Opinión
Por un feminismo del goce que amplifique nuestra libertad
"El feminismo no puede ser un espacio desde el que atrincherarse para crearse una marca, hacerse autopromoción, imponer opiniones como verdades categóricas", reflexiona Patricia Simón.
Soy feminista porque quiero que todos los seres humanos sean iguales en derechos, pero también tan libres como el que más. Es decir, no quiero que solo seamos iguales para tener las mismas oportunidades, sino para que estas nos permitan construir la vida que nos plazca. Y en mi caso, mi mayor patrimonio es ejercer mi derecho a pensar lo que quiera, expresarlo cómo y donde quiera y pueda, y huir de constreñimientos, muros o rémoras ideológicas.
Soy feminista porque creo en mi derecho a ser yo, no lo que dictamine un Estado, un Dios, un partido, un hombre ni otras mujeres feministas. Y como muchas otras feministas, lo que me estoy encontrando en los últimos tiempos es una tendencia a un reduccionismo asfixiante de la interpretación del mundo que resulta aceptable, así como un forzamiento a asumir determinados supuestos de manera casi religiosa, como actos de fe, para formar parte de los distintos grupúsculos que se han ido montando a causa de las distintas controversias que conviven en el movimiento.
No seré yo la que entre por mi propio pie en nuevas jaulas, tribus o manadas. Nada más antifeminista que la sumisión a un ente o idea superior. A las mujeres primero se nos negó la capacidad de pensar, posteriormente de expresar públicamente el resultado de nuestro discurrir. Como comprenderán, lo que muchas tenemos es un hambre voraz, acumulada durante siglos, de escuchar y estudiar la mayor diversidad de voces; en algunos asuntos, ser capaz de formarnos nuestra propia opinión y, llegado el caso, si lo encontramos de interés para los demás, compartirla con la sociedad. Qué sencillo parece lo que nos ha costado siglos de mazmorras, hogueras, mordazas y violaciones. Las que les siguen costando hoy a decenas de millones de mujeres en el mundo intentar dejar de ser considerada un animal doméstico. O ni eso. Por tanto, que nadie se atreva a pedirnos silencio, constricción o autocensura en nombre de la lucha por la igualdad. La igualdad sin libertad es una nueva jaula a la que no estamos dispuestas a entrar.
La solidaridad, la sororidad, la fraternidad, la lucha social y, en definitiva, la participación política son, como escribió la pensadora Hannah Arendt, una forma de amor, “el amor al mundo”. La filósofa judía asumió los costes de narrar la colaboración de algunos judíos con el régimen nazi para hacer posible el Holocausto por su inquebrantable compromiso con la libertad de pensamiento en la vida pública, lo que para ella, junto al arte, representaba la forma más noble de vivir.
Y como todo amor, para serlo, para ser amor a secas y no otra cosa, ha de ser libre y altruista, porque el amor, como me explicó el psicólogo Javier Barbero, es un sentimiento, pero también un valor, y como tal se ejercita, se muscula, se expande. Por eso, el feminismo no puede ser un espacio desde el que atrincherarse para crearse una marca, hacerse autopromoción, imponer opiniones como verdades categóricas, promover cazas de brujas de las consideradas díscolas –ahora convertidas en archienemigas–…
La realidad es compleja, e imponer análisis simplistas es exactamente lo que hacen los populismos de todo signo político y la extrema derecha. El feminismo es exactamente lo contrario: es el movimiento que no solo reconoce la complejidad, sino que se aproxima a ella con el entusiasmo del apetito intelectual de querer comprender, huyendo de los prejuicios y juicios de valor. Soy feminista porque quiero que todas las niñas y mujeres del mundo tengan derecho a ser librepensadoras. Con muchas no estaré de acuerdo, y me encantará que su voz tenga cauces para ser escuchada.
Por eso se me hacen incomprensibles algunos sapos que se han ido soltando en los últimos tiempos, como si por crear una realidad paralela en el que todo es violencia contra las mujeres esta fuese a desaparecer. Como si por repetir muchas veces un eslogan este se fuese a conseguir explicar el imbricado sistema de mecanismos de opresión que hacen que buena parte de la población mundial estén sometidos por una minoría. Si algo he aprendido trabajando sobre las violencias contra las mujeres desde hace quince años, es que todavía nos falta muchísimo por entender cómo nos configura como sociedad y nos atraviesa como individuos e individuas.
Pero sí tengo claro que no toda violencia contra las mujeres es violencia machista ni todo agravio o discriminación es machismo, o que la violencia verbal es violencia verbal y no es violencia física, como el acoso es acoso y no es tortura; que la trata con fines de explotación sexual no es lo mismo que la prostitución; que las distintas formas de desigualdad en relaciones entre hombres y mujeres –además de la posición y la clase social así como la diferencia de edad– no se pueden interpretar indefectiblemente –sin un análisis interseccional– como acoso o abuso; o a que el consentimiento de una mujer no puede cuestionarse o invalidarse solamente –subrayo este solamente– porque esta haya bebido o se haya drogado antes o durante una relación sexual porque… ¿cuál sería la solución entonces? ¿qué peligroso discurso estamos deslizando sobre nuestro libre albedrío, sobre qué podemos hacer con nuestros cuerpos? ¿cómo afectaría a otras esferas como el derecho al aborto?
En los últimos años hemos pasado de poner el foco en la conquista de la libertad sexual de las mujeres a presentar determinadas prácticas como incompatibles con el deseo femenino. Especialmente tras la violación colectiva de los Sanfermines, se cayó en la trampa de intentar defender la inocencia de la víctima aludiendo a los argumentos más conservadores del patriarcado: que una mujer raramente podía sentir el deseo de mantener relaciones sexuales con varios hombres a la vez, de practicar sexo anal o actividades de sometimiento e, incluso, sadomasoquistas. Para defender la libertad sexual de la claramente víctima de aquella violación –en la que quedó demostrado que el contexto de aquel portal y cinco hombres agrediéndola no le habían permitido siquiera manifestar su rechazo– se empezó a cuestionar la capacidad de consentimiento de todas las mujeres.
Y así es como hemos llegado a una propuesta de Ley de libertades sexuales que, como han expuesto numerosas analistas, limita nuestra libertad a costa de imponer desde la izquierda una visión puritana e infantilizada de nuestra sexualidad, tan parecida a la que defienden las posturas más conservadoras. Como sostiene la psicóloga y sexóloga Lucía González-Mendiondo, “no se puede actuar contra las agresiones sexuales tomando la Manada como modelo”. Porque aunque son mucho más habituales de lo que nos gustaría creer, la mayoría de los depredadores sexuales son personas conocidas y de confianza del entorno, incluidos profesores y maridos, y con ese enfoque exclusivamente punitivista no vamos a erradicar una cosmovisión, la heteropatriarcal, que nos concibe como territorio a invadir, colonizar y poseer.
Si queremos dejar de ser objetos del capitalismo extractivista, también debemos erradicar esa concepción de las mujeres como seres frágiles, sin poder de decisión ni de resiliencia. Quienes menos tienen que perder son las que mejor saben que, pese a sus situación de vulnerabilidad, su poco margen de maniobra y su mochila de dolores acumulados, vivir en libertad bien merece asumir riesgos. Muchos de ellos, inconcebibles desde nuestra óptica. Como las mujeres migrantes que, ante la política de cierre de fronteras de Europa, tienen que acudir a redes de trata para llegar a los países en los que esperan poder vivir libres de violencias machistas. Para ello, muchas saben que sufrirán violaciones durante el camino o, incluso, que serán prostituidas durante algunos años al final del trayecto.
Cuando les he preguntado si les ha merecido la pena, siempre me han contestado lo mismo con distintas palabras: “¿Cuál era la alternativa? ¿Resignarme a lo que la vida me tenía destinado allí? ¿Asumir que mis hijas sufrirían como yo mutilación genital, violencias de todo tipo, pobreza sistémica? Al menos lo he intentado, al menos ahora puedo intentar tener otra vida”.
Las experiencias de estas mujeres son extremas y tenemos el deber de erradicar los contextos y actores que los favorecen, pero los casos límites nos recuerdan también cuáles son los puntos de fuga de nuestras vidas, hacia dónde queremos encaminarnos y qué costes estamos dispuestos a asumir. En su éxodo hay una búsqueda de derechos y libertades. En mi caso, tengo claro que la libertad entraña riesgos que debemos asumir si no queremos acelerar y contribuir a la ola involucionista en la que ya estamos inmersas.
Desde el 11 de septiembre de 2001, el dilema interesado de seguridad versus libertad está permeando todas las facetas de nuestra vida pública y privada: el miedo a lo imprevisto, lo doloroso y lo irreversible está abriendo las puertas de par en par a Estados con forma de democracia liberales, incluso gobernadas por partidos progresistas, que están reconfigurando su relación con la ciudadanía desde un enfoque securitista: de la mano de la industria de la hipervigilancia y el control social nos espían porque somos potencialmente sospechosos.
El Estado es así un gigantesco ministerio de Defensa en el que su ciudadanía, nosotros y nosotras, somos interpretados como el enemigo. Y dentro de ese marco, por tanto, las mujeres somos, como ciudadanas, sujetos potencialmente peligrosos, y por nuestra supuesta condición vulnerable, sujetos a los que proteger. Es normal que el sistema gripe ante tanta contradicción interna. Ha llegado el momento de resetear, y deberíamos hacerlo exigiendo ser actores del rediseño de nuestra sociedad.
Por el contrario, estaremos cayendo en la perniciosa cultura de la victimización: tendremos valor en relación al grado que suframos de discriminación, de violencia, de empobrecimiento, de sufrimiento. Y lo que está claro es, que si hemos llegado hasta aquí ha sido gracias a nuestra capacidad de lucha, superación y disfrute. Sin esta última no estaríamos hablando de derechos ni igualdad, sino de mártires. Y aquí hemos venido a gozar. De nuestros derechos. Y de nuestra libertad.