Opinión
Sindicato y psicólogo, por supuesto
"Ponerle esos nombres al malestar que no los tenía revienta aquella vieja dicotomía de 'psicólogo o sindicato'. Sindicato y psicólogo, por supuesto", reflexiona Laura Casielles.
La primera vez que “fui al médico” –concretamente, a una psicóloga privada maravillosa que en ese momento, por suerte, podía pagarme–, me dijo algo que me cambió literalmente la vida, en la medida en la que me permitió habitar de otra manera el malestar que ya se me había hecho cotidiano. Dijo: “Pues claro que sientes ansiedad, es una respuesta perfectamente adecuada a lo que te está ocurriendo. Lo desajustado sería que no la sintieras”.
“Lo que me estaba ocurriendo” no era algo extraordinario ni una desgracia sobrevenida. Era un modo de vida en el que la angustia se había convertido en una constante hasta tal punto que ya ni siquiera la veía como algo digno de análisis. Una cotidianeidad en la que el estado de nerviosismo y desasosiego eran, simplemente, el estado base.
Lo que me permitió su respuesta fue entender eso. Y a partir de ahí, dijo otra cosa. Dijo: “Ahora vamos a ver cómo hacer para que dejes de sentirte así, porque es muy desagradable”. (O algo parecido, igual no estoy siendo muy exacta, porque una de las extrañezas que te atraviesan en esas circunstancias es que no recuerdas los hechos con mucha exactitud, sino más bien entre brumas).
Por supuesto, una de entre las muchas cosas que sentía en ese proceso era una insistente punzada de vergüenza y culpa por estar buscando esa ayuda porque, en realidad, “a mí no me pasaba nada”. Porque “hay gente que tiene verdaderos problemas” y “lo mío son tonterías”. Como si despertar cada día con ahogo y ganas de vomitar no fuese “un verdadero problema”. Como si haber interiorizado la posibilidad de sentir de pronto el temblor de la mandíbula en la situación más inoportuna fuese “una tontería”. Como si fuese asumible golpear paredes, hacerse pasar hambre, tener que buscar un escondite a oscuras en mitad del día. Como si el oso negro que en cualquier momento puede ponerte la zarpa sobre el hombro fuese un compañero que todas las vidas tienen por defecto.
Cuando hablan de la “generación de cristal” y se burlan de quienes han –hemos– aprendido a señalar lo que nos pasa y ponerle las luces de alarma, están diciendo una tontería mayúscula. Este no es un problema nuevo: simplemente ese “malestar sin nombre” que todas las generaciones conocen ha encontrado –con la lucidez de quienes están incorporándose a la conversación ahora– unas palabras bastante precisas y el ánimo necesario para pronunciarlas en alto.
Unas palabras que, además, ponen el dedo en la llaga de anotar que no se trata de un problema personal, de una dificultad de índole privada, sino que se ata con un lazo indisoluble a las condiciones y a los modos de vida. Esto, que también es verdad en cada tiempo, significa en el nuestro precariedad, frustraciones, miedo, soledad, falta de horizonte. Y más cosas también: trastornos de la alimentación, de la sexualidad, aturdimiento por exceso de estímulos, estrés crónico.
Ponerle esos nombres al malestar que no los tenía revienta aquella vieja dicotomía de “psicólogo o sindicato”. Sindicato y psicólogo, por supuesto. Psicólogo público, garantizado, formado en las muchas intersecciones que nos condicionan. Y sindicato para que sea posible eso y tantas otras cosas. Entre ellas, que “ir al médico” no signifique el automatismo de la medicalización ni el temor fundado a ser objeto de prácticas que deberían llevar mucho tiempo en el destierro. Y, ya de paso, una educación colectiva que nos ayude a entender que esto importa y que tenemos que construirlo en común.
Y cuidarlo, también, en privado: darle en cada una de nuestras vidas la importancia adecuada a esos malestares que nos desajustan. Y después de la importancia, las soluciones, o al menos los alivios: darse tregua, poder parar, respetarnos en ello. Descansar cuando nos atacan los bichos de los adentros igual que lo hacemos cuando lo que nos atenaza está en la lista de virus y bacterias.
Porque eso no resulta en absoluto evidente. Y es que crecimos aprendiendo que la “enfermedad mental” era una cosa muy rara, y muy temible. Una cosa que les pasaba a otros y les condenaba, por cierto, al extraño espacio del diferente. (Esta herencia, por lo demás, sigue aflorando cada vez que un debate como el de estos días sitúa el tema en el hostil espacio de la opinión pública y deja hueco a que las voces más reaccionarias saquen a la luz esos estigmas nunca reparados que siguen operando en el fondo de nuestras maneras de ver el mundo).
La “locura” siempre fue la otredad radical, el fantasma perfecto. ¿Tal vez porque esa palabra albergaba, como también ahora, una señal de alarma sobre desajustes que sugieren, entre otras cosas, que lo que está mal es el sistema en el que se vive? Aprendimos que tenía que aterrarnos porque es una vulnerabilidad particularmente insostenible para un engranaje que ha puesto por encima de todas las virtudes el control férreo de “la razón” –esa abstracción que olvidamos haber inventado– sobre cualquier otro matiz de nuestra relación con el mundo.
Incorporar la idea de que en esto, como en casi todo, no hay abismos sino líneas continuas de vivencias en las que cada persona va ocupando posiciones móviles, llenas de grises, es un paso importante para que nuestras vidas sean más habitables. A la vez que nos permite encajar mejor lo que nos pasa cuando es desagradable pero llevadero, nos da las herramientas también para que ninguna persona se vea relegada a la casilla de lo que no entendemos y nos aterra si le toca pasarlo aún peor. Y para entender lo intolerable de que cuando lo que se vive entra dentro de un espectro cuya dureza nos sobrepasa, se sufran además violencias extra, muy específicas.
Al fin y al cabo, las cuadrículas inhóspitas de las categorías diagnósticas son maneras de lidiar con aquel viejo fantasma de un modo que no está pensado solo para ayudar a quien sufre, sino también –quién sabe si sobre todo– para tranquilizar a los demás, reafirmando su “normalidad”. Marcando una línea entre lo que es adaptable al transcurrir habitual de los días y lo que no, como quien traza fronteras en el campo. No en vano han cambiado, esas líneas, a lo largo de los siglos, ¿no es verdad?
Por eso, en algunos modos de pensamiento, “vete al médico” puede seguir siendo un improperio. Una forma de decir “eres inválido”, “estás mal”. Un modo de decir: “Eres el otro, el monstruo, el fantasma; no encajas en este mundo en el que tenemos las cosas bajo control”.
Y por eso también, en otros modos de pensamiento –los que necesitamos salvaguardar–, “vete al médico” solo tiene una respuesta posible: “Sí, eso pretendo. Poder ir si es que lo necesito, cosa que es perfectamente posible que ocurra en algún momento, porque las vidas están llenas de sucesos. ¿Qué vamos a hacer para que eso sea posible, para mí y para ti y para cualquiera? ¿Y para que lo que encontremos al hacerlo no sea parte del problema?”.
Los psicólogos no son médicos. Tienen formación y funciones muy diferentes. Un buen psicólogo, con indicaciones correctas y buena formación, es una excelente ayuda. Pero no debería diagnosticar, pues no posee conocimientos para ello. He visto a muchas personas «ayudadas» por psicólogos cuyo diagnóstico y tratamiento se demoró innecesariamente y con ello su sufrimiento. Por desgracia abundan los psicólogos que viven a base de decir tópicos, sin importar la patología ó la condición mental del paciente. Claro que ayuda, pero también ayuda un buen amigo. No confundamos las cosas.
Buenos días, pues por mi experiencia tanto psicológos como psiquiatras te ayudan a afrontar la vida y ver los días de otra manera más llevadera y más real por eso llevo 24 años dejando que me ayuden y seguiré lleno siempre que dios siga permitiéndomelo, un saludo.
Mi primera experiencia con un psicólogo tambien me defraudó. Años despues, volví a intentarlo (siempre en la sanidad pública) y le estaré eternamente agradecida. Voy a psicólogo y psiquiatra, y su papel es diferente. Hoy por hoy, creo que me ha ayudado más el psicólogo, y defiendo su enorme papel en la salud pública.
El artículo está muy bien. Solo una pega: tengo grandes dudas de que los psicólogos sirvan para esto. Lo digo por mi experiencia de enfermo mental. A mi, lo único que me ha resultado útil son los psiquiatras. He tratado con algunos psicólogos y me han dado la impresión de esos malos libros de autoayuda, soltando frases insulsas que podría decir cualquiera con ánimo de consolarte, sin ningún conocimiento cualificado. De modo que, para mi, no psicólogo y sindicato, sino psiquiatra y sindicato.