Opinión

Jamás normalizar el mal

"Cada 'poco nos pasa' es tremendamente cruel. Hay que vivir en una realidad desconocida para decir eso", reflexiona Ignacio Pato a partir de 'Utopía no es una isla', de Layla Martínez.

Varias personas en el metro de Barcelona. REUTERS / NACHO DOCE

«Cualquier esperanza sobre el futuro es revolucionaria o es falsa”, dice el colectivo Contra el Diluvio. Es así. Necesitamos una mínima luz ahí a media distancia para seguir, no nos levantamos cada día solo por mera obligación. La gasolina puede estar en que después del trabajo vamos a quedar con un amigo al que hace tiempo que no vemos, en que estamos en esa fase de la vida en la que es mágico ver a nuestro hijo crecer o puede estar también, en un sentido menos literal, en que confiamos en un futuro menos oscuro, más justo y en común. Solo de decir eso último ya se arquean las cejas, ¿verdad?

Precisamente esa fractura entre creer en las pequeñas cosas -y un poco en el pensamiento mágico individualista: a mí me irá bien, empiezo hoy un nuevo trabajo en el que habrá armonía y en el que duraré mucho tiempo, mi hijo va a ser feliz independientemente del mundo en el que viva, etcétera-, necesarias para nuestro equilibrio mental, y no hacerlo en aquellas que han de ser construidas, y no sin sacrificios, con otras personas incluso lejanas o totalmente desconocidas, esa brecha es la que trata de coser Layla Martínez en Utopía no es una isla (Episkaia, 2020). 

“No voy a hacer esta huelga porque no está bien planteada”. Todos hemos conocido a ese esquirol revestido de perfeccionismo, ese cinismo que quiere disfrazar su parálisis de realismo cuando no de superior inteligencia. Ese que prefiere, de manera narcisista, no equivocarse públicamente para preservar una pretendida virtud privada. Militante del catastrofismo que prefiere una derrota para tener razón, que renuncia a la vida en común, que justifica el refugio en el mejor de los casos. Nada está escrito, el mañana no lo está, como recuerda Martínez, y eso funciona en ambos sentidos, también para la utopía financiera y presentista en la que vivimos. Ni fue eterno el Imperio Romano ni lo es Amazon. Ni tampoco que el agua cotice en la Bolsa. 

No solo quienes han intentado construir un futuro mejor se han equivocado: quienes ganan, quienes reman a favor de corriente no dejan de fallar. De los tanques nazis averiados durante el Anschluss a las actuales socializaciones de pérdidas bancarias, pasando por jefes mediocres o la apología del “caer y levantarse” que solo parece funcionar para ideas de negocios peregrinos y no para proyectos de calor colectivo. Como si pegártela fundando cuatro empresas tuviera más valor que organizar una manifestación justa a la que finalmente no vaya mucha gente. Pocas cosas más políticas que quién, y haciendo qué, se puede permitir resbalar. 

Cada “poco nos pasa” es tremendamente cruel. Hay que vivir en una realidad desconocida para decir eso.

No nos pasa precisamente poco. Un “buah, somos nosotros, literal” cada vez que vemos una distopía que nos asusta para que un presente de planeta destruido, desigualdad de género, racial y material, de desequilibrio emocional, nos parezca aceptable, es normalizar y equiparar vida a catástrofe. ¿Cómo va a ser una lección de vida una pandemia, qué tipo de vida había que estar llevando antes como para que necesites tanto sufrimiento alrededor para darte cuenta de algo? 

Por paradójico que parezca, más que significar un ascenso a terrenos abstractos, imaginar está hoy cerca de ser sinónimo de bajar al barro. De cómo deja de ser broma la idea de socializar la piscina de Ana Botín, como escribe Martínez con el espíritu de la máxima del filósofo Cornel West: tener esperanza es demasiado pasivo, tenemos que ser esperanza, ser agentes del cambio. De cómo levantamos cabeza de la sobreestimulación aturdidora que es que a tres golpes de scroll nos pasen por los ojos una agresión fascista, la cara sonriente de un amigo, un plato de pisto o una UCI. 

De eso va Utopía no es una isla, de estimularnos a ritmo de Idles o Algiers y de recordarnos, un poco a lo Éric Vuillard, que los sueños, diseños, estrategias y revoluciones nunca bajaron de un cielo que jamás, estaría bueno, se va a asaltar a sí mismo. Que la política -como afirma la autora- no es solo la gestión del conflicto, sino que también es el encuentro, y que aquellos que miran más datos y gráficas que a los ojos no pueden cambiar que el Manifiesto Comunista tuvo seguramente mayor poder de apelación que El Capital.

El hecho de que aún en mitad del shock cada día fantaseemos o incluso debatamos sobre la jornada de cuatro días, la nocividad global de la industria cárnica, la eliminación de la ley de extranjería, la mordaza y la reforma laboral, la legitimidad de la educación concertada o la necesidad de aumentar el cuerpo de inspectores de trabajo no es ningún regalo. Al contrario, nos habla de una capacidad de resistencia colectiva que a veces es capaz de pasar al contraataque y al menos estirar así el campo de juego.

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Comentarios
  1. ….La policía entra en la universidad para detener y encarcelar a un cantante, mientras el fascismo aviva el odio en la calle, en los tribunales, en las redes sociales y en los parlamentos, a la vez que se multiplican los delitos de odio contra las personas LGTBI, como denunciaba el Observatori contra l’Homofòbia. Ya lo dijo Xavier Vinader: “El Estado no ve la extrema derecha como un peligro, sino como una colaboración necesaria”….
    (Carta abierta de Jordi Cuixart a Pablo Hasel publicada en El Salto)

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