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Ruido

Ignacio Pato, en #LaMirada, analiza el uso que hacemos de las redes sociales: "No inflamos por manipulación o egoísmo, sino por algo que nos supera"

Mural en Mercado de Tlaxcala. ISAACVP / Licencia CC BY-SA 4.0

No conozco a nadie que me haya caído peor en persona que en redes. Es algo que de vez en cuando me viene a la cabeza. Reconforta. Ya sabemos que uno de los peligros del ruido, del exceso de inputs en muy poco tiempo, es identificar esos disparos con personas que apreciamos o incluso queremos. En redes, esa responsabilidad debería recaer en el formato. En la máquina.

Ayuda, de tanto en tanto, para no caer en el cinismo y en el encastillamiento. En el ombliguismo autocompasivo. También uno mismo puede ser el aborrecido de alguien. De hecho, si hablamos de tuitear es muy difícil hacerlo con regularidad sin resultar insoportable. La economía de la atención no lo pone fácil.

No lo es, comunicar sin resultar prepotente, pesado o hiriente en el peor de los casos. Basta imaginar tuiteando a personajes que en libros nos han parecido atractivos. A Nati de Lectura fácil llamándonos fascistas a todos. A Manuel de Los asquerosos despreciando una aplicación que alivia su soledad. A Camila de Las malas incomodando más que agitando. A Paula de Pequeñas mujeres rojas escupiendo resentimiento contra Azafrán.

Se ha escrito ya en muchos sitios que es en las redes donde ofrecemos nuestra mejor cara. Eso podría ser así hace 5, 6, 7 años. Hoy ya no nos esforzamos por disimular ni en Instagram, donde de cada posteo se intuye la cara B. Este año se cumple una década desde que se pensó en la comunicación digital como ágora. Los nodos. La mente-colmena. Hoy se parece más al Speaker’s Corner donde la gente monologa en Hyde Park y luego cada uno a lo suyo.

Está bien que así sea. Ya llegará otra cosa. Además, las ventajas para personas para quien estas son su única ventana relacional, o una muy importante en su vida, son indiscutibles. Y por supuesto para visibilizar heridas personales fruto de violencias estructurales. Twitter no es un bar de borrachos, expresión bastante clasista donde la palabra elegida para hacer daño es “bar” y no tanto “borrachos”. Porque recordemos que en Pachá están bastante más ciegos que donde Joaquín.

Se parece más a una oficina. A trabajo. Hasta para quien no es periodista las redes exigen eso que pedantemente podemos llamar curadoría. Pensarlas, mantenerlas, ordenarlas, atender, reaccionar, aportar, silenciar, bloquear. Son otras formas de nombrar al trabajo no pagado.

Algo que en el caso de profesionales de la comunicación es aún más evidente. ¿Cómo evitar esas horas extra cuando tienes a tu disposición, y sin límite de tiempo, semejante canal? Nadie que diera un golpe de Estado hoy se molestaría en tomar los estudios de RTVE con afán propagandístico y sí la casa de Ibai.

Envenenado o no, es un caramelito para toda persona que tenga una porción de su trabajo que pueda empaquetar en un tuit o un enlace. Hablo con periodistas y personas que escriben y es recurrente esta fantasía: ojalá no tener redes. Es nuestro “¡vete a Cuba!”. La cosa es que este artículo, si no se postease en ninguna, y teniendo en cuenta el tráfico web que desde hace unos años tienen todos los medios, apenas existiría. Lo vería menos gente, con lo que el objetivo principal de cualquier texto (llegar al otro lado, remover si tiene esa capacidad e incluso poder contribuir a un debate público) sería misión imposible.

Cada vez que tuiteo estoy irrumpiendo en alguna cabeza. En cuántas, eso depende de cada cuenta, de cada impresión, del algoritmo. Estoy lanzando los dados. ¿Es relevante esto que publico? ¿Construye? ¿Tiene capacidad de arañar, como en el meme ese del pavo que se gira a mirar a otra chica, algo de caso con respecto a la noticia del día? Nadie escribe para no ser leído. Ningún periodista tiene un candado en su cuenta. Erreté.

Que no suene a excusa, pero no inflamos por manipulación o egoísmo, sino por algo que nos supera. Más que a villanos nos parecemos más a unos dickensianos ocho hermanos que meten codos en la mesa para pillar algo del plato. Por eso tanto libro fundamental, texto imprescindible, canciones que son himnos, actuaciones de jefazo, intervenciones de diosa, písame la cara, el partido del siglo, un plato de diez.

El efecto agregado suele ser el ruido. Porque aquí no estamos hablando de lo cualitativo. Eso para los moralistas. Giros argumentales rompecuellos, rotondas narrativas tomadas a punto de volcar, la política cliffhanger, hilos larguísimos, pero también ingenio, atracción, conexión, cariño, pena, rabia. No son, obviamente, experiencias o sensaciones negativas. Ni mucho menos ajenas a la condición humana. Lo que son es muchas. Mucha policía y poca diversión quedó sustituido en la vida adulta, primero, por mucho trabajo —o ninguno— y poco dinero. Después completado por mucho input y poco tiempo. Noto a mi alrededor, últimamente, una cierta saturación de ruido. Noto un tope. Me parece sano. Y en ese hartazgo flota la sensación de que es complicado desligar ese rechazo de una crítica general a un sistema de producción chiflado. Y eso me parece sano y esperanzador.

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