Cultura
Paula Farias: “Somos esas infancias, felices o difíciles, que fuimos”
La escritora y trabajadora humanitaria Paula Farias publica 'Fantasmas azules', una novela en la que a través de los claroscuros de sus personajes, la mayoría occidentales, descubrimos un Afganistán vibrante y luminoso.
Una periodista que se larga a Afganistán huyendo de la abulia provocada por una ruptura; un cooperante que busca tapar su complejo de mediocridad trabajando en países empobrecidos y devastados; un exguerrillero afgano, reclutado siendo apenas un niño, que intenta sobrevivir a una memoria atravesada por la violencia mientras la ternura del enamoramiento le nubla la razón; una doctora que solo cuando antepone el Míster a su nombre, Marta, es aceptada por los hombres que mandan en el valle en el que salva vidas… Personajes todos ellos que parten de una descripción prototípica en este tipo de escenarios para terminar saltándonos entre las manos en forma de un millón de matices gracias a la escritura de su creadora, la médica y escritora Paula Farias. La experimentada trabajadora humanitaria, que comenzó trabajando en los años 90 a bordo de los barcos de Greenpeace, y que desde la guerra de los Balcanes es uno de los rostros más emblemáticos de Médicos Sin Fronteras España, nos lleva a un Afganistán vibrante y luminoso, pese a todos los dolores que asfixian a quienes nos lo muestran.
Farias siempre ha compatibilizado su trabajo en catástrofes naturales, conflictos y epidemias con las escritura. Porque en su casa familiar todos escribían, siguiendo el ejemplo de su padre, el reconocido escritor Juan Farias. Tan importante era para este el espíritu creativo que cuando ella se quedaba encerrada estudiando sus asignaturas de Medicina, este la invitaba a salir a la calle y disfrutar del sol primaveral, a abandonar los libros de ciencia y adentrarse en otras disciplinas que él consideraba más artísticas.
Farias ríe cuando recuerda aquellos momentos, como lo hace a lo largo de toda la entrevista, desgranando lo poliédrico del ser humano con la mirada dulce y compasiva que trasluce su novela. Una visión desdramatizada, que huye de lo «intenso», como dice en la entrevista, que concuerda con su forma de concebir la acción humanitaria que, tras décadas dando la vuelta al mundo, le llevó el pasado año a trabajar en su casa: fue la responsable de coordinar la respuesta de Médicos Sin Fronteras a la pandemia de COVID-19 en la comunidad de Madrid. Solo cuando recuerda aquellos meses le aflora la rabia, suelta tacos y aprieta y golpea la mesa con el puño. No soporta la irresponsabilidad política de la que fue testigo aquellos días.
Conocida entre sus colegas tanto por su temperamento como por su eficacia sobre el terreno, fue la encargada también de poner en marcha los rescates en el Mediterráneo del Dignity, el barco de MSF. Pero lejos de lo que pudiera parecer transmitir un retrato estereotipado de ella, es todo lo contrario a la adicción a la adrenalina lo que le mueve. En su casa en la sierra madrileña, pasa feliz los meses escribiendo junto a la chimenea. Y se arrebuja en su plumífero cuando lo dice, como si fuese en ese estado en el que reconoce el sonido a bienestar de la palabra hogar. Un espacio desde el que nos lleva a Afganistán para, en realidad, recordarnos que cuáles son nuestras esencias como ser humano: esas que quedan al descubierto cuando nos despojamos de todos los disfraces que nos permite llevar el vivir en un entorno seguro y estable.
Es una novela que nos habla mucho de nosotros, de los occidentales. ¿Qué le impulsó a escribirla?
Llegamos a Afganistán en 2001, dos meses después de que cayesen las Torres Gemelas, para trabajar con Médicos Sin Fronteras en un valle. Estuvimos reconstruyendo un hospital, poniendo en marcha el sistema sanitario y compartiendo mucho el retorno de la gente procedente de las montañas, ese resurgir del pueblo tras la caída del régimen de los talibanes.
A veces íbamos a Kabul a hacer asuntos de oficinas, comprar provisiones, y allí había que ir con burka. Una tarde que tenía ganas de transgredir, me lo puse y me fui a dar una vuelta a la calle. Descubrí esa magia de convertirte en un ser invisible: un horror para el que lo sufre como una imposición, pero muy interesante para quien lo practica de forma opcional porque te descubre el encanto de poder meterte hasta en el cocina. Con el burka me vino la reflexión de hasta qué punto somos a partir de quién y cómo te mira, cómo nos construimos a través de la mirada de los demás, cómo necesitamos esa mirada o cómo nos comportamos de manera diferente dependiendo de si te ven o no te ven.
Ese fue el origen de María, la periodista y personaje principal. Luego aparecieron otros como Mahmud, que es ese contraste entre la rudeza y la vulnerabilidad, y que tiene su origen en un hombre que trabajó conmigo. Había pasado por miles de barbaridades, de violencia, pero gestionaba fatal ponerle una vacuna a un niño y las cosas más leves. Esas corazas que nos impone la vida y que no nos dejan conectar con nuestra sensibilidad y vulnerabilidad. Parece que hay dos mundos: el de la violencia, la rudeza, lo más masculino en el sentido antiguo; y la parte más sensible, vulnerable… Dos mundos que, a veces, no terminan de encontrarse. Me apetecía contar ese ruido que se genera en la incapacidad de traspasar fronteras de un mundo a otro.
Una de las cuestiones que aborda, precisamente, es esa ambivalencia y complejidad del ser humano: su dimensión atávica, violenta, superviviente a costa de ser desalmado, y por otra, nuestra dimensión sentipensante. ¿Lo tiene en cuenta la acción humanitaria a la hora de desarrollar proyectos?
Precisamente, lo que hace la acción humanitaria es olvidarse de la parte política para centrarse en el individuo, en el uno por uno, en el levantar a cada uno en su individualidad. Y ahí está la persona con todos sus matices. Eso es lo bonito de la acción humanitaria, que las causas globales, la soluciones definitivas quedan fuera porque para estas hay que asumir que hay personas que se quedan por el camino, las llamadas víctimas colaterales. Y la acción humanitaria reivindica que no se quede nadie por el camino.
Precisamente uno de los personajes que representa esta acción humanitaria es el de Míster Marta, una médica a la que las autoridades del valle no dirigen la palabra por ser mujer hasta que se le ocurre incluir el Míster en su nombre. ¿Tiene una parte autobiográfica? ¿Experimentó usted eso que se llama el tercer género?
(Ríe) Totalmente, cómo me has pillado. Cuando llegamos al valle, éramos un equipo de ocho personas, y yo era el único médico y tenía que lidiar con las autoridades para muchas cosas. Pero al ser mujer estaba absolutamente invisibilizada. Porque no es que te falten el respeto, es que no te están viendo. Recuerdo que yo ni me enfadaba porque no me estaban siquiera haciendo un desprecio, sencillamente es que no me veían.
Un día tuvimos un problema con unos guerrilleros que se habían quedado en la montaña y teníamos que hacer unas amputaciones. Necesitaba que el comandante diese su visto bueno porque era la autoridad allí. Le mandé un aviso de que viniese a hablar con Míster Paula. Vino, hablamos y fue maravilloso porque se creó una arena neutral. Posiblemente él estaba igual que yo, necesitado de hablar conmigo, pero no sabía cómo traspasar esa barrera. Y de repente, Míster Paula se convirtió en un espacio común que nos mantenía libres de esos atavismos que nos mantenían separados.
Después llegaron más compañeras y todas se llamaron míster. Fue muy interesante ver cómo ellos tampoco saben cómo dejar de ser lo que los demás esperan de ellos, que es lo que intento contar en la novela.
¿Cree que en Occidente somos conscientes de que esos atavismos nos atraviesan a todos y todas, aunque el contexto lo hagan menos visibles?
Creo que los atavismos están muy presente, los vamos domando, siendo más conscientes de ellos… Creo que lo más complicado es eso, saber qué parte de cada uno de nosotros es atávica.
«La vida se ensaya en el patio de la escuela y después haces el show definitivo«
El personaje de Simón, un hombre que termina siendo el comisionado en una agencia humanitaria internacional, representa el cooperante o periodista occidental, pusilánime e inseguro, que se construye una imagen de aguerrido en países arrasados por la pobreza y la violencia desde su atalaya de privilegios. Escribe al respecto: “El extranjero, menudo, casi mínimo, bañado en sus sustos y su pretendida soberbia” o «Él lo que de verdad quería era triunfar en el bar de su pueblo. Como todo el mundo». ¿Se ha encontrado con muchos ‘Simones’ en los países en los que ha trabajado?
Con muchísimos. Simón es un personaje muy característico: ese occidental tan pretendidamente lleno de certezas, construidas sobre cosas que no tocan la tierra. Cuando vas a estos lugares en los que la vida está tan pegada a la tierra, tan de verdad, muchas de esas certezas no te sirven para nada.
¿Cree que estos generan daño en los países en los que trabajan?
Daño no lo sé. En este sentido habría que hablar del papel de la cooperación internacional, de sus objetivos, de la falta de enganche con la tierra, pero eso es un jardín…
Hay un momento en el que Mahmud está trabajando descargando sacos de alimentos de la cooperación. Y usted escribe: «Toneladas de esfuerzo para tratar de tapar la sensación de impostura que lo envolvía todo“. ¿Cómo se trabaja en la ayuda humanitaria desde la certeza de la limitada capacidad de acción frente a la barbarie que se retroalimenta?
Es el uno por uno, el centrarte en un tipo al que has ayudado a seguir su camino, al que le has dado nuevas cartas en este reparto tan injusto en el que andamos sumergidos. Si nos ponemos a analizar la cooperación internacional de una manera más global, sí que está llena de frustraciones y grandes dudas. Pero cuando de quién te nutres es de quien está al final de tu mano… Al final somos eso: personas ayudando a personas y eso te devuelve muchísimo.
De hecho, sobre el personaje de Simón, leemos: “Los tipos grandes del patio de la escuela son poso (….) esa necesidad de sacudirse de una vez por todas las sombras del patio”. ¿Somos, en gran medida, quienes fuimos en la infancia?
Absolutamente. Somos los niños y niñas que fuimos, somos esas infancias, felices o difíciles, y nos pasamos la vida arrastrándolas. La vida se ensaya en el patio de la escuela y después haces el show definitivo.
En la novela aborda el desamor, con frases de uno de los protagonistas masculinos, como “La quería cerca para poder decirle que ya no la quería, pero ella ya no estaba. Y quería entonces decirle que sí, que la quería, y que la quería cerca para poder decírselo”. O la protagonista, cuando piensa: “El desamor, tan clásico y devastador como el amor, aunque mucho más incapacitante”. Conoce bien países en los que la norma son las relaciones de pareja impuestas, así como el contexto occidental, donde vivimos las relaciones de amor líquido, tan volátiles….
Yo tengo a mi chico desde el principio de los tiempos y no lo vivo como algo líquido. No me atrevo a generalizar sobre esas cosas. Pero claro que el amor se cuida. Se trata de respetar tal y como es a la otra persona, no pretender cambiar a nadie, hacer equipo… Pero quizás la clave es no ponerte tanto a ti en el centro del universo: poner a la gente que quieres en el centro, que la vida gire en torno a más cosas que el yo, lo que necesito, lo que quiero… Ese individualismo de estar tan pendiente de nosotros mismos quizás haga daño. Lo importante es que tu universo no gire en torno a un solo eje. Y luego, mucho buen rollo, por supuesto.
Hay una descripción maravillosa del momento en el que, tras la caída del régimen talibán, la gente vuelve a volar cometas. Escribe: “Los cambios de verdad no lo son hasta que no se evidencian en las cosas pequeñas. Todo lo demás es grandilocuencia. A veces también testosterona mal gestionada”.
Era como que las cometas estaban deseosas de volver a salir porque fue muy rápido. Cuando la gente está encerrada y constreñida, salen muy rápido este tipo de gestos.
Empieza el libro con el miedo que siente uno de los personajes y cómo se autoengaña. ¿Qué papel juega el miedo en nuestras vidas?
El miedo es muy incapacitante, muy paralizante. Dejamos de hacer tantas cosas por ese miedo al qué pasará, y luego no pasa nada. O sí, pero tampoco es para tanto. En Occidente nos paraliza mucho el miedo a la inseguridad, a la vulnerabilidad… Es una de las cosas que te da viajar, que descubres que el fondo está muy abajo, que realmente para precipitarte se tienen que dar demasiados elementos a la vez… Ese miedo a la inseguridad que tenemos aquí te puede paralizar toda la vida y, de repente, darte cuenta de que se te ha pasado por algo que podía ocurrir.
Sin embargo, quienes viven con la vida y la muerte tan cerca, rodeados de violencia, manejan el miedo de otra manera: pasan por él, saben dónde está el fondo, vuelven a subir. Es más un miedo físico temporal, pero como lo han pasado muchas veces, saben que después hay una vuelta arriba, un entrar y salir.
Ha trabajado con muchos periodistas sobre el terreno, ¿qué tipo de narraciones son las que le interesan?
Pues un poco lo que hace María. Que no me cuenten obviedades, cifras, sino las entretelas, los matices, lo que no puedo encontrar en Internet. Quiero las sensaciones que solo puede trasladarme quien lo ha vivido.
Por otra parte, no me interesa el exceso de tragedia, que no me aporta nada y que me provoca una defensa. Yo he vivido en muchos lugares así y no lo vivo con ese nivel de intensidad. Huyo de la intensidad, de hecho, me gusta moverme de manera más liviana. Cuando me plantean las cosas de manera trágica y brutal, no me dejan ningún resquicio en el que yo pueda actuar. Entre lo bárbaro y lo leve hay un espacio que es en el que yo me siento a gusto.
Claro que el mundo es brutal, pero también es hermoso. Y en esos lugares en los que ocurren barbaridades también pasan cosas maravillosas. Y es una pena que siempre nos quedemos con lo oscuro, lo sórdido, las miserias…