Opinión | Sociedad
Todas esas luces encendidas
"Sonreímos cuando El lobo de Wall Street se mete una raya para trabajar más, pero apartamos la mirada si el guapo de peli toma antidepresivos"
Algunos, como ese diputado que increpó a Iñigo Errejón, siguen creyendo que la fiesta continúa, cuando, en realidad, ya no hay nadie bailando, las luces se han apagado y solo queda el silencio. Con las crisis siempre sucede así: mientras todo se viene abajo hay alguien que dice “no vengas ahora tú a amargarnos la vida”.
Porque piensan que la vida es eso, gozar, y que si no lo hacemos es que somos idiotas, o peor, que no nos lo merecemos. Pero no, esta vez no, esta vez la fiesta se ha acabado de verdad. Vivimos un tiempo de silencio y es así, en silencio, como mejor podemos oír ese susurro que nos dice que las cosas no están bien. Era algo que hasta la llegada de la pandemia no podíamos escuchar de forma definida: demasiado ruido por todas partes. Pero ahora, en la intimidad de nuestras casas, asomados a la ventana a esa hora en la que la calle se ha quedado desierta, comenzamos a percibirlo con más nitidez.
El problema es que no sabemos lo que es. Cuesta poner nombre a las cosas. Somos neandertales balbuceando palabras: ansiedad, depresión, suicidio, palabras tabú, que si no se nombran no existen. Pero, signifiquen lo que signifiquen, están ahí. Es una niebla invisible, una grieta que llevamos dentro, una mancha en los ojos, qué más dará, todo eso y más, cómo nombrarlo si no se deja ver, cómo atraparlo si es un animal oscuro en la noche.
De madrugada damos vueltas en la cama, nos levantamos, bebemos agua y vemos las luces encendidas en los salones y los dormitorios de nuestros vecinos. Es la hora en la que esa bruma nos visita, pero también el momento que más verdad contiene. Siempre he creído que la noche es más lúcida que el día. Me fío más de lo que me cuentan en la barra de un bar, libre y sin ataduras, que aquello que me dicen en una oficina.
Por eso, los pensamientos de madrugada son peligrosos: porque suelen ser verdad. Pero preferimos tomar el segundo ansiolítico y olvidarnos de todo ese dolor. Cómo no tratar de olvidarlo si tiene que ver con nosotros mismos. La felicidad, nos han dicho, depende de uno; hay que tener valor, ánimo, cojones. Ya veis lo que hacen todos esos insomnes: se pasan la noche pensando en sus cojones. Y por la mañana, con la boca pastosa, todo eso a lo que no hemos puesto nombre seguirá allí, pero no haremos nada, achinaremos los ojos en el ascensor como queriendo hacer ver que sonreímos tras las mascarilla: es la sonrisa triste de los payasos.
Cómo vamos a hacer otra cosa si con ello corre peligro nuestra marca personal. Somos empresarios, pero la empresa somos nosotros mismos y quién va a comprarnos si estamos deprimidos; qué hacer si el sistema premia la felicidad y la felicidad está es nuestras manos. En la televisión hay de todo, pero nunca gente triste.
Sonreímos cuando El lobo de Wall Street se mete una raya para trabajar más, pero apartamos la mirada si el guapo de peli toma antidepresivos. Eso, de hecho, nunca sucederá. No nos gustan los perdedores. El frágil es el fracasado, el que reconoce su enfermedad será excluido de la fiesta, la música tiene que seguir sonando.
Vete al médico y déjanos en paz, dice el diputado, que, quién sabe, a lo mejor también es uno de esos insomnes. Salimos a la calle a darnos golpes en el pecho, pero tenemos el pecho vacío. Todas esas luces encendidas y tanta oscuridad aquí dentro.
Sin cultura no hay salud mental. Y no es cosa de la pandemia. Italo Calvino lo escribió en 1974: «Un país que destruye la Escuela Pública no lo hace nunca por dinero, porque falten recursos o su costo sea excesivo. Un país que desmonta la Educación, las Artes o las Culturas, está ya gobernado por aquellos que sólo tienen algo que perder con la difusión del saber».
Nuestra venganza es ser felices (101 poemas para no morir de pánico)
De Angel Petisme.
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