Opinión
Oír los gritos
"Es verdad que no podemos ir por el mundo escuchando todas las voces, porque vivir –como en los cuentos de terror– se vuelve muy complicado. Pero es verdad también que taparse las orejas no parece la mejor manera de estar en el mundo".
Hace unas semanas me enganché a una novela como hace mucho que no lo hacía. Era Nuestra parte de noche, de Mariana Enríquez. La premisa de la historia es algo así como que existe una orden secreta, vinculada a realidades tenebrosas, que se caracteriza porque quienes la conforman pueden ver, oír, sentir, a personas muertas, cuya presencia sigue ahí, manifestándose en su entorno.
La clave del asunto es que el entorno en cuestión es la Argentina de finales del siglo XX, con lo que quienes tienen ese poder paranormal oyen y sienten bastantes cositas, y bastante relevantes. En mi pasaje favorito de la novela se hace una especie de repaso a los tiempos en los que vivieron los más grandes médiums de aquella orden: “un campesino en la revolución industrial, una mujer negra de las colonias británicas antes de la descolonización, una adolescente pobre en la guerra cuya carnicería pasa desapercibida en la carnicería general”. (Esta última guerra, por cierto, se refiere a la de España). Ya os vais haciendo un poco la idea, creo. El tema es que para esta gente que iba por el mundo escuchando los gritos de la desgracia, el día a día se llegaba a complicar bastante.
El resto de la novela es otra historia, pero os la cuento porque a veces se me viene a la mente de manera inevitable esa sensación de ir por la vida escuchando gritos. Pero no los de los muertos, sino los de los vivos. A veces es como si la calle, la ciudad, estuvieran pobladas, habitadas de voces que cuentan el hambre, el miedo, el daño. Como si no pudiésemos dar un paso sin oírlas. Como si el aire se volviera denso de esas llamadas.
A veces se hace imposible no pensar que podemos estar viviendo a un metro del dolor, de la violencia, del baile de una vida con el abismo; y no darnos ni cuenta. Que tal vez detrás de los rostros a los que día tras día no preguntamos nada se esconde, a la distancia de un saludo, un tsunami que un día tal vez tome cuerpo en forma de ambulancias y coches de policía. Es sobrecogedor, pero no tiene por qué ser paralizante. Como en toda toma de conciencia, hay algo de luminoso también en darse cuenta de que se puede elegir escuchar.
Porque, sí: hay quien no puede dejar de oír los gritos. Y hay quien ni puede, ni quiere. Y hay de hecho quien decide escuchar los gritos, hacerse cargo de su parte.
Lo veo todo el tiempo. Lo veo en el profesor preocupado que se lleva a casa los problemas de una familia ajena. Lo veo en la médica exhausta que sabe que buena parte de su medicina se cifra en entender. Lo veo en las camareras que tejen una red de salvamento para el vecindario. Lo veo en el tendero que se entera cuando alguien lleva días sin venir, y se pone a indagar por qué. Lo veo en quien con una palabra amable hace saber que ha oído algo y que no le es ajeno. Lo veo en quien dedica su tiempo disponible a militar en causas justas.
Pero hay también quien fabrica sordinas y las regala a la puerta de los colegios. Son sordinas las fronteras, los guetos. Son sordinas las mentiras capaces de criminalizar hasta el hambre. Son sordinas las siglas que hacen olvidar que los niños son niños; los nombres falsos de las cosas ciertas. Sordinas decir que “hablar de trabajo basura es un insulto para quien quiere ese trabajo basura”. Sordinas decir que lo de la salud mental es un invento, lo de la violencia machista un invento, lo de la pobreza extendiéndose como agua sucia otro. Sordinas decir que es responsabilidad individual salir del hoyo. Sordinas.
Es verdad que la novela en la que vivimos en este mundo da a veces muchísimo miedo. Es verdad que los gritos son penetrantes, y que la impotencia resulta a veces desoladora. Es verdad que no podemos ir por el mundo escuchando todas las voces, porque vivir –como en los cuentos de terror– se vuelve muy complicado.
Pero es verdad también que taparse las orejas no parece la mejor manera de estar en el mundo. Admitir eso ya es mucho, y a partir de ahí, cada cual hace lo que puede con sus días y sus encuentros.
Eso, en todo caso, es en lo que se refiere a cada persona, a sus pequeñas fuerzas.
En lo colectivo, apostar políticamente porque los gritos no se oigan es directamente un crimen.
Y no hay absolutamente ninguna excusa para hacerle concesiones a quien lo defiende. Porque esa es la más decisiva de las diferencias que deberíamos tener en cuenta cuando decidimos quiénes queremos que estén al cargo:
Si escuchan o no los gritos.
Si les importan o no les importan.
Si quieren ser parte de la solución, o solo ponerles sordinas para que no les molesten.
Gracias!