Opinión
El rapto de Europa (Reloaded)
"Europa, raptada una vez más por un poderoso disfrazado y que abusa de ella, acaba viviendo en una isla. Y los ciudadanos solo podemos verla desde lejos", reflexiona José Ovejero.
¿A quién le importa la Unión Europea? ¿Cuánta gente dejará de leer este mismo texto si digo que voy a hablar de ella? Nos afecta, claro, lo que se decide en los despachos y escaños de Bruselas y Luxemburgo. Somos vagamente conscientes de que la legislación nacional es tributaria de aquellas decisiones y de que incluso la vida de regiones enteras está condicionada por subvenciones y ayudas, por normas y prohibiciones, que son acordadas fuera de nuestro país. ¿Le fascina por ello aún a alguien, le entusiasma la idea de ser europeo, de construir Europa, de reventar las fronteras nacionales para integrarnos en una comunidad más amplia? ¿Saldrá alguien a la calle a dar vivas a la Unión Europea, a enarbolar su bandera o colgarla de los balcones, a celebrar el día de Europa con el mismo empeño que la fiesta nacional?
Hubo un tiempo en que muchos queríamos ser europeos entre otras cosas porque no queríamos ser españoles, al menos no como nos habían impuesto. Agarrarse a la cola de Europa para que nos sacara del pozo que era nuestra historia reciente, poner un freno institucional poderoso a nostálgicos del franquismo no solo sociológico. Ese era el objetivo; y, dicho sea de paso, mamar de las poderosas ubres de Bruselas para recuperarnos de nuestra escualidez económica, heredada de la gestión catastrófica y corrupta de la dictadura y de habernos quedado sin el pienso hormonado del Plan Marshall. Los antieuropeos eran los de siempre, los del que inventen ellos, los de como en España en ningún sitio, los defensores de las esencias, la hombría y la familia como dios manda. Ah, pero también había aquellas voces que nos advertían –sin que la mayoría les prestase atención– de que el contrato con Europa tenía letra pequeña: la entrada en la OTAN, la reforma estructural, la sumisión a una doctrina cada vez más liberal.
A pesar de todo, los españoles rompíamos las estadísticas de fervor europeísta. Y el idilio era mutuo: Felipe González era alabado como estadista moderno y recibía los abrazos de oso de Helmut Kohl, que bendecía desde la derecha la evolución del PSOE hacia el centro, como ya la había bendecido, propiciado y financiado la socialdemocracia alemana. Los españoles éramos llamados “los prusianos del sur”, por nuestra capacidad de trabajo y en las instituciones europeas fueron –o fuimos, yo también– entrando tantos españoles que ya podíamos decir que Europa era nuestra casa, la casa de todos y, sobre todo, la casa que estábamos construyendo a nuestro gusto y para nuestro beneficio.
No vamos a preguntarnos como Zavalita “en qué momento se jodió el Perú” de nuestros sueños europeístas, porque son muchos los momentos y varias las razones y porque además ya mencionaba algunos en otro artículo. Y los posibles remedios a la desafección los planteaba Yolanda Díaz con mucha claridad en eldiario.es
Pero este nueve de mayo, Día de Europa, me preguntaba cuántos, fuera del entorno institucional, habrían celebrado la fecha y si la volvería más relevante que ese mismo día comenzase la Conferencia sobre el futuro de Europa, una de cuyas principales novedades es la participación de ciudadanos y ciudadanas de a pie, lo que parece más simbólico, en el mejor de los casos, y más propagandístico, en el peor, que eficaz.
Y también pensaba en un ensayo que acabo de leer, ¿Quién hablará en Europeo?, de Arman Basurto y Marta Domínguez Jiménez (Clave intelectual, 2021). Aunque el tema central del libro es la necesidad o no de tener un idioma único para conseguir una Europa cohesionada, hay en el libro una idea apenas esbozada que me parece quizá más importante: ¿puede haber integración, cohesión, una identidad compartida sin una prensa y sin un ágora –un espacio para el debate público y político– comunes? La razón de esa necesidad, en mi opinión, no es que necesitemos compartir la misma información –cosa que ya sucede en la internacional y en buena medida en la europea–; lo que necesitamos es poder discutir y pelear con el otro para considerarlo menos otro. Si yo me siento español es porque me enfada mucho más cualquier barbaridad de VOX, aunque no me afecte directamente, que una del Frente Nacional o la AfD. Una identidad colectiva –cambiante, conflictiva, a veces difusa– no se forja luchando en campos de batalla distantes uno de otro, sino en el intento de dar forma a ese que pisamos para sembrarlo y hacer que crezcan en él valores, derechos e ideas, en confrontación con quienes quieren darle una forma y un uso distintos.
Pero solo hay batalla que merezca ese nombre si también hay un mínimo equilibrio de fuerzas: por eso la gestión de la deuda y las políticas de austeridad que se han impuesto a varios países de la UE en los últimos años han creado aún más desafección. No había pelea entre iguales, sino la sensación de que el matón de la clase reinaba a su antojo. De haber existido ese ágora, ese espacio común también habríamos oído las voces que en Alemania y los Países Bajos criticaban la política despiadada de sus gobiernos. La confrontación no habría sido, por ejemplo, entre Alemania y Grecia, sino entre el capitalismo depredador que no conoce fronteras y la solidaridad entre los perjudicados por las políticas neoliberales. El espacio común de opinión habría podido dar pie también a la acción política común.
Quizá por eso no se hacen auténticos esfuerzos por crear esos vínculos entre ciudadanos, aunque sí entre sus élites. Por eso las buenas palabras y los grandes actos apenas bajan a la calle. Y por eso no hay una auténtica política de información, divulgación y discusión comunes, con un presupuesto suficiente, para acercarnos a ese espacio único de debate. ¿Estabais informados de los actos, encuentros y coloquios organizados por el día de Europa? ¿Y del programa del Congreso por el Futuro de Europa? Yo tampoco.
Europa, raptada una vez más por un poderoso disfrazado y que abusa de ella, acaba viviendo en una isla. Y los ciudadanos solo podemos verla desde lejos.