Opinión
Un año después de la pandemia | Esas arruguillas en los ojos
"Quería hablarte de eso, de este último año. De algunas cosas que me quedo y otras que no quiero, de cómo hemos cambiado o de cómo, decía la canción, seguimos siendo los mismos", reflexiona Ignacio Pato.
FOTOS: ÁLVARO MINGUITO // Con tu permiso, seré gris, quizá un poco soso. No habrá aquí conclusiones definitivas ni hallazgos que se te hayan pasado por alto en este año de pandemia. Un año, eh. Es por eso que lo primero que te pido es permiso para no resultar quizá todo lo interesante que debiera, para robarte un tiempo que nos falta más que nunca. ¿Cómo me atrevo a abrirte así? Con la de cosas que tienes que hacer. Bueno, hecho está.
Quería hablarte de eso, de este último año. De algunas cosas que me quedo y otras que no quiero, de cómo hemos cambiado o de cómo, decía la canción, seguimos siendo los mismos que cuando empezamos. Ya ves, un sí pero no. Te advertí de que no habría mucha clarividencia. Me acuerdo mucho de algo que hice justo antes del confinamiento de marzo pasado y ya casi no hemos podido volver a hacer igual. Ir a conciertos y al cine. Las dos a la vez, fueron: Toundra le ponían música en directo a la proyección de El gabinete del doctor Caligari. ¿Última cena fuera de casa antes del estado de alarma? Chuches –con el conveniente y clásico predominio de las rojas y ácidas, que en eso tampoco habrá aquí esnobismo– viendo una peli de hace un siglo.
Nos vimos metidos en casa con una contradictoria, bestia, mezcla de sorpresa y de “esto se veía venir”. Teletrabajamos los que pudimos con dolor de espalda y ruido de lavadoras. Bromeamos con que ese zoom podría haber sido un email y vimos por redes las casas de otros y estanterías y muebles muy blancos y en la mía seguíamos sin poner la lámpara en un salón que parece iluminado por la bombilla de una celda. Caímos, y yo creo que aquí sí te sentirás identificado, en que no teníamos despacho. Bueno, no ya “un despacho”, es que ni una habitación propia como la llamaba Virginia Woolf. Un sitio donde no trabajes y duermas. Otro cuarto. Nos dimos cuenta de que no teníamos ni cuarto de la plancha.
No hice pan casero. Tampoco lo había hecho en mi vida. Hice un directo y vi otro, de Estopa, que me dejó casi peor porque lo que más me angustiaba, una vez mi gente querida estaba bien y tranquila, era el hasta cuándo así. No aprendí a jugar al ajedrez, ni sacamos ni un día juegos de mesa que tampoco tenemos y como no se había cambiado todavía al horario de primavera, era fácil bajar a comprar de noche y dime que también te pasó que hubo alguna de esas veces en que entre la oscuridad y los ojos asustados de la gente y un señor que se puso a toser mucho precisamente porque se aguantaba la tos para no preocuparnos, pues que entre todo eso, subiste triste en el ascensor. En el súper lo que más faltaba eran macarrones.
Primero aplaudíamos de noche, acuérdate. Luego se alargó el día por fin porque todos estábamos fantaseando con que aquello iba a dar origen a un montón de parejas que se iban a poder ver bien la cara y que les iba a gustar esa cara y que dentro de unos años íbamos a ver ese romance subido a Filmin. Fue la primera primavera en que no pudimos decir en abril que ya salíamos de la oficina con luz. Se metió algo de polen por la ventana. Dicen que la gente bebió mucho, yo no les culpo, pero me daba pavor pensar con quién se habrían quedado encerradas un montón de personas. Hay monstruos que no por que nos acostumbren a su presencia dejan de serlo. Y cómo de solas se habrían quedado algunas personas, mayores, a merced de un televisor inmisericorde que calculaba y calculaba y lo contaba todo como si fuera el Carrusel Deportivo.
Veíamos al presidente del Gobierno hablarnos los sábados por la noche como si esto fuera una guerra, pero con la sensación de que también lo hacía como a los niños pequeños cuando están demasiado nerviosos o son demasiado torpes y lo mejor es que no toquen nada. Otras veces éramos, en su cabeza, un equipo de fútbol, y nos arengaba como si tuviéramos que ganar un partido en vez de salvar la vida, la cabeza y la cuenta corriente. Algunas marcas nos intentaban convencer de que éramos jabatos resistiendo pero nuestro día a día se parecía más al de un opositor. Le pagamos entre todos los ERTE a las empresas. Petó el SEPE. Hablamos más que nunca de clases sociales, ¿lo recuerdas? De pijos, cacerolos, cayetanos. Se pusieron de moda las palabras héroes y esenciales. Dejamos de aplaudir y dudo que fuera un día concreto. Nos preguntamos para qué sirve una celebrity. Nos cansamos.
Nos saturamos de redes y últimas horas y urgentes que son mentira y pudimos incluso concentrarnos en leer. Dejamos el libro a medias porque ya con manga corta nos mandaron a la calle y comenzó otra fase. La de a ver quién se iba de vacaciones, cómo, cuánto tiempo y adónde. Algunos pudimos ver a nuestras familias por única vez en el año y respirar más hondo, pero la realidad seguía siendo terrorífica, y la segunda ola, que se decía que estaba viniendo, vino. Y luego una tercera, y en medio y tras esa seguimos cayendo en la cuenta sobre todo de lo que nos falta, como un macrojuicio que depure responsabilidades cuando esto acabe. Porque lo que falta es siempre más que lo que sobra y en lo único en que tiene mala solución que sobre más que que falte es cuando echas sal a las cosas.
Pero, sabes, creo que somos buenos, buenos de sabernos manejar bien en las malas. Sé que hay gente irrecuperable en su egoísmo, su parcelita y su déjame que yo no tengo la culpa de verte caer, a esos que les escriba otro, yo estoy hablando contigo y con los que son como tú, ya sabes que sois más. Nos hemos cuidado no ya por nosotros, sino por los demás. Nos hemos llamado. Dejamos de fingir que estábamos bien y dijimos oye, a veces lo que no cura, aligera. Vimos tonterías, nos enviamos tonterías. Acabamos de mandar esas palabras pendientes.
Y cuando por fin estuvimos cerca, cara a cara todavía con la mascarilla puesta, las arruguillas a los lados de los ojos no hablaban del tiempo pasado sino de la sonrisa del momento.