Cultura

Goya también fue reportero: “Yo lo vi”

La profesora María Santos-Sainz analiza en su último libro el perfil político y periodístico del genio de Fuendetodos.

Imagen de la estatua de Goya en Burdeos, obra de Mariano Benlliure. MANUEL LIGERO

Una mujer carga con un bebé al hombro mientras tira del brazo de otro niño. Quiere apartar a los pequeños del peligro. A su alrededor, hombres y mujeres huyen despavoridos. Miran hacia atrás con gesto de terror. Se avecina una carga del ejército francés, que queda fuera del encuadre. Goya remata esta estampa de la serie Desastres de la guerra con una expresiva leyenda: “Yo lo vi”.

“Tenía la mirada del reportero”, señala a La Marea María Santos-Sainz, profesora titular de Periodismo en la Universidad Montaigne de Burdeos y autora del libro Le dernier Goya (El último Goya, editado en Francia por la editorial Cairn). “Durante la Guerra de Independencia muestra su compromiso para denunciar la barbarie humana. Y lo hace de forma imparcial, dibujando las atrocidades que se cometen en los dos bandos. Esto es muy importante porque en aquella época los pintores trabajaban por encargo, muchos de ellos para el rey, y estaban al servicio de la propaganda oficial”. Podría decirse que Goya retrató la guerra como freelance, atendiendo solo a su sensibilidad. De hecho, la serie de los Desastres permanecerá inédita, por voluntad propia y precaución política, hasta después de su muerte.

El obsesivo tema de la violencia siempre estuvo ahí, como demuestra el aguafuerte El agarrotado, realizado antes de la llegada de Carlos IV al trono, pero su desasosiego se fue afilando con el tiempo. El recorrido que le lleva de pintor de la corte a fedatario del terror de la guerra y de las violencias (físicas y culturales) que aquejan a España está ligado a su propio cuerpo.

El estilo, los temas y la mirada del genio cambiaron sensiblemente a partir de 1792, tras caer enfermo durante un viaje a Sevilla y quedarse sordo. El pintor real, autor de tapices y de escenas de fiestas populares, empezó a trabajar al margen de los encargos de la aristocracia. Pero su mal no lo aísla. Lo hace, muy al contrario, “más sensible al mundo exterior”, a juicio de Santos-Sainz. Se fija en el pueblo, en sus sufrimientos, en su pobreza, en la incultura y las supersticiones que lo mantienen sumiso a un clero violento y opresivo. Su serie de los Caprichos, que en algunos dibujos anticipa el surrealismo, son una crítica salvaje a esta sociedad. Ya está ahí su vena de cronista incisivo.

Con la invasión napoleónica y su guerra subsiguiente, llega el horror. Sus Desastres “revelan el trabajo de un reportero de guerra independiente y sientan las bases del fotoperiodismo”, afirma la autora.

Goya en Burdeos

María Santos-Sainz vive en Burdeos desde hace más de dos décadas. La presencia de Goya en la ciudad la perseguía desde su época de doctoranda. Muy cerca de su casa, en el Jardin Public, estaba la imponente estatua que Mariano Benlliure le dedicó al pintor aragonés (hoy está en otra ubicación, en la Place du Chapelet, junto a la iglesia de Notre-Dame). Goya vivió sus últimos cuatro años de vida en la ciudad francesa.

No era un exiliado en sentido estricto, como sí lo fueron sus amigos Leandro Fernández de Moratín y Manuel Silvela, que vivían perseguidos por el régimen de Fernando VII por su condición de afrancesados. “Es muy triste que un país sea tan intolerante como para echar a sus mejores figuras y que seamos incapaces de crear una convivencia. Y esa intolerancia llega hasta nuestros días, seguimos pagando esa factura. Es terrible que nuestra historia se forje a partir de estas exclusiones. Ha pasado en diversas épocas, en 1492 con los judíos, en el siglo XIX y tras la Guerra Civil, y es un tema que no hay que olvidar”, apunta la autora.

Le dernier Goya
Portada del libro de María Santos-Sainz. ÉDITIONS CAIRN

Goya, liberal y apasionado partidario de la Ilustración, demostró siempre una gran inteligencia política para esquivar represalias y conservar su independencia. Por ejemplo, cuando supo que la Inquisición iba a abrirle un proceso por su serie de los Caprichos, de claro componente anticlerical, la retiró del mercado y entregó su custodia a la Casa Real, lo que le ponía a salvo de las garras frailunas. Ni siquiera su declaración de adhesión a la Constitución de 1812 lo enemistó con los Borbones. Pero vivir en España, tras la restauración absolutista propiciada por los Cien Mil Hijos de San Luis, se le hacía irrespirable. “Es curioso cómo los sectores más reaccionarios de España siempre han necesitado de la ayuda extranjera para imponerse. De Francia en 1823, y de la Alemania nazi y la Italia fascista durante la Guerra Civil”, apunta Santos-Sainz.

El artista, que había dejado testimonio de su pesadumbre en sus grabados y en las Pinturas negras con las que llenó las paredes de la Quinta del Sordo, decidió unir su destino al de su compañera sentimental, Leocadia Weiss, y partir hacia Francia. “Ella sí que fue una refugiada política –explica Santos-Sainz–. Incluso llegó a percibir por ello una ayuda del Estado francés. Fue una mujer muy moderna y muy libre, de firmes ideas liberales, y tuvo un papel activo en la vida política”.

En su libro se aproxima al Goya más íntimo, el que vivió sus últimos años de vida en Burdeos, flanqueado por dos mujeres a las que adoró: Leocadia y la hija de ésta, la pequeña Rosarito. Junto a ellas, y ya octogenario, recupera la felicidad. “Escapa de una sociedad represiva y recupera el camino de la libertad. Él se jubila en 1826 y en esos años se vuelca en un arte privado y completamente libre”.

Los retratos que pintó entonces se los hizo a sus amigos. Las cartas que escribe y los cuadernos que dibuja evidencian un estado de ánimo exultante. Muestra a ancianos (como él) activos, alegres y curiosos. Ancianos que estudian y que hasta patinan. En uno de ellos representa a un viejo, con una larga barba blanca y apoyado en dos bastones, y lo titula Aún aprendo. Es feliz, y así se lo comunica por carta a su hijo Javier, pero los temas que le obsesionan siguen ahí, singularmente el tema de la violencia: “Denuncia situaciones que le parecen totalmente injustas. Da voz a las capas más desfavorecidas de la sociedad y critica, como ya había hecho en España, la pena de muerte. En Burdeos asiste a una ejecución en la guillotina, y al dibujarla está haciendo una denuncia de la represión de Estado y del ejercicio de esa violencia que algunos consideran legítima. Un tema que hoy es muy actual en Francia por el fenómeno de las violencias policiales. Lo que hace, como diría el reportero francés Albert Londres, es poner la pluma en la llaga”.

Artista comprometido

Tradicionalmente, los especialistas en Goya han pasado de puntillas por los matices políticos de su obra. Al tratarse de uno de los grandes genios universales del arte, y al ser el nuestro un país tan proclive a la reyerta ideológica, han evitado adscribirlo a un bando determinado. Se han centrado en sus cualidades pictóricas o, como mucho, han loado su capacidad de síntesis para retratar las dos Españas, poniéndolas al mismo (y trágico) nivel. El cuadro Duelo a garrotazos, quizás la más célebre de sus pinturas negras, es un buen ejemplo de ello. Un ejemplo seguramente interesado, ya que no hay constancia de que hable tanto de una división entre españoles como de una secular inclinación nacional por la violencia. Pero ese sería otro tema.

María Santos-Sainz sí que ha querido entrar en ese jardín: “Sé que esto que voy a decir tiene una gran connotación ideológica, pero yo he querido mostrarlo como un icono del progresismo español. Un artista crítico, comprometido, que desarrolla su obra en una época represiva. Fue pintor de la corte, de acuerdo, pero también defiende los valores de la justicia social y de la igualdad. Es sintomático que se haya preocupado por temas tan actuales como la violencia machista”. A su juicio, “muchos de los rótulos de sus grabados, no han sido suficientemente estudiados desde una perspectiva política y filosófica, a pesar de su clara intencionalidad”.

“Cuando llega a Burdeos y es libre para pintar lo que le dé la gana, no retrata los grandes salones, él, que fue el pintor de los reyes y de los grandes de España. Se interesa, al contrario, por la gente más humilde”, señala la autora. “No es que fuera un reportero, tal y como lo entendemos hoy, pero tiene cualidades de reportero. Y cubre escenas que nadie quiere cubrir. Situaciones inhumanas que, tampoco hoy, los grandes medios quieren mostrar”.

En su afán por levantar acta de la realidad social, “se interesa por los trabajadores precarios, por los marginados, por los mendigos, por las prostitutas, por el trato que se le da a los enfermos mentales. Ese también es un mensaje político. Lanza alertas sobre cosas que no funcionan”.

Y en su calidad de pictórico corresponsal de guerra “también fue el primero en mostrar el bombardeo de una población civil, con su coste de vidas inocentes, de niños y de mujeres”. En sus grabados podemos ver un avance de lo que luego será el Guernica. Y no será su único vaticinio. “En Los fusilamientos del 3 de mayo, ese instante tan dramático y tan periodístico que capta, está muy próximo a la foto de Robert Capa del miliciano caído. El fusilado está con una camisa blanca, con los brazos alzados y como haciendo una V de victoria frente a la muerte, la injusticia y la maldad. Tenía ‘ojo’, como decía Kapuscinski. Sabía seleccionar la imagen para relatar de la mejor forma posible lo que está sucediendo. Nos ha legado una iconografía muy potente”.

Las mujeres de su vida (y de su obra)

Al igual que Moratín, autor de El sí de las niñas y compañero en su exilio bordelés, Goya demostró siempre una gran sensibilidad hacia las mujeres. Fueron a menudo protagonistas de sus obras y las representó “unas veces como víctimas y otras como heroínas”, explica Santos-Sainz. «Siempre encarna en ellas los conceptos de verdad y de libertad. Pinta a la mujer como una esperanza de futuro. Esto me parece muy actual y muy importante porque la historia siempre ha sido misógina, y la historia del arte aún más».

El pintor aragonés representó en sus grabados, con su habitual repugnancia hacia la brutalidad, la violencia machista. Hay mujeres golpeadas por sus maridos o vendidas por sus padres en crueles casamientos forzados. En el boceto preliminar de uno de sus caprichos, titulado ¡Qué sacrificio!, puede leerse: “El vil interés obliga a los padres a sacrificar una hija joven y hermosa casándola con un viejo jorobado, y no falta un cura que apadrine semejantes bodas”. Además, añade la autora, “fue uno de los primeros en denunciar la violación como crimen de guerra”. Así lo hace en un grabado de título esclarecedor: No quieren.

En su obra abundan también las mujeres luchadoras y trabajadoras. Aparecen como un elemento activo de la sociedad. “Esto está muy ligado a su propia biografía. En el libro he querido mostrar ese mundo más privado, darle un mayor protagonismo a su segunda familia, la que forma con Leocadia y Rosarito, que fueron tan importantes en su vida y en su obra”.

Rosarito merece un capítulo aparte. No se sabe si fue su hija natural, ni falta que hace. Antes de separarse de su marido, un joyero de origen alemán llamado Isidoro Weiss, Leocadia tuvo tres hijos. A los dos últimos, Guillermo y Rosario, el joyero nunca los reconoció oficialmente como tal. Vivieron con Goya en Burdeos y el pintor sintió por la niña una especial debilidad. Fuera o no su hija, la quiso como tal. “Y como buen ilustrado –apunta Santos-Sainz–, siempre le dio una gran importancia a la educación de las mujeres. A Rosarito la apoyó desde pequeña, le buscó profesores y le dio una formación artística. Se tomó su destino profesional como algo serio. Eso, en una época en la que las niñas eran educadas para casarse y tener hijos, demuestra su talante avanzado. No se puede decir que fuera un feminista, porque eso no encaja con la época, pero sí que era sensible a la causa de las mujeres”.

Si Leocadia pudo sobrevivir tras la muerte del artista fue gracias al talento de Rosario. Muy pronto destacó como pintora. De vuelta a Madrid trabajó como copista en el Museo del Prado y como profesora de los hijos de Isabel II. “Rosarito se ganó el pan”, afirma Santos-Sainz. “La verdad es que es un personaje de novela: de pequeña vive en la Quinta del Sordo, rodeada de Pinturas negras, luego va al exilio, Goya es como su padre, de repente muere el pintor, se quedan en la ruina, vuelven a España, se pone a trabajar… Desde el punto de vista técnico es excelente, pero muere muy joven, a los 28 años, y no puede evolucionar como artista. Se queda en el romanticismo. Hoy su obra nos puede parecer un poco ñoña, pero era lo que se pedía en la época. Y muere, además, de una forma trágica y absurda: por la impresión que le produce verse envuelta, de improviso, en una algarada callejera contra los liberales. Es una víctima colateral de la historia política de España. Lo dicho, un personaje de novela”.

Aún hoy se especula con el hecho de si el último cuadro firmado por Goya, La lechera de Burdeos, es obra del pintor aragonés o se trata de un trabajo a cuatro manos, compartido con Rosario durante su etapa de formación. “Es muy revelador que su última obra sea esta mujer trabajadora. Tiene un aire místico pero también juvenil. Transmite ternura y también esperanza en el futuro. Un futuro que está en las mujeres”, asegura Santos-Sainz.

Por eso, entre otras muchas cosas, “es el artista clásico más próximo a nosotros. Es el más moderno. Sigue hablándonos a día de hoy”.

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