Opinión
No más leyes de pobres, por favor
"La principal respuesta de todos los gobiernos a las subidas del precio de la energía se centra en crear bonos o ayudas para consumidores vulnerables. Sucede lo mismo con la vivienda. Son políticas de letrero grande y puerta pequeña", reflexiona Jorge Dioni.
Si crees que esta es una década loca y que estamos a punto del colapso, es que no has oído hablar del siglo XIV. Las grandes hambrunas causadas por el fin del periodo cálido medieval se juntaron con varias guerras, como la de los Cien años, y enfermedades, como la peste negra, para provocar una catástrofe demográfica en Europa. Hubo regiones que perdieron el 80% de su población.
La epidemia llegó a Inglaterra a mediados de siglo, cuando el país llevaba cincuenta años de guerra por el trono de Escocia y diez contra Francia por otra cuestión dinástica. Además de una disminución de los ingresos de los señores, el declive demográfico había provocado una inflación de los salarios. Los terratenientes no podían decir a los jornaleros: tengo cien como tú esperando en la puerta. Como siempre que hay problemas, hubo que reanimar la mano invisible. El Estado siempre es el titiritero del mercado.
El rey Eduardo III promulgó la Ordenanza de los trabajadores (1349) y el Estatuto de los trabajadores (1351). Como es fácil adivinar, no se parecían a las leyes de similar nombre que tenemos hoy, pero es interesante mirar atrás porque la historia tiene hilos que llegan hasta nosotras. Cambia la puesta en escena, pero la trama permanece. Además de establecer un salario máximo reducido, se obligaba a trabajar a todas las personas disponibles, varones y mujeres, y establecía restricciones y castigos a quienes no acatasen la norma. Lo primero provocó una revuelta campesina en 1381, pero nos interesa el segundo y el tercer punto porque forman la base de la futura regulación sobre la pobreza: trabajo forzado y confinamiento territorial. En los siglos XV y XVI, la principal opción fue el punitivismo para quienes no lo cumplieran: ocultamiento (cepo o prisión), señalamiento (marcas en la ropa, la piel o la perforación de la oreja) o castigo físico (azotes o pena de muerte para los mendigos y vagabundos reincidentes). Se consideraba que el ocio era el origen de los vicios y solo podían pedir los ancianos, los enfermos o las personas con discapacidad.
Esa distinción también está en la base de la ley de pobres castellana o ley Tavera, promulgada en 1540. La regla obligaba a los pobres a no alejarse más de 30 kilómetros de su ciudad y, para poder mendigar dentro de la misma, además de comulgar con regularidad, tenían que pasar anualmente un examen de naturaleza para distinguir los pobres verdaderos de los falsos; es decir, los que podían trabajar, pero no se esforzaban bastante por encontrar un oficio, distinción que aún puede oírse en las tertulias televisivas. La ley castellana y el debate que provocó tuvieron un recorrido limitado porque la Reforma se extendió y las reformas sociales –cualquier novedad, en general– sonaban a protestantismo. No se podía privar a nadie de la bendición de ejercer la caridad ni de toda la capacidad disciplinante que permite su discrecionalidad.
En Inglaterra, el punitivismo dejó paso a la caridad por las circunstancias. En 1601, la reina Isabel I, en guerra con España, promulgó la primera Ley de Pobres oficial para evitar revueltas internas por la sucesión de malas cosechas y el declive de las instituciones vinculadas a las órdenes religiosas, como monasterios o cofradías, que desempeñaban una cierta labor asistencial. La ley estableció un sistema de ayudas (comida, vestimenta o leña) a cargo de las parroquias, que tenían una relación de pobres locales. La movilidad estaba prohibida. En el registro, se distinguía a las personas con permiso para mendigar (ancianos, enfermos y discapacitados) y los circunstanciales, obligados a desempeñar un oficio o, incluso, a establecerse en un asilo o workhouse, centros que combinaban la represión con la formación. Incluso, las familias se separaban para evitar que se heredasen los malos hábitos, algo que será familiar a cualquier aficionado al cine de Ken Loach.
A finales del XVIII, las malas cosechas y las guerras napoleónicas provocaron un aumento de las ayudas y se instituyó un nuevo tipo de subsidios directos. El más famoso fue el acordado por los jueces del condado de Berkshire, reunidos en Speenhamland. Sus destinatarios eran las familias cuyos ingresos estuvieran por debajo de lo que hoy llamaríamos el coste de la vida y que, entonces, se vinculaba al precio del pan. Es decir, hablamos de un complemento para los trabajadores pobres que provocó, por ejemplo, un descenso en los jornales. Un saludo a la nueva economía.
La mayoría del sistema fue abolido en 1834. La industrialización necesitaba nuevos trabajadores y la desaparición de las estructuras de ayuda, junto con los cercamientos de las tierras comunales y el mantenimiento de los castigos para el movimiento rural, fue clave en la emigración hacia las ciudades. La asistencia quedó para casos extremos. El punto final tardó en llegar. Las Leyes de Pobres fueron abolidas en 1948 con la promulgación de la Ley de Asistencia Nacional. El sistema discrecional de reparto directo fue sustituido por un modelo institucional de redistribución: derechos sociales reconocidos en la ley, trabajo/salario e impuestos. Duró unos treinta años.
A partir del gobierno de Margaret Thatcher, el modelo de redistribución indirecta comenzó a ser desmantelado. Los derechos sociales comenzaron a limitarse y los impuestos dejaron de ser directos y redistributivos. Los problemas sociales volvieron a ser considerados como cuestiones individuales que podían ser atenuadas con una acción discrecional a través del reparto directo, algo que no había dejado de hacerse en otros países, como Estados Unidos. No existía contexto ni un análisis global. No se podía situar la causa de la pauperización en un modelo económico porque este funcionaba perfectamente y daba las mismas oportunidades a todas las personas. Los éxitos eran consecuencia de las buenas decisiones y los fracasos, de las malas.
Poco a poco, el resto de Europa asumimos el modelo anglosajón basado en la desigualdad. Fue algo transversal. El socioliberalismo ocupó el lugar de la socialdemocracia y, asumiendo la derrota de la guerra fría, también aplicó el plan del vencedor: sustitución de los impuestos proporcionales y redistributivos por el antiguo modelo de tasas directas, limitación de derechos sociales (vivienda, sanidad, educación o pensiones) a través de la individualización, disolución de los instrumentos colectivos, liberalización y financiarización de la economía, privatización de las empresas públicas, respaldo institucional al mercado privado y, por último, un sistema asistencial para los casos más extremos, una labor que pasa del terreno político al moral a través de ciertos mecanismos que recuerdan a las Leyes de Pobres. Por ejemplo, la necesidad de identificarse como tal a través de ciertos eufemismos como vulnerable o la terrible burocracia, muchas veces culpabilizadora. El libro Silencio administrativo, de Sara Mesa, lo explica muy bien.
Como sostiene el sociólogo Jean-Pierre Garnier, la izquierda ha cambiado explotación por exclusión. Es decir, ha dejado de centrarse en el modelo para tratar de atenuar sus consecuencias. Resistir y asistir. Por ejemplo, la principal respuesta de todos los gobiernos, este, el anterior y el anterior, a las subidas del precio de la energía se centra en crear bonos o ayudas para consumidores vulnerables. Sucede lo mismo con la vivienda. Son políticas de letrero grande y puerta pequeña que provocan una enorme frustración, ya que los anuncios vistosos, como la prohibición de los desahucios, suele contradecirse con la realidad cotidiana. Es probable que, en unos años, veamos la importación de los cupones de comida.
Evidentemente, no se trata de eliminar mañana todo el sistema de ayudas, que incluso deberían ser ampliadas, sino comenzar a cambiar la mirada y volver a plantear modelos económicos, sociales y políticos. Dejar de resistir y realizar propuestas que consideren la vivienda o la energía bienes sociales como, de momento, son la sanidad o la educación. Serán tachadas de peligrosas o absurdas y alguna organización realizará un estudio apocalíptico. Da igual.
Hay que abrir debates y, sobre todo, dejar de pensar en el pasado y mirar al futuro, como propone Layla Martínez en Utopía no es una isla: «Imaginar futuros peores nos ha quitado la capacidad de pensar en un porvenir mejor». La esperanza ha sido siempre una base del pensamiento de izquierda y afecta a cuestiones como la organización y los objetivos, donde todo se somete al ciclo electoral. Si alguien dice representar al 99% de la sociedad, no puede estar constantemente resistiendo en las periferias. Tiene que plantear un proyecto para el conjunto, dibujar un horizonte al que sabemos que no vamos a llegar. Nunca ha importado.
Y por esto nunca veremos una renta básica universal. Porque su característica más ninguneada y más fundamental, la universalidad, rompe con una de las premisas básicas del cristo-fascismo global bajo el que vivimos: que nadie se merece nada, que si recibes ayuda al no tener nada ha de ser por la caridad de los que siempre han tenido todo, que sólo te permitirán una hogaza de pan una vez esté verificado con doble sello que te estás muriendo de hambre.
El sistema de ayudas sociales, aquí y en toda la sociedad occidental, tiene la humillación, la criminalización y la alienación del receptor como premisa básica. Una percepción que fuese verdaderamente universal es, para nuestro sistema, peligrosamente radical, porque en el momento en el que aceptas y legislas que todo el mundo se merece un mínimo para existir, en el momento en el que haces de la dignidad humana una realidad política, estalla una revolución dentro de cada cabeza.
Por esto es que las ayudas, para la vivienda, para la comida o para la subsistencia, están y estarán siempre rodeadas de barreras legales y sociales; porque, por definición, han de privar de dignidad y de autonomía a quien las recibe. Para recibir ayuda primero tienes que dejar de ser persona. Es como está diseñado.