Opinión
Todas vamos a morir, señor ministro
"No deberíamos jubilarnos porque ya no podemos seguir trabajando o porque ya no podemos hacer nada más. Deberíamos jubilarnos, justamente, porque podemos seguir trabajando", apunta Andreu Escrivà.
Espero que no hoy, ni mañana, ni en este 2021 que promete ir abriendo resquicios de luz en un presente tan manchado de dolor y ladrillos rotos. Pero algún día morirá, señor Escrivá. No sé cómo afronta usted ese conocimiento –la única certeza que nos une a todos los humanos–, pero yo hay días (y noches) que lo llevo francamente mal. Presumo que compartimos, además de apellido, sudores nocturnos y ataques de pánico. Todas las personas hemos pasado por ese instante de terror absoluto, de conciencia cósmica y a la vez terrenal que desgarra las entrañas. Me gustaría, en esos momentos, tener un botón de desconexión en el cerebro. ¡Puf! Y que se desvaneciera la angustia existencial, el cronómetro inmisericorde, el tic-tac de clavos y martillos.
Por suerte, y pese a que no existe tal botón, esa sensación dura poco, y mi vida, espero que como la suya, transcurre entre desasosiegos mucho más mundanos. Llegar tarde a una reunión, una mancha en la camisa, un golpe en el coche, un grifo que gotea, un informe que hay que terminar a las diez de la noche. A veces –quizás a usted también le pasa–, cuando la cotidianidad se impone con un atasco o una reunión aburridísima, creo que todo es mentira y que no puede ser real. ¡Pero cómo, si yo soy el protagonista de esta película! No se puede acabar. No así, no para siempre.
Pero el caso es que sí se acaba. De ello se aprovechan marcas de refrescos, pantalones y cervezas, touroperadores, empresas automovilísticas y cualquiera que trate de vendernos algo. De que el tiempo es finito (¡vive el momento!) y solo podemos tener y experimentar un número limitado de cosas: ¿qué sentido tendría si no competir por nuestra atención en un mundo de seres inmortales que tienen tiempo para probarlo todo? Y mientras vamos agotando el reloj de arena tropezamos una y otra vez, nos equivocamos en nuestras decisiones –desde las más nimias a las más trascendentes– y nos arrepentimos de ellas. Pero también nos elevamos por encima de nuestra mortalidad en mil y un momentos, trenzamos conexiones fugaces o duraderas con otras personas. Celebramos estar aquí y ahora, pese a todo.
No sé qué espera usted de la jubilación. No digo como algo monetario (presupongo que no le preocupa demasiado, dado que tiene más de doscientos cincuenta mil euros en planes de pensiones); me refiero a lo humano. A mí me parece terrible que plantee una suerte de aparcamiento de cuerpos humanos exhaustos, tras haberles extraído todo el jugo posible. No veo que «lo facilón», como usted dijo, sea «sacar a la gente del mercado laboral, que no es lo que ellos desean». ¿De verdad piensa esto? Lo que la gente desea, salvo excepciones ligadas a profesiones con unas características muy particulares, es poder jubilarse dignamente antes del precipicio de la muerte o la vejez dependiente. Poder disfrutar de esos últimos años de vida (a veces menos de un lustro, otras unas cuantas décadas) con salud y recursos suficientes para no tener que pedir ayuda ni padecer día tras día por cómo van a pagar las facturas y a llenar la nevera. Para poder disfrutar también del derecho a la belleza, tener un cuerpo con ganas de sexo, seguir conociendo gente y lugares. Se trata de vivir, no sólo de subsistir.
Lidiar con el hecho de estar en la última fase de la vida lo presumo muy complicado, pero que desde luego lo es aún más si uno no tiene los recursos necesarios –o se ve obligado a mendigar trabajos parciales hasta los ochenta años para no caer en la indigencia, como ya pasa en algunos de esos países que parece querer imitar–. Usted, con su millón y medio de patrimonio neto declarado, no sabrá nunca lo que es enfrentarse a esa perspectiva. Pero sí puede comportarse como un mortal, señor Escrivá.
En un excelente artículo publicado en este periódico le reprochaban que usted hablase de cambiar la cultura de la jubilación sin mencionar la cultura empresarial y la explotación laboral, que es la verdadera causante de que muchas trabajadoras ansíen terminar su vida laboral. Insertos en un sistema que nos precariza y nos vapulea hasta convertirnos en monigotes monocordes que sólo saben repetir aquello de «no me da la vida», huir de la causa de esa situación no sólo es legítimo, sino tremendamente humano. Pero yo estoy con usted, fíjese: sí, tenemos que cambiar la cultura de la jubilación. Ha llegado el momento de pasar de la concepción de la jubilación como premio por transitar este valle de lágrimas a concebirla como un derecho fundamental del ser humano; disfrutar de unos buenos años de adultez, aún con salud suficiente para hacer lo que sea que nos guste hacer. Asumir que es el último tramo de nuestra vida y que es una indignidad y una aberración plantear que accedamos a la jubilación únicamente cuando ya no seamos productivos. ¿Productivos para quién?
No deberíamos jubilarnos porque ya no podemos seguir trabajando o porque ya no podemos hacer nada más. Deberíamos jubilarnos, justamente, porque podemos seguir trabajando. Porque debemos romper de una vez la sinonimia entre trabajo y vida, porque tenemos derecho a ser, sin tener que estar trabajando. Porque a la muerte no se la espanta trabajando hasta los ochenta. Se la espanta viviendo.
Actualización 23/04/21, a las 11.50h: El título inicial del artículo, publicado el 22 de abril de 2021, era ‘Usted va a morir, ministro’. Después de que ayer varios políticos fueran amenazados de muerte, hemos cambiado el titular para evitar equívocos que nada tienen que ver con el contenido y la intención del texto.