Opinión

Es el turno de Dylan

"Lo que nos corresponde, como sujetos responsables, es escuchar y aprobar o reprobar comportamientos, no individuos", reflexiona Noelia Adánez sobre el documental de HBO ‘Allen V. Farrow’.

Documental ‘Allen V. Farrow’ de HBO.

El documental que HBO ha dedicado a dilucidar los abusos denunciados por Dylan Farrow, una de las hijas adoptivas en común de Mia Farrow y Woody Allen, sirve a varios propósitos, todos ellos muy loables. 

El primero y más evidente es dar voz a Dylan, quien si bien había contado su historia siendo adulta por vez primera hace algunos años animada por el MeToo, nunca lo había hecho tan extensamente y en un marco narrativo procurado para dotar a su relato de un contexto. Es evidente desde el principio que las simpatías de productores y directores están con la familia Farrow. No se oculta esa inclinación. Es razonable que esto suceda cuando se enfrentan dos versiones de un mismo suceso y quien se declara víctima insiste en serlo años más tarde y sigue buscando reparación. Por decirlo de forma directa, es el turno de Dylan. 

Hasta que Dylan comenzó a contar su historia siendo ya adulta, el marco narrativo lo había impuesto claramente Woody Allen a través de sus conexiones publicitarias y políticas. Allen es un hombre muy poderoso e influyente y eso se ha evidenciado en múltiples ocasiones desde que comenzó el contencioso entre él y Farrow a mediados de los noventa. Su marco se elaboró estratégicamente y tomó como punto de partida el momento en que Woody Allen publicitó su relación con Soon-Yi. El cineasta sostuvo que Farrow había inoculado en Dylan la idea falsa de que su padre había abusado de ella para vengarse por haber iniciado una relación con una de las hijas mayores de la actriz.

Farrow pasó a ser, desde entonces, la loca, histérica, manipuladora, despechada, mala madre en la que los medios la convirtieron. Una mujer vindicativa que, sin embargo –sirva como ejemplo de las muchas inconsistencias que atraviesan la construcción de esa imagen de la actriz– estuvo de acuerdo con el fiscal de Connecticut Frank Macco en no procesar a Allen cuando el primero juzgó que, caso de prestar testimonio ante un tribunal, la niña sufriría un estrés psicológico inasumible. Macco tomó esta decisión aun considerando que había pruebas suficientes para procesar al cineasta. Mia Farrow antepuso, en esa ocasión como en muchas otras, la salud y el bienestar de sus hijos a la resolución de un conflicto con Allen del que el documental de HBO muestra que lleva años huyendo y del que no espera si no que termine cuanto antes. Es Dylan, la presunta víctima de Allen, quien con el apoyo de su hermano Ronan –un importante periodista y abogado– quiere seguir insistiendo en su historia y exige reconocimiento y reparación. Es la niña, ahora adulta, quien necesita contar su historia para, precisamente, dejar de ser aquella niña atrapada en un momento que no se deja vivir

Hasta el MeToo, la versión de Allen y su entorno encajaba muy bien en una sociedad dispuesta a creer en la existencia del “síndrome de alienación parental” (SAP) ideado por el controvertido psiquiatra norteamericano Richard Garner en los años ochenta y difundido justo en la década de los noventa, cuando comienzan los problemas entre Allen y Farrow. Y, sin embargo, la alienación parental no se sostiene como síndrome y jamás ha sido reconocida por ninguna organización oficial como enfermedad con su respectiva patogénesis y su tratamiento correspondiente. A pesar de lo cual se ha publicitado y argumentado en casos de custodia y se sigue empleando como cortina de humo con la que evitar la investigación de abusos, en detrimento de la seguridad y el bienestar de las criaturas y de sus madres denunciantes. 

Gardner lo convirtió en un sello con el que franquiciar una factoría de difusión de ideas pseudocientíficas y peligrosas sobre sexualidad, infancia y psiquiatría en general. Pero no fueron las dotes de persuasión del malogrado psiquiatra (se suicidó en 2003) sino la receptividad de una sociedad dispuesta a creer en que las mujeres manipulan y las criaturas mienten las que dieron alas a los defensores del SAP. Estas creencias asentadas en los imaginarios colectivos, que perpetúan violencias patriarcales tan arraigadas como difíciles de desenmascarar, reviven con especial virulencia cuando alguien del ámbito científico afirma poderles dar una explicación. Ya saben, necesitamos creer que lo que nos han dicho que tenemos que pensar es cierto. Hay mucho de eso en el caso de Dylan Farrow. Escuchen.

El documental también sirve para romper con el supuesto dilema entre genio artista y abusador pederasta. Un visionado empático y desapasionado nos llevará a entender que no nos corresponde a cada uno de nosotros juzgar para clasificar a un individuo porque, entre otras cosas, eso no va a servir para reparar a la víctima. Lo que nos corresponde, como sujetos responsables, es escuchar y aprobar o reprobar comportamientos, no individuos. Como parte de un nosotros integrado, de una realidad social viva, nos corresponde, por penoso o doloroso que resulte, colocar a las víctimas en el centro y prestarles toda nuestra atención a ellas. Resulta muy irritante la insistencia con que Allen se victimiza, no solo responsabilizando al MeToo, sino haciendo visible su preocupación por cómo le recordarán, esgrimiendo, precisamente, que no le da ninguna importancia cuando es evidente que sí lo hace. Y resulta irritante porque la sombra de su posteridad, supuestamente afectada por ese dilema, vuelve a ocluir la realidad dramática de una presunta víctima: su hija Dylan. Mientras Allen piensa en su posteridad; Dylan sobrevive a su presente. No es justo.

Los grandes hombres, talentosos, carismáticos y geniales que llevan a cabo comportamientos abusivos tienden a normalizarlos, al menos en espacios privados, a quitarles importancia, a relativizar la carga moral que comportan y a camuflar las transgresiones dolosas que conllevan bajo un halo de intelectualismo. Eso tampoco es justo. 

Cuando el abusador no es un artista genial, o un intelectual asombroso o un hombre en suma al que admirar por las razones que sean, sino un individuo corriente, nos parece evidente que allí donde ha habido abuso debe haber reprobación. Y puesto que en estos casos somos algo menos clementes conviene que confrontemos esto que sí es un dilema: supuesto un consenso moral que no permite los abusos en la infancia, ¿permitimos a unos hombres, en virtud de su pretendida genialidad, carisma y muy remarcables atributos que abusen y a otros hombres comunes, que no tenemos por formidables, que no lo hagan? ¿Cómo sostenemos públicamente ese doble rasero? No podemos, por eso debemos condenar ambos abusos, todos los abusos, sin medias tintas ni matices

Si condenamos, pongamos por caso, los presuntos abusos cometidos por Allen sobre su hija Dylan, ¿estamos repudiando su obra, cuestionando su talento? Me parece que no. Estamos haciéndonos cargo del sufrimiento de una víctima. Pertenece al fuero íntimo de cada quien determinar en qué quiere convertir ese “hacerse cargo”. Habrá quien se limite a reprobar y a afear y habrá quien no sienta el deseo de volver a ver ninguna de sus películas. Depende de posiciones, sensibilidades, experiencias, subjetividades. Depende, como digo, de cada quien.

Por mi parte espero que se recuerde a Woody Allen como el gran cineasta que es y que se guarde igualmente memoria de su muy despreciable y aborrecible comportamiento hacia su expareja, la familia de esta y –según indicios– hacia su hija en común con Farrow: Dylan. Espero igualmente que se preserve la historia del sufrimiento que trajo consigo el SAP y de la desprotección y el dolor que está causando y de cómo el proceso de Dylan se incardina en una historia que la trasciende y cuya conclusión final, ojalá, nos lleve a potenciar la escucha; una escucha atenta y empática que coloque a la víctima en el centro.

Y es que, como escribe Marta Suria en Ella soy yo: “No hay otra opción: es ineludible contarlo, es necesario escucharlo”. Escuchen. Es el turno de Dylan. 

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Comentarios
  1. Lamentable artículo. Opiniones tan sesgadas como esta, tan alejadas de los hechos probados, desacreditan el movimiento feminista.

  2. A finales de los 70 nadie quería contratar a Mía Farrow. Los estudios y directores la consideraban conflictiva en los rodajes. Su carrera sobrevivió una década más gracias a su relación con Woody Allen, que le dio trabajo.
    En cuanto a Allen, en entrevistas a finales de los 80 ya decía lo mismo que ahora: que no cree haber hecho una obra maestra tal y como él las entiende y que lo que ocurra con su obra y su memoria cuando muera no le importa ni inquieta. Dijo incluso que él hacía cine para si mismo.
    Pero ahora llega esta manipuladora articulista y se inventa que Farrow era maravillosa y Allen está preocupado por si el caso Dylan ensucia su legado. Genial.
    Para troncharse.
    ¿cuantas películas no dirigidas por Allen ha hecho Farrow desde 1980?

  3. Cuando el discurso de género se vuelve populista, todo está fuera de control. Por supuesto que hay que escuchar a Dylan, pero sin la actitud tendenciosa de la serie de HBO y sin el tufo maniqueo de la autora del artículo. Noelia, que la ideología no te impida ver el bosque.

  4. ALLEN YO TAMBIÉN TE CREO!!! LA JUSTICIA YA LO JUZGÓ.
    DECEPCIONADA CON HBO POR PRESTARSE A DIFUNDIR LA OPINION DE UNA PARTE Y LLAMARLA DOCUMENTAL

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