Cultura
Alberto Prunetti: “Si no hay sentido del humor no es mi revolución”
El escritor italiano publica en castellano la segunda parte de su íntima trilogía sobre la clase obrera: '108 metros'.
¿Sabes cuando te cuentan el mismo chiste dos veces, la misma persona, y la segunda te hace la misma gracia que la primera? Gracia de reírte físicamente, no de la que se salda con un emoticono. De que se te salga un poco del café que estás bebiendo por la nariz. Es un engorro, pero quiere decir que lo contado y quien lo cuenta está tocando una tecla que estaba ahí, deseosa de ser tocada. Me pasó leyendo por primera vez 108 metri (Laterza, 2018) y me ha pasado leyendo su fantástica traducción al castellano, de Francisco Álvarez.
108 metros, recién editada por Hoja de Lata, es la segunda parte de la trilogía obrera del livornés Alberto Prunetti (Piombino, 1973), sucediendo a Amianto (también en Hoja de Lata, 2020). Si en esa Renato, el padre, era el protagonista, ahora lo es el hijo. Se trata de las aventuras no elegidas de Alberto en hornos, baños y cantinas de esa Inglaterra que suda y jura en arameo, la de pinta fácil y alarma temprana. ¡Ah, un coming of age laboral!, podría decir un despistado. No, pues Alberto sabe, desde antes de tener edad legal para currar, que el trabajo a quien más dignifica casi siempre es al patrón. Y sabe, igualmente, que a aquel que afirme haberse hecho rico gracias al esfuerzo lo que hay que preguntarle es al esfuerzo de quién se está refiriendo.
Por arriba, el capital, el gran empleador, tiende a confundirse en el abstracto. El privilegio de la inmaterialidad. Para eso se crearon los ángulos muertos, los fuera de cámara que llaman “consejos de administración”. Por abajo, todo es mucho más concreto. El oído, los ojos, las células envenenadas del cuerpo de Renato contadas en Amianto son un ejemplo. En esta entrega es el siderúrgico Quattr’etti, con el que habla Alberto a su vuelta a Piombino, quien tiene el hierro y su olor metido en la piel. Él y sus compañeros construyeron los raíles que permiten a sus hijos marcharse de un pueblo sin trabajo, sin futuro, casi fantasma.
Como ese lugar, seremos poco más que espectros si no recomponemos un espíritu de clase colectivo, diverso y vitalista. Ese con el que Prunetti retrata, en 108 metros, a una sufriente, tierna y humanísima Armada Brancaleone proletaria.
“La patronal hace tiempo que se levantó de la mesa de negociación”, escribe. ¿Cree que la mayoría de la clase trabajadora en países como Italia o España mantiene la ilusión de que hay todavía una oposición de este lado o más bien es consciente de una derrota?
Creo que hoy mucha gente de clase trabajadora ya no se siente parte de una clase común, con intereses comunes y contrapuestos a los de la patronal. Es algo que no pasa en la clase dirigente. Esa se siente parte de un proyecto común y ha seguido haciendo la guerra de clase, desarrollando un imaginario que represente sus propios intereses. Han ganado esa lucha porque la han hecho y la hacen desde arriba. Se ha intentado de todo para difundir la idea según la cual “ya no existe la clase trabajadora”, con el corolario de que “todos somos clase media”. En realidad no lo somos, y lo hemos visto con la pandemia, cuando trabajadores de limpieza, agroalimentación, logística, sanidad o industria han sido declarados esenciales. Es a ellos a quienes dedico mi trilogía working class, porque el mejor modo de invisibilizar a una clase es dejar de contar sus historias.
¿Cuál cree que es el secreto para que todo el mundo tienda a identificarse con la clase media? ¿No llega un momento en el que el consumo –tener un trabajo mal pagado u oscilante pero al mismo tiempo tener Netflix, por así decirlo– es insuficiente para situarte y definirte en el mundo?
En el pasado fue la pequeña burguesía la que se definía por su estilo de consumo, como las vacaciones o la ropa de marca. Mientras, la clase trabajadora se definía por su trabajo y por otras características, como frecuentar los bares y apasionarse por el fútbol. Hoy todo es más complejo: el estilo de vida basado en el consumo se ha convertido en un factor identitario y la mercantilización ha transformado elementos que antes definían subculturas obreras, desde los bares transformados en sitios de moda hasta el fútbol, que es ya totalmente un lugar de puesta en valor del capital. Netflix representa un poco la privatización de los espacios públicos: antes se iba al cine, incluso al cine de las casas populares con otras familias obreras, y ahora estamos en el salón, divididos, aislados.
No es seguramente una transformación neutral: la destrucción de esos espacios públicos, sitios donde las clases subalternas se encontraban, es parte del proyecto neoliberal de redefinición urbanística. El mantra pequeñoburgués de ser “el jefe de tu propria casa” propicia que las calles ya no sean espacios comunes, que las ciudades ya no tengan bancos o lugares de socialización pública. El sueño burgués del propietario diseña ciudades-escaparate que son una pesadilla si eres pobre o quieres tener un mínimo de vida social sin gastar dinero.
Me he reído leyendo 108 metros. Rescata una frase del poeta obrero Luigi di Ruscio que habla de la comicidad en las vidas de los pobres. Me recuerda haberle leído una vez a Ken Loach que la clase obrera cuenta los mejores chistes. Personalmente, no me he encontrado en la vida a un pijo gracioso. ¿Cómo ve el humor, la chispa, en términos de clase?
El humor es un elemento fundamental del imaginario popular. Y te digo más: si no hay sentido del humor no es mi revolución. La política identitaria basada en la seriedad me cansa. Necesito divertirme, crear solidaridad, sociabilidad. El humor también es un arma: sirve para tomar el pelo a los ricachones y ponerles en su sitio cuando tratan de reducirnos a la subalternidad. Nuestras vidas están llenas de comedia y de estratagemas para sobrevivir, hemos crecido en un universo cómico. Además no me gustan esas historias en las que los proletarios son descritos como víctimas tristes. No tenemos dinero pero tenemos nuestra astucia y un potente sentido del humor para ponerles las cosas difíciles. Como Cyrano, usemos el humor para tocar al adversario de clase.
“Era un perdedor que estaba en el lado correcto”, dice sobre Ross, uno de los currantes, en un pasaje emocionante. Tratas con mucho cariño a todos los enajenados que aparecen en el libro. ¿Hemos obviado desde hace mucho tiempo, por la dureza de ciertas vidas, que el cariño es autoestima colectiva y que esta es un arma política de primer nivel sobre todo cuando ya no existen organizaciones fuertes?
En mis novelas sé ser duro con los privilegiados, pero intento no ser nunca cínico con los subalternos. Incluso si no los represento de una manera romántica. Los personajes de 108 metros son diferentes de los obreros de antes, pero también de los del cine de Ken Loach, al que no obstante adoro. Se parecen más a los de Irvine Welsh. Tienen algo de pirata, de bucanero, algo de Long John Silver. Diría que en 108 metros los compañeros de camino, los aliados del protagonista, son stevensonianos, mientras que los opositores, en clave narrativa pero también de clase, son lovecraftianos. Aunque las vidas de estos piratas sean problemáticas, busco siempre hacer emerger la delicadeza. Son personas marcadas por el trauma de las transformaciones impuestas en el Reino Unido por las políticas de Margaret Thatcher.
Es la generación de los hijos de obreros con un oficio, crecida con recortes al bienestar, sin ninguna perspectiva de empleo ni ascensor social, con escasas posibilidades académicas y de vida en un ambiente urbano confortable. Lee Shuggie Bain, de Douglas Stuart, sobre la Glasgow de los años 80 para entender qué infierno era la vida en esa época. Esos eran los veinteañeros que trabajaban conmigo en las cantinas y los baños ingleses durante mi año y medio en la working class británica. No eran agradables, ni guapos, ni intelectuales, pero tenían un áspero sentido de la solidaridad. Espero haberles restituido de alguna manera, en 108 metros, lo que me dieron en términos de ayuda humana.
¿Cómo ve el debate sobre la posibilidad de reducción de jornada? En España ya es algo tímidamente verbalizado. Parecía que con la tecnología íbamos a conquistar más horas de ocio y hay muchos trabajadores de ese precariado cognitivo, obreros del excel y el word, que ya no conocen límite a su jornada laboral.
Vivimos en sociedades en las que muchos trabajan demasiadas horas mientras otros están desempleados. Soy favorable a una reducción de jornada sin reducción de salario. Hace falta que los trabajos estén mejor estructurados, combatir la plaga del trabajo irregular en la agricultura y otros sectores clasificados como informales, tipo riders, que deben ser contratados por las empresas. Y todo el trabajo debería estar sindicalizado. En Italia, al menos, se tiende a ir en la dirección opuesta. Un salario mínimo decente y una renta básica serían fundamentales para sostener a las personas en la elección de trabajos que no sean de rendimiento inmediato. Hay que ayudar a los trabajadores desde abajo.
En la novela usa la expresión “estudiar con castañas en el bolsillo”. ¿Qué significa?
Es una metáfora relacionada con una anécdota que me llegó muy adentro. En la posguerra mundial, el hijo de un minero, que luego fue cura e intelectual comunista, Ernesto Balducci, podía comer solo una vez al día. Su madre le hervía castañas y se las hacía llevar en el bolsillo. Él se las comía lentamente durante el transcurso de todo el día para no sentir demasiado la punzada del hambre. Solo por la tarde, cuando el padre volvía de la mina, podía hacer una comida, la única del día. He recogido en la novela esa imagen: estudiar con castañas en el bolsillo quiere decir hacerlo sintiendo hambre por los libros. Comérselos, devorarlos para alimentar la inteligencia y la curiosidad. Estudiar no para hacer una carrera, sino para cambiar el mundo, para hacer de este un lugar menos injusto.
Habla también de los dopolavoro [Instituciones y sedes con el objetivo de facilitar un ocio compartido entre los trabajadores, principalmente a través de juegos de mesa, cartas, billares o actividades deportivas. Fueron creados bajo el régimen fascista y en democracia estuvieron gestionadas en su mayoría por el Ente Nazionale Assistenza Lavoratori (ENAL). Dopolavoro hubo de influencia democristiana y también ligados a la izquierda antifascista, como la Associazione Ricreativa e Culturale Italiana (ARCI)]. ¿Cómo cree que afecta al sentimiento de clase esta desintegración laboral, el no compartir incluso espacio laboral ya con nadie durante mucho tiempo?
Hubo un tiempo en el que tras la jornada laboral los trabajadores se reunían. En Inglaterra en los pubs, en Italia en los Círculos ARCI o los dopolavoro. Hoy todo está diseñado para que volvamos a casa. Incluso salimos menos de casa, somos átomos que trabajan a menudo privados de sociabilidad física. Con esto no quiero llorar por el pasado: esa experiencia de sociabilidad del dopolavoro era solo masculina. Las mujeres estaban condenadas al trabajo doméstico, sin espacio social, o al menos con uno muy restringido. Debemos transformar nuestra sociedad e intentar que los trabajos tengan momentos de sociabilidad y no solo de extracción de riqueza pública que luego va a bolsillos privados. El trabajo debe alimentar los recursos públicos, no exprimirlos desde manos privadas.
En un momento del libro habla de la lealtad a uno mismo y del posicionamiento que significa no reírle las bromas al jefe. Habla de ciertas reglas obreras. Con tanto paro y precariedad, cuando ya no puedes mandar a la mierda a los encargados, ¿cree que uno de los factores más devastadores a nivel psicológico y de autoestima colectiva es el de tener que trabajar agachando la cabeza?
Creo que sí. Para muchos de nosotros el trabajo no es una experiencia positiva. Hacemos con frecuencia tareas que podrían tener un efecto positivo en la reproducción social. Pienso en quien trabaja en cuidados, en maestros, en el personal sanitario o el mantenimiento de los espacios públicos, e incluso en estos ámbitos la burocracia, el control jerárquico y las prácticas de valor liberal transforman trabajos útiles en experiencias altamente alienantes.
Por no hablar de los trabajos inútiles, meramente administrativos o los realmente peligrosos, los que destruyen vidas, desde el ejército a la producción de armas o la reestructuración gentrificada de las ciudades. Tendremos que repensar el trabajo en función no de la producción y extorsión de la riqueza, sino del bienestar colectivo. Y entonces quizá trabajaríamos más dispuestos. Sobre todo si defender los derechos laborales fuese una práctica común y no algo que a menudo te lleva al despido.
Pinta el capitalismo como una secta destructiva, al menos por las dinámicas de algunas empresas y subcontratas. Y sin embargo tenemos que seguir dándole oportunidades porque no hay alternativa.
Sí, ¿quién trabajaría en ciertos puestos si tuviera una alternativa? Mira, yo he trabajado en hostelería durante 10 o 12 años, pero ahora no podría. Ahora trabajo en el sector editorial y no gano mucho más que un pizzero, igual puede que menos, pero al menos no siento el aliento del dueño del restaurante en mi cuello cada tarde o a la jefa que me mira mal si en una mesa no se comen entera una pizza. El trabajo bajo el régimen capitalista es algo atroz. No se puede mantener una ética laboral en estos tiempos. Y lo dice el hijo de un obrero que tenía una ética del trabajo fortísima. Pero al menos mi padre tenía compañeros de equipo que compartían con él un imaginario y, como decíamos, formas comunes de socializar. Hoy un restaurante se parece a un programa de Gran Hermano en la que en cada gala echan a uno.
“Me parecía que el mundo era una gran casa para la clase obrera, como cuando era pequeño”. Es una frase-imagen de 108 metros. En Italia, como en España, ha habido movimientos que se articulan en base a una falsa nostalgia de clase en la que ésta parecía estar representada homogéneamente por un hombre fuerte con mono azul y tatuajes del West Ham. ¿Cómo ve este tema?
Creo que la nostalgia, como escribe Mark Fisher, es un sentimiento reaccionario. Yo le canto a la clase obrera, pero no todo era ni mucho menos de color de rosa en aquello que conocimos. Había mucho machismo, demasiado peso patriarcal. Silvia Federici nos ha enseñado cómo la clase trabajadora fue dividida sobre una fractura de género que enfrentaba hombres proletarios con mujeres proletarias. Lo mismo con la brecha de color, como demuestra la obra de Angela Davis. Esas rupturas han tardado mucho en corregirse y han dejado cicatrices. Y luego había otras cicatrices, menos simbólicas. Accidentes laborales. Había mucho tiempo para el pan y muy poco para las rosas. No quiero volver a ese pasado, al mito de la clase obrera de hombres blancos. Hago historiografía, tiendo puentes, eso sí. Pero para inventar un imaginario y un futuro para la clase trabajadora, no para embarcarme en el sueño de un pasado nostálgico que crea monstruos identitarios.
Por eso, el punto es pensar en una sociedad diversa, con una nueva clase trabajadora que no se construya solo sobre la figura del obrero blanco con mono azul. Me gusta mucho lo que escribió el antropólogo David Graeber a propósito de la working class. Él dice que es sobre todo una caring class, una clase que cuida y se preocupa. Necesitamos una caring class compuesta de personas de todos los colores y géneros dispuesta a ocuparse de los otros y del planeta, de manera solidaria, sin jefes ni siervos. Tenemos que curar las heridas, los traumas, las divisiones de color y género dentro de la clase. Ese es el sueño que tengo cuando escribo libros. No podemos esperar nada del egoísmo de la burguesía. Si este planeta tiene un futuro, está en las manos de la caring and working class.
En el documental El año del descubrimiento (Luis López Carrasco, 2020), un sindicalista veterano recuerda que de adolescentes parte de su generación descubrió antes el trabajo que el amor. A pesar de que el trabajo marca seguramente más tu vida que el amor, la cantidad de canciones, películas o libros que hablan de uno o de otro está descompensada.
Es así. Nosotros trabajamos toda la vida, pero luego pocos escriben sobre ello. He hecho una trilogía sobre la working class, pero si hubiera escrito de amor a lo mejor habría vendido más copias. El problema es que el trabajo tiene que ver con una falsa vida, como diría Walter Benjamin, o sea, con la alienación. El amor debería ser la verdadera, la auténtica vida. A pesar de que después, y eso nos lo enseña el feminismo, el amor también puede ser tóxico y alienante, o transformarse en cuidados de una persona oprimida hacia un opresor, o sea, en trabajo. En vida falsa y repetitiva. Al final, la cosa es cómo de honestos somos con las historias que contamos, sean de amor o de trabajo. También escribir sobre trabajo es un acto de amor.
Se preguntas: “¿Qué cuentas, qué escribes (…) si el estómago no conoce el hambre ni el hígado la rabia?”. No escribe como un acto formal, de cara a la galería o solo para lucirte, pero ¿con qué propósito lo hace?
Mi escritura nace del sufrimiento pero no es victimista. Escribo cicatrizando heridas y traumas y al final las risas pueden más que las lágrimas. Escribo como acto de confianza y amor hacia las personas que trabajan demasiadas horas y no encuentran palabras para contar su propia historia. Mi escritura es una manera de tener presentes esas vidas. A la vez, nace del hecho de vivir esa opresión. No escribo desde una posición de confort, como podría hacer un blanco que contase historias sobre personas negras, o un hombre sobre las vidas de las mujeres, o un rico sobre pobres. Lo hago desde el contexto de la clase. Y aquello que no he vivido en carne propia intento hacerlo entrar en la colección working class de la que me encargo para la editorial Alegre. Aquí se publican historias de mujeres obreras y de autores que escriben desde posiciones queer y LGTBQ. Nuestro próximo título será la traducción al italiano de Tea Rooms, de Luisa Carnés.
¿Qué puede adelantar al público castellanoparlante sobre la última parte de tu trilogía, Nel girone dei bestemmiatori (Laterza, 2020)?
He intentado contar el infierno del trabajo contemporáneo tomando al pie de la letra la metáfora del infierno de Dante Alighieri. A la vez, intento conectar a las viejas y las nuevas generaciones en torno a las narraciones del trabajo, y arrojar luz sobre la importancia del trabajo de reproducción social, los cuidados, el no reconocido e invisible, el trabajo que hacía mi madre. He conseguido escribir su historia, la de ella, que en los dos libros anteriores, sobre todo en Amianto, no quería ser contada. Contarse es un acto político y cada cual debe hacerlo por sí mismo o misma, no en palabras de otros. Mucha gente me pedía poder escuchar esa historia, pero yo quise respetar sus tiempos, sin forzarla. Estoy contento de haber terminado la trilogía working class. Ahora podré narrar de otras maneras y acometer nuevos proyectos. Me interesa mucho la manera en que se entrelazan patriarcado y burguesía, me apetece escribir sobre ello en un futuro.