Opinión
Notas para sobrevivir a una primavera con campaña electoral
"Para no morirnos de desafección y aburrimiento, a mí solo se me ocurre que nos agarremos a lo que pueda haber de lo común en ese baile. Sabernos en una puerta y ver cómo queremos atravesarla", reflexiona Laura Casielles.
Alerta, alerta: en efecto, este es un artículo sobre la campaña de Madrid. Ya lo siento, porque a lo mejor tú no estás en Madrid –a lo mejor no estás en Madrid ni aunque de hecho estés allí, de puro hartazgo–. Pero es verdad que hay veces que algunos fenómenos de la actualidad, focos aparte, condensan muchas cosas, como en un terrario.
A mí lo que me pasó es que durante un rato me ilusioné bastante. Una tarde entera, a lo mejor, como despertando de ese ánimo de siesta que rodea, en general, al clima político últimamente. El giro aquel de los acontecimientos de un lunes cualquiera –y el posterior hilado de los hechos– me espabiló, y me puso a pensar, y a hacerme preguntas. Eso ya me parece reseñable, con cómo está el patio. De ahí estas notas, que comparto por si sirven.
En realidad, en cierto sentido las campañas electorales son lo contrario a hacer política como la entendemos quienes creemos en los procesos y la construcción colectiva. Por su propia naturaleza, las campañas electorales se juegan en lo mediático, en lo acelerado, en lo competitivo. Por su propia naturaleza son jerárquicas y verticales, y dependen de juegos que no siempre son bonitos de ver. Por su propia naturaleza son el campo de batalla de luchas que no tienen necesariamente que ver con lo que a la ciudadanía más nos urge.
Pero es que no tiene mucho sentido pedirles otra cosa, y tampoco frustrarse demasiado con ellas. Son simplemente un momento concreto de la vida pública, con unas características muy determinadas. Uno que, en un mundo regido por el star system y el espectáculo, oscila casi inevitablemente entre la adrenalina y el aburrimiento. Y a veces se vuelven irritantes, claro que sí, pero eso es porque nos recuerdan todo lo que no son: la construcción cotidiana, la verdad que late detrás de los eslóganes, la posibilidad de hacer las cosas a otro ritmo. –Ojalá esa irritación nos llevase a todas y todos a hacer todo eso otro en el día a día, pero esa es otra historia–.
Pero esa especificidad, esa limitación, ese interés muy relativo que tienen las campañas electorales no quiere decir que no supongan una oportunidad para que ocurran cosas. Yo me ilusioné la tarde aquella básicamente porque durante un rato soñé con una primavera poblada de reencuentros con gente amiga en un parque de algún barrio mientras sonaba de fondo un mitin que ni siquiera estaríamos escuchando demasiado.
Gente amiga a la que hemos dejado de ver porque los desencuentros, porque los matices, porque los orgullos. Gente amiga con la que se compartía tanto de lo importante, gente amiga con la que se había hablado tanto y se tenían tantos proyectos posibles por poner en pie. En un parque, digo: pidiendo una cerveza en una de esas barras como de fiesta. Palabras como “unidad” pueden sonar muy abstractas en televisión, pero significan esas cervezas. Esos encuentros. Esas conversaciones.
Quiero decir: significan la posibilidad de restituir un espacio común. Una campaña no es solo el empeño muy concreto por conseguir algo dentro de la batalla institucional. Una campaña es un espacio de tejido colectivo, de refuerzo de lazos, de extensión de las raíces para un tiempo que se abre. Porque se gane o se pierda, hay un tiempo viniendo, que habrá que habitar. El día de las elecciones no es solo un punto de llegada, también es un punto de comienzo. Y una campaña también es el momento de sincronizar los relojes para lo que está por venir.
Ese es el agua subterránea que fluye bajo los grandes discursos y los titulares y las pullas de los cabezas de lista. Fluye en los barrios que se organizan para pegar carteles, y fluye en las redes sociales poblándose de determinadas conversaciones, y fluye en nuestro propio ánimo. Y es por eso ad–emás de por la cerveza al sol– por lo que me ilusioné aquella tarde.
Simplemente porque me espabilé. Porque me puse a pensar, a sentir cosas. Esta campaña, como toda otra, es la puerta de entrada al ciclo que viene –y aquí es donde me tenéis que perdonar que esté hablando de Madrid, porque creo que podemos tener todos claro que no estamos hablando solo de Madrid–. Y el ciclo que viene, amigas, tiene una pinta pésima.
Por eso, si es cierta esa idea de que las campañas son también un modo de ajustar lo que se tiene antes de cruzar la puerta, me parece más halagüeña una en la que nos impliquemos –signifique eso lo que signifique, tal vez solo vivirla medio despiertas– que una que transitemos con la apatía inmensa de lo que no nos dice nada.
Después de la tarde aquella, es verdad que me vine un poco abajo otra vez. Parece que no es muy probable eso de que me vaya a encontrar en los parques con gente amiga en un clima propicio a restituir el espacio común. Pero aun así las cosas pueden hacerse de muchas maneras. No hace falta casarse para quedar de vez en cuando.
Por nuestra parte, para vivirlo con un poco más de ligereza quizá sea necesario que revisemos cómo nos relacionamos con quienes protagonizan la política en las noticias. Vale, en una campaña están particularmente presentes. No es fácil obviar que son el centro, porque lo son. Pero hay que reconocer también que tenemos todas y todos una inercia a pensar desde el binomio adhesión-manía que tampoco ayuda mucho.
¿Qué pasaría, por el contrario, si considerásemos a los candidatos como herramientas, como detonantes? A lo mejor es lo que son: a lo mejor no tenemos que ponerles tampoco tanto peso, y ver más bien de qué nos puede servir lo que están provocando. Con un poco de distancia y desapego, con pragmatismo.
Los giros performativos de la política como institución y espectáculo a veces nos agotan. Pero son solo una de las dimensiones de todo ese juego de corrientes visibles y subterráneas. Y una que, sin duda, contribuye a configurar el mapa, a cambiar relaciones y posibilidades. No tenemos que dejarnos arrastrar por eso, faltaría más. Pero podemos preguntarnos qué hacer con ello. Lo contrario sí que es dejarlo todo en sus manos.
Está claro que vamos a acabar hasta el moño. Porque los focos van a estar en los personajes a los que no dejamos ser personas, porque la verdad se devaluada cuando se juega al risk, porque todo propicia que imperen el mensaje grueso y el insulto. Porque la campaña no habla de nuestras vidas. Porque no estamos en Madrid ni aunque estemos.
Pero para no morirnos de desafección y aburrimiento a mí solo se me ocurre que nos agarremos a lo que pueda haber de lo común en ese baile. Sabernos en una puerta y ver cómo queremos atravesarla. Aunque al otro lado la cosa esté jodida. O quizá sobre todo por eso.
Porque en el hartazgo ya ganan los malos. También los malos nuestros, por supuesto. Gana cualquiera que prefiera sabernos fuera de la posibilidad de participar. Por eso, yo me niego a dejarme convencer por la idea de que ilusionarse es de idiotas, de que querer ser parte es dejarse engañar.
Peco probablemente de un exceso de la voluntad a la hora ver el vaso medio lleno, yo lo sé. Y ser hater está más en el espíritu del tiempo, eso también lo sé. Pero es que en realidad quizá esa sea mi única nota importante para lo que se viene: que mejor seguir teniendo, pese a todo, la confianza en que algo transformador es posible. No conozco otra forma de soportar la sucesión de campañas electorales sin dejar de querer aportar el granito que nos toca al empeño común de que la primavera avance.