Cultura

Suso de Toro: “Nunca debemos estar con quien pega a gente indefensa”

El escritor gallego acaba de publicar ‘Un señor elegante’, una novela de no ficción sobre el cirujano Ramón Baltar, un ciudadano ilustre y respetado con una apasionante doble vida.

El escritor Suso de Toro, en una imagen de archivo. P. COSANO/ANAYA

“Nunca me había pasado una cosa así”, confiesa Suso de Toro (Santiago de Compostela, 1956). Su última novela, Un señor elegante (editada en castellano por Alianza) va a reimprimirse pocos días después de su lanzamiento. En gallego (publicada en noviembre por Edicións Xerais) va por la cuarta edición. También se ha traducido al catalán, en Més Llibres. El autor, un poco superado, encadena una entrevista de promoción tras otra. ¿Pero por qué esta historia ha llamado tanto la atención del público? Seguramente por la habilidad del escritor para transmitir su curiosidad por un personaje singular: el cirujano Ramón Baltar (1902-1981).

Antes de la novela, Baltar no pasaba de ser una celebridad local. Perteneciente a una importante saga de médicos gallegos, burgués por nacimiento, trató toda su vida de centrarse en su trabajo y de mantener un perfil bajo. Pero había otro Baltar, galleguista de convicciones profundamente republicanas, feroz antifranquista, colaborador con la guerrilla, cercano, si no ideológicamente, sí a la labor de resistencia y lucha del PCE. Fue lo que entonces se llamaba un “compañero de viaje”: opositores al régimen que apoyaron, con dinero y trabajo, a los que actuaban en la clandestinidad. Pero ese otro Baltar, el antifascista radical, permaneció siempre oculto por voluntad propia. Hasta ahora.

De Toro, fascinado por el personaje, se sumergió en una investigación exhaustiva que ha tomado la forma de novela de no ficción y que ha cambiado, quizás para siempre, la percepción que la sociedad gallega tenía de este médico. Y eso no ha sentado bien a todo el mundo. “Soy consciente de que a partir de ahora Ramón Baltar, para miles de personas, ya es la imagen que construí yo”, comenta sobre su responsabilidad de escritor.

La novela de no ficción vive un momento dulce, especialmente gracias a autores franceses como Emmanuel Carrère o Éric Vuillard. Desde el principio del libro usted se pregunta cómo abordar una novela de no ficción. ¿A qué conclusión ha llegado?

Creo que debe ser siempre un relato. Si no, no sería una novela. No se trata de levantar acta de los pasos dados. Durante la novela voy explicando el procedimiento, cómo voy conociendo al personaje. No era nuevo para mí. Planteé una novela anterior, Siete palabras (2010), de forma similar, contando mi investigación en Zamora sobre mi propia familia paterna, de la que conocía muy poco. Y en las dos voy contando tanto la historia como el proceso de escritura. En realidad, ese es un trabajo metaliterario, pero a mí lo que me interesa es la historia en sí. A quien lee le tienes que entregar un relato. Con sus personajes, su desarrollo en el tiempo, su trama… Eso es lo que llamamos novela. Para Un señor elegante la familia me proporciona anécdotas y papeles, pero yo tengo que interpretar y crear un relato. Y tenía que conocer a un personaje al que no conocí en vida. Tenía que levantarlo delante de mí. Hoy creo que sí lo conozco.

¿Y la familia Baltar reconoce en ese personaje a su padre, a su abuelo?

Eso daría para otra novela sobre cómo fue la dialéctica entre los descendientes y el autor y cómo ellos van descubriendo al hombre que hay detrás del padre. Nosotros conocemos la imagen que nuestros padres nos dieron, pero hay otra imagen distinta para aquellas personas que, por ejemplo, trabajaron con ellos. Eso forma parte del juego de roles de la vida social. En este caso hubo testimonios que me llegaban que no coincidían con la imagen que los hijos tenían de su padre.

A pesar de esa disonancia, no se sentirán molestos, ¿no? Al fin y al cabo, Ramón Baltar aparece representado como un hombre íntegro a carta cabal, como se decía antes.

Esa es la impresión que puede tener usted o que puedo tener yo. Pero no funciona así para todo el mundo. Con algunos hijos he conseguido tener una verdadera amistad. Con otros no. Pero hay que entender que para ellos, que un desconocido como yo construya la imagen de su padre, es un acto de gran violencia. A partir de ahora Ramón Baltar, para miles de personas, ya es la imagen que construí yo. De alguna manera, les arrebaté a su padre. Los desposeí. Y alguno de ellos no acaba de reconocer a su padre, sobre todo en ciertos aspectos.

¿En los más políticos?

Sí. En el compromiso político y en algunos actos. Para alguno de sus hijos, pensar en que su padre participó en un plan para matar a Franco es casi como asociarlo al terrorismo. Pero hay que situar las cosas en su contexto. Fue en los años cuarenta, una época en la que el régimen fusilaba gente todos los días. Con juicio y sin él. A Hitler no lo mataron los aliados porque se mató él, pero sí colgaron a sus generales. Y tendrían que haber colgado a Mussolini. Y también tendrían que haber matado a Franco. Para salvar vidas, claro que sí.

Hay un momento de la novela, ya en los años setenta, que es tragicómico. Es cuando Ramón habla de Franco con su amigo Pedro Martul y le dice: “¿Pero este hombre algún día también se morirá, no?”. Y le contesta Martul: “O no”. Y no andaba tan desencaminado…

[Risas]. Efectivamente, el legado de Franco tiene proyección hasta hoy. Ha habido una continuidad jurídica, política, administrativa, económica… Los mismos poderes, las mismas familias, incluso los mismos apellidos. El final de la década de 1960 se vivió con mucha expectación debido a la enfermedad y a la vejez del dictador. “A ver si este año se muere”, se decía. Pero pasaba un año y luego otro, y no acababa de morirse. Fueron años de mucha ansiedad. Y cuando por fin se murió, las estructuras del Estado y los EEUU, que habían visto la revolución democrática de Portugal, se apresuraron a tomar el control de la situación. Se marcaron una hoja de ruta para la Transición y la cumplieron a la perfección.

El Ramón Baltar que usted presenta en esos años es un descreído, pero en aquel entonces era muy difícil saber lo que iba a pasar. Era un momento crucial de la historia en el que había muchas ilusiones compartidas.

Ese es un rasgo fundamental en la construcción del personaje. Ramón vivió el triunfo del golpe en Galicia en 1936 y, a diferencia de lo que ocurrió en Madrid o en Catalunya, vio desde el primer momento lo que hicieron. Se vio obligado a servir como capitán médico en el bando de los generales nacionalistas. Luego vivió su expulsión de la Universidad. Aquella gente mandaba en todas las estructuras y en todos los aspectos de la sociedad. Ramón no se podía engañar. ¿Cómo podía creer alguien, que sabía perfectamente cómo era esa gente, que las propias Cortes franquistas aprobarían una ley para la reforma política y que de ahí iba a salir una democracia?

Lo creyó prácticamente todo el mundo. Solo más tarde se dieron cuenta del error.

No. Yo mismo militaba desde los 17 años en una organización clandestina de carácter comunista y sabíamos que lo que se avecinaba era una serie de reformas cosméticas para que España siguiera siendo una colonia militar estadounidense y se apuntalaran las mismas estructuras económicas franquistas.

Tal y como usted lo cuenta parece que los opositores al régimen en el interior tenían una capacidad de diagnóstico muy superior a la de los exiliados, que después de tanto tiempo fuera soñaban con volver a una España democrática.

Entre los exiliados también hubo un desengaño. A principios de los años sesenta a muchos se les permitió volver de visita. Algunos incluso se quedaron. Y vivieron con una gran amargura en el interior.

Eso me recuerda a Max Aub, que volvió a España en 1969 y se quedó muy desconsolado con lo que vio. No solo con la represión franquista sino con el conformismo de la gente.

Exactamente. Eso mismo está en el libro a través de la mirada de Antonio Baltar, el hermano de Ramón. Él se exilió en el 36 pero pudo volver de visita en los años cincuenta, con pasaporte diplomático. Y se vio prácticamente acorralado por la policía, así que tuvo que marcharse otra vez corriendo. Hasta dejó abandonado un coche en el puerto de Vigo. Luego vuelve una vez más, en los años sesenta, y ya es cuando teoriza y escribe sobre el exilio: el que vuelve a España encuentra un país distinto en el que se va a sentir extraño. Y eso lo cuenta con desolación.

¿Quizás Antonio no llegó a conocer las actividades políticas de Ramón y eso fue lo que los distanció?

Creo que la razón fue más personal. Tiene que ver, a mi parecer, con la relación profunda que hay entre hermanos dentro de una familia. El padre [Ángel Baltar] fue el fundador. Fundó un gran sanatorio, dirigió el Hospital Real de Santiago y era el gran cirujano de Galicia. Creó un pequeño reino, por así decir. ¿Y quién lo va a suceder al frente de ese reino? Las mujeres no, porque en aquella época y en una familia patriarcal tenían un papel secundario. Los dos hijos varones se forman como médicos pero el mayor, Ramón, también se hace cirujano y ya estaba operando junto al padre mientras el pequeño aún está estudiando. Ahí hay un conflicto entre el hermano mayor que hereda y el otro príncipe, que no tiene un lugar. Antonio no era tonto, él sabía que no iba a dirigir el sanatorio, pero creo que en el fondo sí lo deseaba. Mi interpretación es que Antonio estaba resentido.

Antonio tiene otra novela. Quizás incluso más aventurera.

Sí, la novela del exilio, pero no creo que fuera más aventurera. A mí me apasiona Ramón, quizás porque es muy distinto a mí. Antonio me resulta más familiar. Hay personajes que realizan actos de valentía siendo frágiles. En cambio, lo que impresiona en Ramón es su entereza. Un médico me llegó a contar que cuando Ramón entraba en una habitación la gente se ponía de pie. [Risas]. Me hizo gracia. Era otra época y otra sociedad, claro. Mucho más jerárquica que la actual. Ramón se formó primero en Alemania y luego en el frente de guerra. Creo que eso lo modeló, le dio un cierto aire militar, aunque era civil y era enemigo de los militares sublevados. Pero tenía esa presencia de autoridad.

Usted dice que tenía “el deber” de escribir esta novela. Y en la historia está siempre presente la “obligación moral” del protagonista. ¿Hasta qué punto es importante esta obligación moral en su oficio como escritor?

Sé que es imposible, pero trato de separar la creación literaria de los deberes éticos como ciudadano. A mí lo que me interesa aquí es la historia, que me parecía divertida y apasionante. Por supuesto, simpatizo con la ideología de aquellos republicanos, pero luego operan las leyes de la literatura. Y el afán de verdad, ya que no se trata de una novela de ficción. Es cierto que me fascina el protagonista por su dureza ética. Uno casi podría decir: “¿Qué haría Ramón en esta situación?”. Y sabes que Ramón haría lo correcto.

Trece campanadas, Calzados Lola, Siete palabras y también este Un señor elegante tratan de una búsqueda en el pasado casi detectivesca. ¿Sería esa una buena forma de definir su obra, la literatura entendida como el proceso de desvelar un misterio?

El país de los fantasmas es el pasado. Un resorte que está en muchos de mis libros es efectivamente el de la investigación del pasado. Podría explicarse con el mito del descenso al Hades, el país de los muertos. Pero en esta novela el asunto es más complicado porque no se trata de mis muertos, como en Siete palabras, sino de los muertos de otros. Esta familia tuvo mucho valor al ponerse en mis manos. Además, en todas las familias hay siempre una gran variedad ideológica. Por eso para algunos descendientes no es fácil aceptar que aquel abuelito, tan liberal y tan culto, colaboraba con el Partido Comunista y con la guerrilla.

Desde el punto de vista del compromiso político del escritor, ¿usted puede leer, por poner un ejemplo que conoce bien, a Torrente Ballester y hacerlo con placer?

Sí, sí. De hecho, siendo joven, la única vez que falté a trabajar en el negocio familiar fue por un despiste. Me quedé completamente embebido leyendo La saga/fuga de J.B.

¿Pero entonces ya conocía el pasado falangista de Torrente Ballester?

Vagamente. No tan en detalle. Pero yo lo seguía, por supuesto. No me perdía sus columnas en el suplemento del diario Informaciones. Fue años después cuando descubrí su implicación política en toda su dimensión, lo que me costó algún disgusto con su familia. Qué le vamos a hacer. Pero no tengo problemas en lo literario. Me pasa igual con Vargas Llosa. Lo he conocido y es un hombre muy correcto, muy delicado. Sus opiniones irritan pero es un intelectual honrado. Cree lo que defiende. Y escribe muy bien.

Hay quien dice que hay dos Vargas Llosa. El de derechas que escribe en la prensa, profundamente thatcherista y neoliberal, y otro más de izquierdas, el antiimperialista de El sueño del celta o el autor de La fiesta del chivo, crítico con las dictaduras latinoamericanas.

No creo que haya dos Vargas Llosa. Lo que creo es que su verdad profunda está en las novelas. Antes hablábamos de la novela de no ficción. Todas sus novelas están basadas en hechos reales que él vivió y que conoce muy bien: La ciudad y los perros, La casa verde, Conversación en la catedral, que es una maravilla… No inventa historias pero con esos materiales hace una gran literatura. Ahí está el Vargas Llosa íntimo, compasivo, comprensivo. El mejor Vargas Llosa. Ahí, en ese trabajo literario profundo, es cuando se acerca a los seres humanos. El otro, el de la prensa, quiere ser racional y entonces aparecen prejuicios de clase y tópicos políticos. Son ideas abstractas, vagas, que se le podrían haber ocurrido a cualquiera y que se repiten una y otra vez.

Vivimos en un momento tan polarizado que es difícil escuchar a un escritor defendiendo a otro que está en sus antípodas ideológicas.

La literatura trata de “lo único”. No en el sentido filosófico. Me refiero a que trata de las cosas y las personas únicas. Hay que dejarle a la sociología, a la política o a la economía los criterios abstractos. Cuando Vargas Llosa escribe sobre una persona hace un trabajo radical de acercamiento y de conocimiento de esa persona. Y ese es el trabajo del escritor.

En cualquier caso, no me diga que no sería raro escuchar a un político del PP confesar públicamente su admiración por Suso de Toro.

Al acercarnos a otra persona de forma sincera, de buena fe, si tenemos algún prejuicio podemos incluso saltar por encima de él. Piense que se cae usted en la calle y que alguien le ayuda a levantarse. Usted está lastimado, se siente dolorido y humillado. Pero alguien ha sentido compasión y le ayuda con generosidad. Eso es lo esencial, esa es la verdad radical. ¿Y si esa persona es, por ejemplo, votante de Vox y tiene momentos en los que irradia odio hacia las mujeres, los homosexuales, los catalanes, los negros…? En ese momento, cuando le ayuda a usted, esa persona está sacando a relucir lo mejor de sí misma. La buena literatura tiene que ser capaz de recoger las dos cosas, el mal absoluto, del que hablaba Hannah Arendt, y también la bondad. Hay gente que cree que la gran literatura está en expresar cosas crueles. Bueno, eso está bien, es necesario. Pero yo creo que el gran literato es aquel capaz de expresar todos los registros. No solo quien es capaz de estetizar la violencia, lo cruel o lo despiadado. También la compasión.

En eso los rusos son insuperables.

Sí, porque los rusos manejan muy bien la emotividad. En la literatura sí cabe la emotividad. En la vida, no tanto. Aquí, en España, nos preciamos mucho de ser emotivos y eso no siempre es bueno. A lo mejor tu forma emocional de expresarte, ese “te lo digo porque me da la gana” o “porque yo soy así”, esa vehemencia, a mí me puede parecer egoísta, me puede hacer daño, puedo considerarlo una agresión. En la literatura, en cambio, debe tener cabida. Es un trabajo de oficio, consciente, reflexivo. Sin incorporar la emotividad, ¿cómo vas a conseguir la empatía de quien te lee?

Suso de Toro
Suso de Toro ya no cree que sea posible construir un proyecto integrador de España. P. COSANO/ANAYA

Españoles… ¿todos?

Hubo un tiempo en el que Suso de Toro creyó en una España que integrara de forma equilibrada todas sus naciones y sus sensibilidades territoriales. “No puede ser que un niño de Huelva, Lugo, Soria o Madrid no haya oído nunca hablar catalán, por ejemplo. Un modelo de sociedad española sobre ese presupuesto es una barbaridad”, escribía en Españoles todos (2004). Eran los años de Aznar y pensaba que aún podíamos salir de la caverna y construir puentes. Lo creyó de verdad. Pero ya no. El escritor parece haberse rendido y haber aceptado ese fatalismo secular que califica España como irreformable.

Usted escribió un libro-retrato sobre José Luis Rodríguez Zapatero. Si tuviera que afrontar hoy un libro como ese, ¿en qué político se centraría?

[Suspira]. Francamente, no lo haría. Zapatero fue una sorpresa. Yo nunca voté al PSOE porque soy republicano, galleguista, soy de izquierdas… [Risas]. En fin, tengo muchos motivos para no votar al PSOE. Pero apareció Zapatero y creo que fue un mirlo blanco, algo único. Porque es una persona con convicciones verdaderas, un hombre que cree en la política para solucionar los problemas sociales, que actúa de buena fe, tiene cultura democrática, no es autoritario, cree en el diálogo. No me hacía falta concordar con él al cien por cien. En cuanto lo conocí supe que era alguien especial.

¿Lo que lo hacía especial era su falta de cinismo? Los políticos de hoy son muy calculadores, no dan un paso sin conocer perfectamente el efecto que va a tener. ¿Fue eso lo que le llamó la atención?

Cínico no era, en efecto, pero no se llega a presidente sin tener una cierta capacidad de cálculo. Es imprescindible. Igual que cierta dureza, y yo lo vi ser duro en varias ocasiones. Pero con Zapatero podías pensar que era posible construir un proyecto español integrador. Y había que ayudarlo. Esa fue mi intención. Supe de inmediato que era alguien único. Una persona como él no volverá a tener un puesto de poder en España.

Eso suena muy pesimista…

Ahora mismo sí soy muy pesimista a ese respecto.

En el libro Españoles todos usted decía que no quería dejar la imagen de España en manos de los fascistas. Deduzco que esa preocupación ha cambiado a raíz del procés, con el que usted ha estado muy comprometido.

Es que no hay ningún proyecto español. Lo único que hay es el Estado, que ha revelado su auténtica naturaleza. El efecto que ha tenido el posfranquismo ha sido totalmente destructor. Ha sido barrida cualquier referencia a un proyecto de España distinto. Y no hablo ya de una España federal, o de una federación de Estados, o simplemente de república… No hablo ya de nada de eso. Está el Estado y nada más. A eso se reduce España hoy. Y el Estado, al final, es Madrid y su corte. Ay, pero nos estamos desviando tanto del libro…

Perdone, pero en un momento como el actual tenía que preguntarle por estas cosas. Ya sabe lo que hay: Pablo Hasél, ley mordaza, altercados callejeros, violencia policial… Y por el procés, claro.

Sí, sí. Lo entiendo. Yo estaba en Catalunya el 1 de octubre y fui testigo de lo que ocurrió. Vi perfectamente lo que fue la ocupación por la fuerza, al estilo militar, de los espacios públicos, de los espacios cívicos. Vi, con asombro, a personas de todas las edades y de todas las clases sociales haciendo cola para votar, colas que daban la vuelta a las manzanas. Y las vi rodeadas de policías agresivos, violentos. Vi los coches patrulla a toda velocidad, las cargas… Vi todo eso y sé perfectamente de qué lado hay que estar. Luego lo que votaran o dejaran de votar, allá ellos. Para mí es un problema de libertades. La cuestión es que nunca debemos estar con quien le pega a la gente indefensa. Es tan simple como eso. Y no cabe invocar a la ley porque leyes ya había con Franco. Había leyes, jueces, fiscales, cárceles… Quienes invocan la ley para justificar la agresión, la violencia, la persecución de las libertades son carceleros voluntarios. Y hacen ese trabajo sin cobrar. Porque quieren.

¿Podríamos achacar eso a un largo proceso de educación deficiente?

Pues sí. Es que en España nunca ha habido libertad. Solo la hubo, y brevemente, durante los años de la República. Con dificultades, con conflictos, como ocurría también en otros países de Europa, pero la hubo. La ciudadanía lo que tiene es miedo. No nos atrevemos a vivir en libertad. Seguimos teniendo miedo al ejército. Y todos sabemos que el Borbón es el jefe de las Fuerzas Armadas. Tenemos un ejército antirrepublicano. ¿Hay mayor garantía para que no haya una república que esa?

Desde hace tiempo se dice que Alberto Núñez Feijóo, más tarde o más temprano, acabará en la Moncloa. ¿Qué futuro nos espera?

Feijóo es un político típico. Una persona con una gran capacidad de cinismo cuya máxima ambición es alcanzar el poder sirviendo a quien tiene que servir. Un día puede decir una cosa y a la mañana siguiente decir exactamente lo contrario. Le da igual. Él entró en la Administración en Madrid y vino a Galicia a hacer carrera política. Pero, como le ocurría a Rajoy, su mundo era Madrid. Ahora vive en una paradoja porque, después de alcanzar el poder aquí, eso actúa como una jaula. Lo que hemos aprendido es que en la Corte se cuece todo. ¿Quién es Pablo Casado? Pues un chisgarabís que andaba por allí, en los cenáculos madrileños del PP. ¿Y Aznar? Pues lo mismo, un chico del barrio de Salamanca, de familia franquista de toda la vida. Rajoy eso lo entendió muy bien. Salió de aquí y se fue a Madrid a esperar su turno. Yo veo difícil que Feijóo pueda saltar de presidente de la Xunta a presidente de Gobierno. Podría pasar, pero lo veo difícil. Aunque él sí se ve muy crecido, cree que puede ir directamente a dirigir el PP. Casado es un perfecto inútil, eso es evidente, pero está en el lugar que tiene que estar, donde está el poder, en la Corte. Feijóo va y viene, va y viene, pero hay que estar. No sé si me explico.

Perfectamente.

Con Feijóo pasa algo parecido a lo que ocurrió con Fraga. Felipe González le entregó Galicia a Fraga y desde allí le hacía oposición a Aznar. Oposición interna. Le llevaba la contraria constantemente. Por eso Aznar odiaba a Fraga. Pues Feijóo está en las mismas: le lleva la contraria de vez en cuando a Casado y debilita su liderazgo, mantiene dividido al PP, y para progresar necesita que al partido le vaya mal. Ahora está mal, ¿pero lo estará dentro de un año? No lo sabemos. Y el tiempo pasa para todos. No está garantizado que Feijóo acabe en la Moncloa.

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Comentarios
  1. Como Argentina hija de gallegos y con muchos años me interesa el tema. No tengo certezas pero sí experiencia y alguna que otra opinión.

  2. Que interesante artículo y que gusto escuchar, o leer, a personas cabales, con sabiduría, cada vez hay menos de estas lúcidas personas.
    Coincido con el análisis de Zapatero. Yo siempre lo consideré una persona con clase, un señor «elegante», educado, quizá un poco ingenuo para el mundo de lobos astutos y de pocos escrúpulos que predominan en el mundo de la política.
    Bamby le llamaba la típica derecha española, cavernícola, crispadora y de juego sucio.
    La Alianza de Civilizaciones que se había propuesto desarrollar, uno de los más positivos proyectos y en la buena dirección que deberíamos llevar a cabo, no paró esa derecha de ridiculizárselo y zancadillearlo hasta hacerlo fracasar.
    No tengo tan buena opinión del proselitista del neoliberalismo, Vargas Llosa.
    El individuo puede ser muy buen escritor; pero para nada positivo para un mundo más sabio y justo, todo lo contrario. El individuo, como tantos otros, se prostituyó moralmente. En los comienzos, cuando no tienes nada o `poco que perder son de izquierdas, pero a lo que adquieren fama y el sistema los encumbra, se «cambian de chaqueta». Que se vayan a Miami con sus tías, que cantaba Victor Jara, se vayan con su melodía.

  3. Está buscando a su madre; pero no obtiene respuestas.
    “Yo lo que necesito son respuestas, de por qué se hacían las cosas así, de quien permitió que esto se hiciera así, y saber qué es lo que ha pasado. Y saber quién es mi madre, que al fin, lo que busco es eso”.
    La historia de M.Z. no es la única. Hasta los años noventa y desde el final de la Guerra In-Civil, durante más de 50 años, miles de personas en España pudieron ser objeto de desaparición forzada, con sustitución y alteración de sus identidades.
    Estos miles de casos son los conocidos como bebés robados, a quienes se les han vulnerado el derecho a la protección de la vida familiar, donde se incluye el derecho a la identidad, a la nacionalidad, al nombre, y a las relaciones familiares.
    La mayor parte de casos continúan en la impunidad, y la respuesta por parte del Estado a los procesos de búsqueda hasta ahora ha sido desinteresada, inadecuada e insuficiente.
    Esta falta de respuesta acrecienta un sufrimiento psicológico que alcanza el umbral de la tortura y otros malos tratos, según reconocen organismos internacionales de derechos humanos.
    El Estado español debe adoptar medidas que den respuesta a los procesos de búsqueda en su totalidad y que proporcionen acompañamiento a las víctimas, garantizando acceso a la información, rendición de cuentas y apoyo jurídico y psicológico.
    Firma para que el Parlamento apruebe una Ley sobre bebés robados.
    https://www.es.amnesty.org/actua/acciones/bebes-robados-hija-mar21/

  4. Hasta los años noventa y desde el final de la Guerra In-Civil, durante más de 50 años, miles de personas en España pudieron ser objeto de desaparición forzada, con sustitución y alteración de sus identidades. Son los conocidos como “bebés robados”.
    La mayor parte de casos continúan en la impunidad, y la respuesta por parte del Estado a los procesos de búsqueda hasta ahora ha sido desinteresada, inadecuada e insuficiente.
    Frma para que el Parlamento apruebe una ley sobre bebés robados.
    https://www.es.amnesty.org/actua/acciones/bebes-robados-madre-mar21?utm_source=email&utm_medium=email&utm_campaign=mailsoc&utm_content=mailsoc_bebes_robados

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