Opinión

Salud mental politizada: un avance necesario

"Nos necesitan rotos. Buscando como locos, qué caprichos tiene la lengua, el arreglo. [...] Como si no fuera muy lógico estar mal bajo la amenaza constante de atropello", reflexiona Ignacio Pato.

El Congreso de los Diputados en obras, en una imagen de archivo. FERNANDO SÁNCHEZ

La secuencia la hemos visto ya casi todos. Y eso es buena noticia. Íñigo Errejón habla en el Congreso sobre la epidemia de sufrimiento psíquico estructural existente desde hace años pero que el virus ha empeorado. Pregunta a Pedro Sánchez si el Gobierno tiene un plan de choque para abordar el inmenso problema de la llamada salud mental. 

Errejón alerta de que ha oído risas en la bancada de la derecha ante la pregunta. Da datos, del INE y del último CIS, acerca de síntomas, evidencias y suicidios diarios. Enumera medicamentos: Diazepam, Valium, Lorazepam, Trankimazín, Lexatín. “¿En qué momento hemos normalizado que para que nuestra sociedad funcione tenemos que vivir medicados?”, cuestiona. “¡Vete al médico!”, se escucha perfectamente desde los escaños del Partido Popular. 

Enseguida se supo quién fue el diputado que suministró tal receta. Pero su nombre no es importante. Ni siquiera supo pedir perdón de manera honrosa, esto es: sin quitar hierro al error, sin condicionales, sin autorreferencias. Se volvió a confundir interesadamente hacer daño con una cuestión de mala fortuna léxica. Como el que juega al Scrabble con sentimientos ajenos. No saber pedir disculpas es uno de los privilegios más bestias y difíciles de disimular que existen

Errejón, y el resto de parlamentarios y parlamentarias honestamente preocupados por la cuestión, estuvieron educados. No llevamos siglos intentando blindar una democracia real en esta tierra de cunetas como para caer en la provocación contestando a tal diputado que a ver quién de los dos va a acabar primero en el médico. De las formas y el decoro como bomberas prestas del statu quo podemos hablar otro día. Desde que somos poco más que bebés aprendemos que “ser bueno” es sinónimo de no molestar.

Por eso el grito en cuestión –”vete al médico”– no fue un grito. Quien solventa así un dolor político y existencial no necesita elevar el tono porque su voz se lleva escuchando a favor de la corriente desde que empezó a balbucear. Fue más bien una chanza de esas que se hacen mirando de reojo a tus compañeros esperando aprobación tribal. Fue un maltrato. 

Uno que dejó en evidencia que ni siquiera estaba escuchando. Lo que Errejón y representantes de otros grupos como Lucía Muñoz Dalda llevan tiempo defendiendo es precisamente eso: que “ir al médico” no sea un lujo. De que aunque sea solo una parte de la cura a una herida sistémica, exista acceso universal garantizado a especialistas, acompañamiento y si es preciso tratamiento en la sanidad pública. Que exista un cuerpo de profesionales robusto y en óptimas condiciones laborales. Que la carga del malestar emocional no la soporten únicamente las familias o los círculos cercanos y en particular las parejas, madres, hijas, hermanas

En privado, los bullies se dan codazos unos a otros en lorzas embutidas en camisas –planchadas por otra persona– mientras giran el índice en la sien. Así se dice loquito, loquita, en el idioma del opresor. A esos representantes de las élites, y a estas mismas, no les da igual nuestra salud mental. Eso sería dejarnos demasiado terreno. La necesitan rota.

Nos necesitan rotos. Buscando como locos, qué caprichos tiene la lengua, el arreglo. O dándolo por perdido o imaginando encontrar parte de él en una mala mezcla química o desde un octavo. Como si no fuera muy lógico estar mal bajo la amenaza constante de atropello. Como si ser funcional fuera sinónimo de estar bien. Como si no temblase el suelo si respondiéramos todos a la vez con sinceridad a un qué tal estás.

Pero cuidado, porque algo sí se tambalea de un tiempo a esta parte. Quizá no la tierra, ni los cimientos, pero sí algunos muebles y algunos adornos que incluso caen sin darnos pena. Esta pandemia, o mejor dicho este encierro físico, esta dieta de vida pública, esta falta de horizonte colectivo, no hay app ni algoritmo ni prestación ni terraza que lo sane. Lo distrae o lo amortigua, que no es poco, pero ya.

En los medios aparece solo la punta del iceberg. Lo sabemos cuando casi todos titulan el último CIS con que un tercio de españoles había llorado en el último año. Las lágrimas, lo sabemos, a menudo dicen más de la mochila que del detonante. Penalizadas por un capital patriarcal e individualista –por improductivas, por ñoñas, por engorrosas hacia los demás–, llevan a una pregunta. La de cómo tienes que estar para reconocérselas a un encuestador. Más de la mitad, literalmente, admitían haber sentido soledad, ansiedad o desesperanza. Esa era la respuesta al interrogante que eran las lágrimas.

Nos llevan toda la vida infantilizando con que las utopías no existen. Te tienes que reír. Vivimos en una. En la suya. La de la apisonadora de vínculos, el reino del perro que rompe las flores. El desquiciante juego del palo y la zanahoria que, hasta que estas últimas se han acabado, han estado llamando meritocracia. Ahora se les encienden las alarmas, porque hemos empujado una puerta secreta.

En ella había un cartel: “Frío, frío”. Nos lo habíamos creído durante demasiado tiempo. Era caliente, caliente. Entramos y descubrimos que sí que algunos de ellos, que siempre se reían de aquello de estar como una regadera, como un cencerro, como las maracas de Machín, como las locas de mierda, estaban allí en terapia. Haciendo números, pasándose fotos nuestras y a carcajadas abriendo esas bocas feas como las que solo se tensan para hacer peor este mundo.

Tanto condenarnos a la duda, al autosabotaje, tanto hacernos ver que éramos nosotros los averiados, la chusma de la gotera, que ellos estaban bien. Y eso último era verdad. Y tanto que estaban bien. En una cosa sí nos habían mentido. Sí que estaban en tratamiento. Diario, intenso: nuestras vidas.

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Comentarios
  1. Sin cultura no hay salud mental. Y no es cosa de la pandemia. Italo Calvino lo escribió en 1974: «Un país que destruye la Escuela Pública no lo hace nunca por dinero, porque falten recursos o su costo sea excesivo. Un país que desmonta la Educación, las Artes o las Culturas, está ya gobernado por aquellos que sólo tienen algo que perder con la difusión del saber».
    Nuestra venganza es ser felices (101 poemas para no morir de pánico)
    De Angel Petisme.
    Si te interesa escribe un correo a info@tranviaverde.com
    Y mil gracias, de corazón, por tu apoyo en estos momentos tan difíciles para los creadores.

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