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Burbujas humanas
Miles de personas doblemente confinadas y con cuarentenas en celdas de escasos metros, esta tercera ola de la COVID 19 ha disparado los brotes en la mayoría de centros penitenciarios de nuestro país.
ÁLVARO CRESPO // Unos 5.300 presos salieron de las nuestras prisiones entre marzo y junio de 2020. Un panorama de caos, violencia y robos se cernía en nuestros barrios y sobre nuestras cabezas… ¿O no? Nada de eso ha sucedido.
La medida motivada por la COVID-19 -puesta en marcha por la Secretaría General de Instituciones Penitenciarias y aplaudida por todas las partes que componen lo penitenciario- aliviaba el tercer grado penitenciario a muchas personas que, en la mayor parte de los casos, iban a pasar el cumplimiento de la condena en su hogar, bajo control telemático. ¿Pero por qué esta medida? Sobre todo, para evitar contagios desmedidos en un espacio relativamente cerrado como el de un Centro de Inserción Social (lugar de cumplimiento de los terceros grados) y proteger a la población que allí se encontraba. En la práctica, nos hemos encontrado con un paso de gigante en una medida alternativa a las penas privativas de libertad (artículo 86.4 del reglamento penitenciario), que no ha supuesto consecuencias graves para la sociedad, que ha otorgado tranquilidad al reo y que nos ha puesto de golpe y si no lo estábamos ya, a la vanguardia penitenciaria.
Porque desde marzo 2020 la situación ha sido complicada y las cárceles de nuestro país no han sido ajenas a la pandemia mundial. De manera silenciosa y con pocos ecos en el exterior, los presos y presas han dado un ejemplo de ciudadanía, solidaridad y comportamiento al resto de la sociedad: ni un solo incidente destacable. 4 meses en el más absoluto respeto a la situación que estaba ocurriendo fuera. 4 meses (también) de aplausos dentro.
Muchas personas, desde sus casas, han sufrido porque no podían salir a la calle o ver a sus seres queridos, a pesar de tener teléfonos y ordenadores a tiempo completo que les permitían comunicarse con cualquiera y en cualquier lugar del mundo. Mientras, los internos/as han estado sometidos a un doble confinamiento: el de la privación de libertad por el delito que han cometido y el de la imposibilidad de recibir, en muchos casos, comunicaciones con el exterior. Privación de libertad, pero también de ánimos, de palabras, de afectos… Cuando un juez dicta una sentencia de obligado cumplimiento en una cárcel, nadie dice que sea un camino sencillo hacia la libertad, pero tampoco nadie advierte que la estancia entre cuatro barrotes va a transitar, debido a una coyuntura excepcional, en el más absoluto nihilismo.
En la ausencia de incidencias destacadas tiene que ver, y mucho, el trabajo del cuerpo de funcionarios de prisiones: han sido muy difíciles los traslados de unos centros a otros, las entrevistas, los ingresos, las comunicaciones, el seguimiento de cada tratamiento, las diligencias, el mantenimiento del orden, etc. Eran actividades que ni nos imaginábamos que fuera posible realizar con todas las restricciones impuestas pero que, en un ejercicio de esfuerzo y dedicación, se han llevado a cabo y se han mantenido en todo este tiempo y además, con números relativamente bajos de contagios y de fallecimientos (9 fallecidos a fecha de febrero 2021 entre personal de la administración penitenciaria e internos/as).
Y así, pasamos a la canícula: En un clima de tensión en los centros penitenciarios pero con una mayor tranquilidad. Pero la dupla septiembre/octubre trajo mayores dificultades sanitarias dentro de las cárceles. Como en el exterior, éstas intentaron “aspirar” la “nueva normalidad”. Implícito estaba el llamamiento de los centros penitenciarios a las entidades sociales, ONG, personal colaborador, familias, etc. de volver a mantener una actividad en prisiones acorde a la situación, pero que resonara en los patios y módulos cierta rutina, cierta actividad formativa, ocupacional, lúdica, que calmara los malos momentos pasados. Pero esas entradas desde fuera, esos ánimos por acudir han traído consecuencias: incremento de contagios, numerosos brotes por toda la geografía española y continuas aperturas/cierres, aperturas/cierres de prisiones al exterior (limitación de salidas, comunicaciones, actividades de ONG y entidades sociales, etc.).
En este punto hay que alertar de la extraordinaria fragilidad sanitaria de parte de la población reclusa: hay un gran número de internos/as inmunodeprimidos, bien por su condición de drogodependientes, bien por el cóctel de enfermedades graves que sufren o bien porque son mayores, condición que ha experimentado un fuerte ascenso en los últimos años. En la práctica, supone nunca bajar la guardia. Esos momentos han sido los más difíciles hasta la fecha, porque han recobrado imágenes que creíamos olvidadas de gritos y protestas desde los barrotes en algunos centros y porque en el fondo latía la sensación de desesperanza en mucha de la población reclusa, que no veía la luz al final de ningún túnel. Aún así y otra vez, muy pocas incidencias y fallecimientos que resaltar y casi el mismo número de personas en control telemático que en la primavera de 2020.
Ahora, febrero 2021, los muros de la cárcel son de papel. Enero 2021 ha concentrado el 41% de los contagios desde el inicio de la pandemia y estamos en un panorama de total incertidumbre y dramatismo. Las direcciones de los centros penitenciarios desde el mes de julio 2020 han tenido autonomía a la hora de generar mayor o menor apertura de su centro al exterior pero no olvidemos que este virus se “alimenta” del contacto humano y en un espacio como el penitenciario, tan opaco y cerrado al exterior pero con muchísima necesidad de éste (trabajadores que entran y salen, personal colaborador, proveedores, etc.), cualquier brote se multiplica en un efecto de olla a presión.
Tenemos una situación descontrolada que está suponiendo, en muchos casos, el confinamiento de los internos/as durante la mayor parte del día en 8 metros cuadrados, algo análogo a un primer grado y cuyos efectos -trastornos de salud mental, problemas de sociabilidad, y por tanto, dificultades de reinserción- estamos aún muy lejos de poder calcular. Por ello y si esta situación se prolonga y pese a los esfuerzos de la administración, podemos tener consecuencias nefastas que cumplirían los vaticinios agoreros que muchos hicieron en el mes de marzo.
El papel de las ONG y de las entidades sociales en este panorama ha sido diverso y confuso. En el caos inicial se nos dio la posibilidad de participar desde la distancia de la única manera que podíamos hacerlo, que era bajo relación epistolar con los internos/as. Otras han seguido en muchos casos, por la relevancia profesional de sus programas dentro, actuando con restricciones. Entendimos bien desde el primer momento las necesidades de los internos/as en esta situación, pero nos queda una sensación de desánimo porque las actividades de grupo se han reducido sin posibilidad de alternativas y las restricciones borran mucho lo que podemos dar y hemos dado en los últimos años por el cambio social de las prisiones. Tenemos dificultades para comunicarnos con el interior o hacer actividades que en el exterior sí se han puesto en marcha y que, con el éxito en su implementación, serán permanentes.
Por eso, hemos requerido a la institución en varias ocasiones una reflexión sobre su papel en el S.XXI, para favorecer una mayor apertura al exterior y reducir la brecha digital – tanto del personal trabajador como de los internos/as a los que debe ofrecer, además de una reinserción analógica, una digital/tecnológica-. ¿Se imaginan, queridos lectores y lectoras, lo fuera de lugar que estaríamos después de estar 6 años, por ejemplo, sin tener una conexión a Internet o un móvil?
La institución ha adoptado medidas valientes, como la ya mencionada apertura a muchos terceros grados del control telemático y también las videollamadas de los internos con sus familiares, -que se puso en marcha para paliar restricciones y esperemos que se quede para siempre- pero algunos tenemos la sensación de que la mezcla del clima de incertidumbre, las pocas actividades presentes y menos futuras y una cierta bula al ensimismamiento han propiciado que los intentos de tener actividades cotidianas se hayan dado con el muro de la baja asistencia, la poca demanda, la desgana. Las crisis son una oportunidad para replantearse dinámicas asentadas y se han podido ver atisbos de la necesidad e idoneidad que gran parte de la población reclusa y la propia institución (previo informe profesionalizado), pueda cumplir su condena fuera de la celda de una cárcel.
La pandemia apela a nuestro ser social y -más allá de las convivencias forzadas o jerárquicas que hay en prisiones-, si al preso/a le quitas la posibilidad de contacto con el ser querido, le estás quitando parte del motivo de su reinserción. La privación de libertad es un paso en el que, como sociedad, tenemos que reflexionar, porque quitamos a una persona una parte fundamental de su ser: la libertad de deambulación. Y tenemos el compromiso, además, de ofrecerle algo que le devuelva todo lo perdido o nunca aprendido. Eso, en cierta medida, es la posibilidad que la Constitución Española ofrece en su artículo 25.2 como la orientación de las penas privativas de libertad a la reinserción social.
El panorama que ahora nos deja la pandemia, insistimos, es peor que el inicial. Nos llega poca comunicación desde dentro y viendo las cifras de penados cumpliendo condena (48.600 personas, alcanzando los niveles del año 2002) nace en nosotros y nosotras la frustración de la inmensidad de cosas por hacer, por cambiar y la cantidad de necesidades que quedan por atender.