Cultura | Opinión
‘Otra ronda’: beber mola (o no)
Thomas Vinterberg firma una película arrolladora y desigual sobre los efectos del alcohol.
Créeme, bebe vino. El vino es vida eterna, filtro que nos devuelve la juventud. Con vino y alegres compañías, la estación de las rosas vuelve. Goza el fugaz momento que es la vida. (Rubaiyat, Omar Jayyam, siglo IX)
Hay un elemento estrechamente ligado a la facundia y el salero. Sabemos cuál es, o lo sospechamos, pero preferimos pasarlo por alto en nuestros juicios. ¿Nadie se ha preguntado, por ejemplo, de dónde viene el arrollador buen humor que despliegan los cocineros en apariciones televisivas y simposios internacionales? En nuestra vida social hacemos la vista gorda por vergüenza, por educación y seguramente por un equivocado concepto de la moral. Qué agradable es fulanito, qué ocurrente es menganita, decimos. Y realmente lo son. Indudablemente, algunos lo son de forma natural. Nacieron con ese don. La simpatía de otros se debe, sencillamente, a la priva, al bebercio, a que el alcohol, como decía Luis Ciges, les gusta «una gotica».
Sobre este resbaladizo tema ha compuesto Thomas Vinterberg una de las películas del año, Otra ronda. La cinta fue la gran triunfadora en los Premios del Cine Europeo y está nominada al Oscar a la mejor película internacional. El propio Vinterberg está nominado al mejor director. ¿Y qué tiene Otra ronda para haber cosechado tantos reconocimientos? Mejor tendríamos que preguntarnos qué no tiene. Y lo que no tiene es moraleja.
La historia gira en torno a cuatro profesores de instituto que viven la típica crisis de la mediana edad. A sus cuarenta y tantos años no son las personas que esperaban ser cuando eran jóvenes. Uno de ellos, el personaje interpretado por el siempre magistral Mads Mikkelsen, se ha quedado sin objetivos vitales. Acechado por la depresión, ha perdido el interés por su trabajo y ve cómo su matrimonio se va a pique. Los cuatro maestros necesitan algo que los saque de su hastío, así que deciden embarcarse en un peligroso experimento.
Se acogen a la teoría de un psicólogo noruego (Finn Skårderud) según la cual el ser humano tiene desde su nacimiento un déficit de alcohol en la sangre. Para compensarlo recomienda beber de continuo, incluso en el trabajo, y mantener un nivel permanente de 0,05 gramos de alcohol por litro de sangre. Esto redundaría, a su juicio, en un mejor rendimiento laboral y sería beneficioso para las relaciones sociales.
En un primer momento, funciona. Estos profesores dan sus clases ligeramente ebrios y logran conectar de nuevo con sus jóvenes alumnos. De repente vuelven a ser divertidos, vitales y creativos. Se aferran a las brillantes trayectorias profesionales de gente como Hemingway o Churchill para justificar su extravagancia. Sus vidas mejoran incluso en el apartado sentimental. En resumen, experimentan en carne propia esa «hermosa capacidad de dispensar milagros» que tiene el alcohol, en palabras de Carlos Barral. «El vino transforma el mundo, cambia sus leyes, todas, incluso la virtud de los santos, para hacerlo habitable y grato a los que creen en él. Se trata de cómo el vino santifica, en cierto modo diviniza, cambiando el ser del mundo por su haber debido ser», escribía el editor en su sublime prólogo a La leyenda del santo bebedor, de Joseph Roth.
Así pues, al cuarteto protagonista los rescata para la vida eso que llamamos popularmente el puntillo. Pero su idilio con la alegría no dura demasiado. Por continuar con los clásicos, los héroes de Vinterberg comprenden en toda su trágica dimensión el célebre brindis de Homer Simpson: «¡Por el alcohol! ¡Causa y a la vez solución de todos los problemas de la vida!».
Un cineasta existencialista
La verdad es que con tanto pastiche moralizante como hay por ahí, se agradece que alguien dé un paso atrás, se siente en un rincón y, como la paloma de Roy Andersson, se ponga a reflexionar sin tabúes sobre la existencia. Pero no lancemos las campanas al vuelo todavía. No todo en Otra ronda es bueno.
Podría decirse que por el cine de Vinterberg sobrevuela el espíritu nórdico de Ibsen. Sus películas hablan a menudo de la lucha del individuo contra la comunidad. Así sucedía en La caza (2012), en la que un profesor (el mismo Mikkelsen) es víctima de una mentira y acaba siendo linchado por sus vecinos, que lo creen un pederasta. Lo creen, equivocadamente, un enemigo del pueblo. La referencia a Sartre salta igualmente a la vista: el infierno son los otros.
También en Otra ronda hay un desajuste entre lo que la sociedad espera de estos cuatro profesores (para empezar, que no se chucen en horas lectivas) y lo que ellos necesitan para sentirse vivos.
Aquí es donde el conmovedor relato de Vinterberg empieza a tambalearse: esos cuatro señores blancos no tienen motivos para sentirse desgraciados. Viven en la rica Dinamarca, en una sociedad donde están aseguradas las condiciones de vida material de la población. Una mirada más allá de su propio ombligo cambiaría a buen seguro su funesta concepción del mundo.
Y tampoco es que la historia de un grupo de cuarentones insatisfechos reunidos en torno a un psicodrama sea muy nueva. La hemos visto cientos de veces, más desatada o más circunspecta, con comida (La gran comilona, Marco Ferreri, 1973) o con licores (Husbands, John Cassavetes, 1970). De hecho, Cassavetes se antoja, en perspectiva, un cineasta mucho más moderno. Incluso Blake Edwards. Para empezar, ellos pusieron a Gena Rowlands y a Lee Remick a beberse hasta el agua de los floreros y las hicieron partícipes de una exploración profunda de eso que los rusos llamarían, a falta de mejor diagnóstico, el alma humana. En Otra ronda, en cambio, las mujeres tienen un papel absolutamente secundario. Son esposas infieles o cargantes. Importunan a sus maridos con requerimientos sentimentales o domésticos («¡No te olvides de comprar bacalao fresco!»). Y, sobre todo, son incapaces de entenderlos. Lo cual es lógico. Tampoco ellos se entienden a sí mismos.
Vinterberg desliza o sugiere de alguna manera que lo que les ocurre a estos tíos es que echan de menos su juventud. La película se abre con una especie de carrera-botellón que disputan un grupo de jóvenes y bellos y exultantes daneses. Allí, chicos y chicas se emborrachan cada fin de semana en una proporción mayor a la de cualquier país europeo, y eso es mucho decir. Esos muchachos, esas muchachas, son los alumnos de estos cuatro profesores. Y al contrario que ellos ríen, cantan, aman, beben como cosacos y tienen toda la vida por delante. No es casual que la historia comience con una cita del angustiado Kierkegaard: «¿Qué es la juventud? Un sueño. ¿Qué es el amor? El contenido de ese sueño».
Hay que señalar que el proyecto cambió de enfoque tras un desgarrador suceso vivido por el director. Cuatro días antes del inicio del rodaje, su hija Ida, de 17 años, murió en un accidente de tráfico. Ella misma iba a interpretar el papel de hija de Mads Mikkelsen, que fue cambiado finalmente por el de un chico. La idea inicial de Vinterberg era hacer una celebración del alcohol y de la vida. Y esas dos cosas están, pero también está lo contrario, la tristeza y la muerte.
En la senda de otro ilustre existencialista, Albert Camus, Vinterberg habla del absurdo de la vida, de su falta de sentido, sin que eso nos impida amarla intensamente. Y hay poco más que añadir a eso. Otra ronda detiene ahí, oportunamente, su discurso. No tiene gran cosa que decir sobre la vida ni sobre la juventud ni sobre Dinamarca ni sobre el alcohol. No hay una enseñanza, y quizás sea ese su mayor acierto. Eso es precisamente lo que la convierte, a pesar de sus deficiencias, en una película especial.
‘Otra ronda’ se estrena en cines el 9 de abril.
Tres comentarios menos que marginalmente relacionados con la película.
Uno, que en los países nórdicos se bebe mucho habitualmente, incluso en medio del trabajo. Unos colegas míos, soy maestro aunque ya jubilado, participaron en un intercambio con otros maestros en Finlandia, en sus escuelas públicas. Comían en la escuela y los maestros y maestras finlandeses llevaban, casi sin excepción, sus botellas de ginebra o de vodka, de las que echaban largos tragos y a nadie, excepto a mis compañeros, extrañaba la cosa.
Dos, que la crisis de los cuarenta tendrá de todo, menos de típica. Ni yo la pasé a su tiempo, ni ningunos de mis conocidos y conocidas.
Tres, el poema que encabeza el artículo, como muchos otros de poetas musulmanes exaltando el vino, prueba que la prohibición del alcohol no ha sido siempre tan taxativa como ahora ni castigada tan duramente. Incluso se cuenta que un cadí o juez de Al Andalus cada vez que se iba a cruzar por la calle con un beodo, cambiaba de lado de la calle para no tener que reconvenirlo.
Se sigue promocionando la droga dura más peligrosa y dañina para la sociedad y sus ciudadanos: el alcohol. Y se hace cada día por vías diversas y por destacadas figuras mediáticas en multitud de medios de comunicación, casi todos, y en los «culturales», como es este caso.
De lo que no se habla, en la práctica, nunca, es de sus víctimas: de l@s propi@s alcohólic@s y de sus familias (hij@s, madres, parejas, padres, etc.).
Gracias en nombre de todos ellos