Opinión
Contra la ortodoxia
"Creo que el debate público y también la defensa de nuestros derechos se verían enriquecidos si fuésemos capaces con más frecuencia de apartar el escudo, levantar la visera, guardar la lanza".
Toda ortodoxia que perdura se vuelve enquistamiento o calcificación. La creencia a pies juntillas en una postura definida es imprescindible, como también lo es ponerla en tela de juicio al cabo de un tiempo. En algún sitio he escrito que las convicciones son como la grasa corporal: necesaria para vivir, pero si acumulas demasiada pierdes agilidad y salud. Y sin embargo, vivimos en una época de ortodoxias defendidas por grupos irreconciliables. Quien las cuestiona desde dentro es sometido a juicios sumarísimos por sus excorreligionarios. Las afinidades de pensamiento –y también las de emoción– se congregan recordando a las formaciones en falange griega o en tortuga romana. Nada debe penetrar. Los escudos de un acuerdo perfecto protegen al grupo de cualquier intromisión, de cualquier idea que no encaje con los principios que lo unen.
Abrir un flanco no se considera posibilidad de crecimiento, de absorber el entorno, sino traición. Lo que quizá fue contestatario, irreverente, progresista, se vuelve conservador, rígido, se cierra sobre sí mismo. Es el destino también de toda revolución triunfante: hacerse conservadora, autoritaria, incluso dictatorial. Como lo es el de las ideologías que fueron innovadoras y supusieron avances sociales y políticos innegables. El liberalismo tuvo su momento de gloria en su oposición al absolutismo. El nacionalismo acabó con la arbitrariedad que suponía que las estructuras políticas dependiesen de herencias y matrimonios de la realeza y las puso en manos de los pueblos, definidos por afinidades –reales o construidas–. El socialismo generó impulsos liberadores en medio mundo. Y todos ellos, en sus versiones más cerriles, acabaron resultando opresivos y represivos, violentos, destructivos.
Lo mismo sucede con ideas, ideologías, formas de mirar el mundo que a muchos nos parecen esenciales para su mejora, como pueden ser la defensa de los derechos humanos o el feminismo. Si la primera ha tendido a dejar en segundo plano los derechos sociales y económicos y la igualdad entre los géneros, el segundo anda enfrascado en una pelea de extraordinaria violencia verbal sobre qué hacer con grupos cuyos derechos podrían asociarse a los de las mujeres y ser defendidos conjuntamente. Este mismo medio, que lleva años informando sobre las violencias y las discriminaciones sufridas por las mujeres, ha recibido hace poco críticas muy duras por parte de militantes de la ortodoxia debido a un titular que, supuestamente, invisibilizaba a las mujeres.
Parece lógico que el dogmatismo, esa necesidad de defender sin fisuras un planteamiento, se extienda en los sectores que han alcanzado un poder todavía precario y se sienten amenazados. Pero incluso quienes ocupan las poltronas del poder y de la academia, de la prensa y de la economía, tienen la impresión de que son otros –y otras– quienes mandan, quienes dominan el espacio y el debate público. Y quede claro que no tengo nada en contra del conflicto y la confrontación; una determinada visión del mundo es incompatible, y a veces con razón enemiga, de las opuestas.
Solo trileros ideológicos como un Jiménez Losantos pueden transitar del maoísmo a Vox pasando por todos los partidos intermedios. La gente normal, la gente honesta, se mueve en un espacio más o menos flexible pero limitado. Y en esa flexibilidad es donde está la clave. Porque tal espacio es más amplio que este en el que me encierro y me pongo cómodo.
Todo pensamiento necesita flecos, hilachas que se entrelazan con lo que lo rodea; grietas, rebabas; superficies rugosas. Aunque ese roce y ese intercambio con el exterior a veces nos haga dudar de dónde estamos, de si seguimos perteneciendo al grupo que nos confortaba con sus certezas. El pensamiento de bordes duros y cortantes secciona cualquier aproximación, el diálogo con los alrededores. Pero sin diálogo no hay pensamiento; la razón no sobrevive sin ponerse a prueba y sin absorber estímulos que vienen del exterior.
Por supuesto, moverse en los bordes produce vértigo. Podemos caer hacia fuera y perder el apoyo de esa comunidad cerrada que nos protege, tranquiliza y acoge –y nos encierra–. Corear consignas con otros nos da energía. Compartir la rabia nos hace sentir fuertes, maquilla nuestra vulnerabilidad. Mientras que caer en la heterodoxia significa exponerse a la intemperie. Cuando hablo de heterodoxia no me refiero a eso que se ha dado en llamar lo «políticamente incorrecto», que, como nos recuerda Santiago Alba Rico en España (Lengua de Trapo 2020), tan solo suele ser lo políticamente correcto de cincuenta años atrás: los más conservadores que se ven como transgresores porque desean una involución imposible.
De lo que hablo es de una heterodoxia que agite lo que estaba asentado, que nos lleve a discutir no el núcleo de nuestras convicciones, pero sí esos caprichos del pensamiento y del ánimo que a menudo oscurecen lo esencial. Creo que el debate público y también la defensa de nuestros derechos se verían enriquecidos si fuésemos capaces con más frecuencia de apartar el escudo, levantar la visera, guardar la lanza. No para que entre cualquiera, pero sí quienes combaten en las falanges vecinas contra el enemigo común. Nos va la vida en ello. Literalmente.
De acuerdo en los aspectos fundamentales. Aparto el escudo y dejo de pelear. El problema se me crea con los fundamentalistas ( sean de derecha o de izquierda), porque noaceptan opiniones- salvo la de ellos-
Y yo soy orejana ( animal sin marca). Voto lo que se me canta.
He perdido amistades por defender mi derecho. Y no me arrepiento. Es más sano que aprobar conductas erradas.
Brillante texto