Opinión
¡Esa sinvergonzonería buena!
"No tener vergüenza a veces se parece mucho, pero muchísimo, a algo tan ramplón como poder hacer cosas sin sufrir consecuencias negativas o sabiéndote impune a estas".
Me dijo una vez un entrevistado, alguien que se dedica profesionalmente y con éxito a la creación, que aunque comulgase con los motivos de una manifestación le costaba mucho ir a una. Que no iba con su carácter sereno, de economía gestual y tono de voz moderado. Que no se veía ahí por una cuestión casi física, corporal. Que le daba vergüenza.
La vergüenza tiene mala prensa. No es raro crecer con ella rondándote por exceso o por defecto. Puedes sentir que te falta, a ojos de tus mayores, si no apruebas y encima les pides cuartos. O como una maldición que te susurra cada día, amenazante, que si no le dices algo a esa chica antes de que acabe el curso estás escribiendo el primer capítulo del diario de un perdedor que será tu vida. Que tienes demasiada, que qué te pasa, que bailes un poco, que vaya soso, que hables cuando estemos con otra gente porque si no se van a pensar que eres tonto. Ya sabes, en base al volumen de vergüenza que los demás aprecien en ti puedes ser todas esas cosas: desde un delincuente a un parguela –que me ha salido así aunque me prometí intentar no usar esta palabra por su connotación machista–, un bufón, un muermo.
La vergüenza, nos dicen con esta jerga productivista que ya lo impregna todo, no sirve para nada. Da igual un contexto total de ocio, da igual que sea verano, tengas 6 años y miedo de aprender a tirarte de cabeza a la piscina. Es probable que algún adulto bienintencionado te intente animar a hacerlo porque si empiezas así no vas a llegar a nada en la vida. Y tú le miras desde el bordillo. Sentado, con las piernas metidas en el agua y pensando si el señor que ves durmiendo en la caja rural del barrio es que entraba de pequeño a la piscina de la misma y lamentable manera que tú. Y tu tío Javi dale con que no te dé vergüenza.
Quizá al final lo que hacemos es recoger un montón de condicionantes sociales y meterlos bajo el significante “vergüenza”. Puede que no bailes no porque lo estés deseando y las miradas te cohiban, sino porque no te motiva esa música o no has tenido un buen día o no los estás teniendo desde hace mucho. En esas ocasiones un brazo que tire de ti hacia la pista podría ser de poca ayuda. Puede que no le digas nada a esa chica porque sospechas que te haría más mal un no que bien un sí. No es que te devores por dentro en una contradicción, es que acabas decidiendo que no te compensa y que hay muchísima gente en este mundo y tú ya tendrás un momento en que te encuentres con más ánimo. A veces las cosas son así de poco peliculeras. Que a lo mejor tampoco te preocupa que niños que no conoces te vean intentando tirarte de cabeza a la piscina, que lo que te hace decidirte por sentarte en el bordillo y dejarte caer como un futuro loser, homeless, qué vergüenza de niño, es no romperte la crisma. Eso y una precoz virtud muy útil para la vida adulta: no sentir que tengas que demostrarle nada a nadie todo el rato.
Siguiendo esa lógica, otro ejemplo es que a tus colegas les tienes que dejar claro que no te da vergüenza robar en el colmado hablándoles de la manga de hostias que te puedes comer si el tío te pilla a ti y tú le pillas a él en un día que este no tenga la pyme para farolillos. Así funcionan las cosas de la vergüenza a ras de suelo, donde no puede ser más reaccionaria la tesis que presupone que el populacho, la gente –qué palabra, otro día hablaremos de eso–, es una masa animalizada, un ente gritón y tragón de mensajes simplistas, cero sesera, todo tripa.
Por abajito se calcula porque a las personas les va bastante en ello. En casi todas las casas hay cuentas mensuales y no en pocas hay chicos y chicas que han pensado si quitarse un piercing o se han peinado diferente para ir a una entrevista de trabajo. En los bares de menú (donde además se saluda –¡que aproveche!– muchísimo más a desconocidos al pasar por su mesa que en un sitio más caro) es habitual que no se meta presión a la camarera además de por educación por la empatía de que ese puesto podría ser el de tu hermana, tu hija, tu madre. Es curioso porque casi siempre ha primado un discurso clasista, de arriba hacia abajo, que da por sentado que las personas empobrecidas, o las que no son ricas o sofisticadas, son insufribles egoístas que te sacan los codos o te meten la mano en las patatas a la mínima porque como han crecido siendo cientoylamadre y sin valores, pues tonto el último. Real que no descubro nada nuevo si digo que posiblemente no hay ejemplar más insoportable que un pijo con prisa.
No tener vergüenza a veces se parece mucho, pero muchísimo, a algo tan ramplón como poder hacer cosas sin sufrir consecuencias negativas o sabiéndote impune a estas. Debe ser toda una experiencia. Ir por la calle y que tu vida parezca tremendo salsón tipo Pedro Navaja, escuchar las voces a los lados relatando tus pasos, glosándote. Vítores: muy bien, así se hace. Otros bajando el tono: ahí está, qué envidia, no tiene vergüenza ni la conoce. ¡Esa sinvergonzonería buena!, recuerda uno que también estaba por allí. Niños alelados y aleccionados: aprended, que no sabéis ni tiraros a la piscina de cabeza. Y tú como las infantas de vuelta de Emiratos de ponerse la vacuna. Quitándote mérito, saludando con la manita. Nada, nada, si no es para tanto: se nos ofreció y accedimos.