban deponiendo gobiernos mediante violentos enfrentamientos en las calles.

“El malestar social era elevado antes de la COVID-19 y se ha moderado durante la pandemia pero, si la historia nos sirve de guía, es razonable esperar que, conforme la pandemia se disminuya, los estallidos sociales emergerán de nuevo”, recoge el informe que explica que el detonante de las protestas no tiene por qué ser directamente la COVID, sino que tendrá su origen en el trauma social y el impacto socioeconómico que ha provocado. Según las investigadoras, el estallido será peor cuanto mayor sea la desigualdad de renta inicial en el país y la sensación de injusticia entre su población.

La gestión de la pandemia ha normalizado una serie de restricciones de derechos como el toque de queda, la restricción de movimientos o el confinamiento que, quizás, los gobiernos tengan la tentación de emplear para contener estas subversiones anunciadas. Recordemos los drones vigilando nuestras calles y ordenando a los viandantes que volviesen a encerrarse en casa. Los gobiernos siguen adquiriendo tecnología de control social. Habrá que ver cómo la emplean para atajar las protestas y si tienen alguna otra idea. Por el momento, como estamos viendo con las manifestaciones de Jaén, Barcelona y Madrid, no parece que tengan más planes que la brutalidad policial.

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Comentarios
  1. Muy buena reflexión
    Echo un poco de menos una crítica a nuestros políticos de izquierdas que han basado en los recortes de libertades toda acción contra la pandemia.

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