Opinión
El milímetro de oro
"Las millas de oro son maneras de decirnos que lo que queremos, podemos y sabemos hacer nunca va a brillar lo bastante", defiende Laura Casielles en #LaMirada
El titular decía: Madrid contará con un nuevo centro de arte en la Milla de Oro de los Museos. Una buena noticia, visto así. Lo que pasa es que había que leerla entera para entender de qué iba realmente el asunto. Ese nuevo centro de arte ocupará el lugar del laboratorio cultural MediaLab Prado, un espacio que lleva más de una década siendo un referente para la creación, el pensamiento y la divulgación cultural. Lo mismo que se le pide a ese que se va a abrir ahora, en principio, pero lo que pasa es que MediaLab lo hacía desde la participación, la diversidad y el encuentro. Un modelo que sin duda no está al alza en el centro de la ciudad.
Estoy hasta el moño de millas de oro. Las millas de oro son maneras de decirnos que lo que queremos, podemos y sabemos hacer nunca va a brillar lo bastante. Que lo que vale es lo que está en un centro, bajo un foco y con la legitimación de un sello oficial. Tú tendrás una tiendita llena de monadas, pero la moda está en la milla de oro. Tú tendrás un restaurante delicioso, pero la alta cocina está en la milla de oro. ¿Tu sala de conciertos? Muy lejos de donde tendría que estar para que se te considere parte de lo que hay que escuchar.
Y si resulta que has caído en medio de la milla de oro por alguna rara suerte, ya te desalojaremos.
El mundo no ayuda nada a quienes quieren medir lo valioso en milímetros de oro.
Lo sé bien porque a mí también me cuesta. Como todas, yo también crecí creyendo que el éxito consistía en acceder a ciertos lugares, en poner el pie sobre determinados pódiums. Pero es que incluso después, cuando empecé a entender cómo funcionan los mecanismos de legitimación que nos van configurando el gusto y las costumbres, la misma inercia tomó nuevas, perversas formas. Porque también desde posiciones críticas podemos repetir esa dinámica: en todos los ámbitos se marcan escalas, y casi siempre se miden con baremos similares.
La milla de oro son también las audiencias, las prisas, la fama. La milla de oro es valorarlo todo en función de likes y seguidores, extrañas cifras que ponen en una balanza desigual lo interesante y lo que está de moda. La milla de oro es despreciar al peso y obviar las posibilidades.
Los promotores de la operación por la cual un centro cultural realmente vivo se ve desalojado para abrir uno que responda a los cánones del turismo dijeron que lo hacían para «contribuir al relato del paseo del arte dentro del entorno de la candidatura de la UNESCO mediante el denominado Paisaje de la Luz». Casi parece una parodia. La milla de oro son esas palabras hechas a la medida de los catálogos.
Pero como —por esa misma lógica— solo vale lo que arrasa, todo lo demás se ve condenado al margen, a una permanente lucha por la mera existencia. Se paga mal, y quien lo defiende siempre corre el riesgo de ser llamado ingenuo. La milla de oro es que atender a lo pequeño, cuidar de lo que no arrastra multitudes, acabe siempre teñido de una sospecha de inanidad.
Y así una se descubre, cualquier día, proponiéndole a alguien un proyecto hermoso sin poder evitar añadir la coletilla de “pero bueno, no te interesará, es algo muy pequeñito”. Aunque por dentro lo que sienta sea: “aquí te traigo algo que está vivo, que quiere ser bello y útil, te ofrezco ser parte porque a mí me parece que vale la pena”. Todas llevamos dentro a una creyente del star system que tiene que pensar dos y tres veces para recordar que no es necesariamente mejor lo que más fama ha cosechado y que la mayor parte de los milagros suceden en la penumbra.
Las cosas grandes tienen su enganche, es indudable. Y su utilidad. Y su disfrute. Pero me pregunto a veces si no se nos ha girado un poco el orden de las cosas —en lo político, en lo cultural, en los agobios que cada una tenemos dentro de nuestras propias cabezas—. Al fin y al cabo, lo de alcanzar a multitudes no era un fin, era un medio. Queríamos llegar a muchas personas para poder transformar. Y a donde esa transformación tenía que llevar era a un mundo en el que muchas cosas pequeñas, distintas, pudieran ser consideradas valiosas. En el que dedicarse a ellas fuera sostenible. En el que los baremos ajenos no arrasasen con todos esos milímetros de oro que nos hacen la vida mejor.
Pero lo cierto es que, en este mundo y este tiempo que nos tocan, están en extinción. No es solo lo de Medialab. En estos días, en esta misma ciudad que solo cuida de las millas doradas, lamentamos la ausencia —ya consumada o a puntito de ocurrir— de una revista que pintaba la ciudad de otra manera, de una programación teatral que construía un universo, de una casa de la cultura que se convirtió en una antología viva de poetas audaces. Y esto es solo una ciudad entre las ciudades. Y estos son solo unos ejemplos entre centenares.
Aunque os confieso —desde esa lucha contra el star system que a mí también me habita— que lo que más me preocupa quizá es cuando somos cómplices. Cuando el brillo de lo grande nos hace descuidar ese espacio de activismo que no aspira a lo masivo pero transforma, ese texto escondido que propone revelaciones, esa persona a la que podríamos invitar a nuestro acto pero que no usa redes sociales.
Hay que tener cuidado: la tentación está ahí todo el rato. Y caer en ella nos hace las vidas más tristes. Porque —en realidad lo sabemos— en ese lugar donde se guardan las cosas que más nos importan, ninguna milla ilustre puede competir con el siempre frágil milímetro de oro que vemos brillar cuando nos podemos tomar el tiempo y el cuidado de desbrozar la torrentera.