Opinión
Panza burro
"Miro cauto las plantas que en una oficina juegan a hogar mientras maquillan horas extra. Y las redes que normalizan distancias remediables. Pero donde no estar no es una opción. No al menos una gratis".
Vuelve a aparecer mi abuelo por aquí porque juraría que se lo he escuchado decir. Que está el cielo de color panza burro. Mi abuelo que de canario tiene lo que tiene alguien que antes que pesao te dice temoso, alguien que confirma con cabalito, alguien que exclama pachajco, alguien que te sigue llamando alhaja. No he gugleado esa conexión canariotoledana porque no todo tiene que ser ya.
He leído Panza de burro de Andrea Abreu un año después de cuando había que leerlo. Un año raro, claro, con el trampantojo pandémico este de que pasa mucho y de todo y venga últimas horas y días históricos y aquí todo sigue igual como si escribiéramos cartas de hace cien años. Un año después de cuando había que leer Panza de burro porque no todo tiene que ser ya de ya.
También porque uno a veces se deja las patatas para el final. Pienso en Isora, a quien cuando se la ve llegar tranquiliza como cuando se escucha el potaje hirviendo a las doce y media, en una de las frases de Abreu que llevo estos días releídas veinte veces. ¿Otra? “Yo me preguntaba cómo ella sabía tantas cosas que yo no sabía y entonces me ponía triste porque pensaba que yo no tenía tristeza propia, que mi tristeza era la de ella pero dentro de mi cuerpo, una tristeza como de imitación”.
Agradezco el trance. Una suspensión del tiempo que no acabas de creerte hasta casi la mitad, como cuando a una clase faltaba el profesor y no enviaban sustituto. El respiro de cuando la nube por fin se decide a descargar tormenta. El gusto de cerrar el libro y contestar a un mensaje con un “no, no me he enterado, ahora lo miro”.
Los conservantes que no salen en las latas, pero que tampoco suelo ver en las fajas de los libros, son el cariño y la autenticidad. Un antídoto contra esta velocidad absurda de consumo en la que meses de trabajo, ¿años?, valen lo que duran promociones, contactos, fechas fuertes. La segunda vida de una obra, escuchamos a veces, como si fueran espectros. Ya desde fuera da angustia ese desprecio.
Pasa que algunas veces no nos llamamos, o no nos escribimos, si llamar te ha sonado invasivo y viejo o, qué leche, no preguntamos ¿te puedo llamar esta tarde? de tantas ganas que tenemos. Amanecemos con la idea. La condenamos a un momento solemne y perfecto que no existe. Te siento en la mejor mesa y no te sirvo. No aconsejo ser así de confiado con este capitalismo productivista tan celoso de mierda. No negocia. Conspira con la máquina contra el mundo físico. El que te toca y se toca, el que habitamos.
Miro cauto las plantas que en una oficina juegan a hogar mientras maquillan horas extra. Y las redes que normalizan distancias remediables. Pero donde no estar no es una opción. No al menos una gratis. Ojalá tuviera tanto tiempo y cuartos que me pudiera quitar de todo y me pasaba a buscaros. Fantaseo, porque aunque yo vaya y timbre, quizá no podréis bajar a jugar. Toda salida, para funcionar, debe tener algo de común.
Alargo en mi cabeza los momentos reconstituyentes, cicatrizantes. Es una jipiada de cuidado por la que mi yo de 20 años me fostiaría. Pero estirar tropas me funciona. Con compañías, celebraciones de nada y todo, vacaciones, con el día en que me di cuenta de que el agua fría del Atlántico era mano de santo para un tobillo con cinco esguinces. Salgo de Panza de burro ciego de romero, que solo deja entrar lo bueno. Lleno pero con hueco para unas papas locas.