Opinión
Riada
La riada marca en la pared la altura máxima a la que ha llegado el agua. En política, el más extremista marca también ese nivel máximo. Pero, cuando los nuevos movimientos amplían esos extremos, se desplaza el eje y los que antes parecían peligrosos, se convierten peligrosamente en moderados.
De momento, no ha bajado el agua.
Cuando era niño, viví un par de años en Castellón. Recuerdo que, al poco de llegar, acompañé a mi padre a dejar el coche en un aparcamiento subterráneo. En la pared, había unas marcas pintadas con tizas de colores y preguntamos al encargado qué querían decir. La gota fría, dijo, y comenzó a enumerar años mientras hacía el gesto de contar con los dedos. Cada color señalaba hasta dónde había llegado la lluvia en cada una de las riadas. «Joder», dijo mi padre. La mayoría me llegaban por la cintura, poco menos de un metro, pero había un par de ellas que pasaban el metro y medio que medía entonces y que no he superado por mucho. El tipo nos dijo que no nos preocupásemos. «Ahora siempre avisan con tiempo», sentenció.
La riada del seis de enero de 2021 llegó hasta el Capitolio. La palabra del siete también era joder. «Joder, ¿lo has visto?»; «joder, lo que habría podido pasar»; «joder, ¿qué será lo próximo?» Esa es la cuestión clave. Tenemos la sensación de que, tras unos años de tranquilidad, puede haber próxima vez y no es improbable que alguien deje como moderado a Trump y su increíble circo de tres pistas, lo mismo que este ha dejado como sensatos y cabales a otros.
Hace 20 años, George W. Bush cruzó varias líneas rojas. En su momento, hubo decenas de reportajes sobre la gran cantidad de extremistas que había en su equipo: Dick Cheney, Donald Rumsfeld, Paul Wolfowitz, Richard Perle, John Ashcroft, etc. También, se hablaba de su asesor, Karl Rove, y de los laboratorios de ideas que había detrás, como el Proyecto para un nuevo siglo estadounidense. Su administración inició una guerra con pruebas falsas y desarrolló una amplia limitación de derechos y libertades a través de la Ley Patriótica. La revisión de 2015, la Ley de la Libertad, derogó algunas de sus disposiciones y modificó otras, pero no regresó al punto original. Nunca sucede. Es el efecto Ratchet o trinquete.
El trinquete es un mecanismo que permite a un engranaje girar hacia un lado, pero le impide hacerlo en sentido contrario, ya que lo traba con un gatillo que se acopla en los dientes en forma de sierra. Es decir, permite que los mecanismos no giren en el sentido contrario al deseado. El efecto trinquete es algo que se estudia en antropología u organización empresarial. En política, se trata de la incapacidad para revertir ciertos procesos. Puede ser el divorcio o el matrimonio igualitario, pero también la limitación de derechos de la Ley Patriótica o, por ejemplo, las sucesivas desregulaciones del sistema financiero o la estructura laboral. Cada reforma que se hace desequilibra la relación entre trabajo y capital en favor de este último. Nunca hay una vuelta atrás. Incluso en el caso de las revisiones, la eliminación de elementos más lesivos es el eufemismo que suele usarse, la riada sirve para abonar la siguiente oleada de recortes.
En la última campaña electoral, tanto George W. Bush y otras figuras de su administración, como Colin Powell, se posicionaron contra Trump. 20 años después, parecían tipos sensatos y razonables. Incluso su equipo no parecía tan tremendo. Habían dejado de ser extremistas porque habían aparecido otros que habían movido el eje. Los discursos neoconservadores de los centros de ideas recogidos por Susan George en El pensamiento secuestrado palidecían ante la llamada a la acción de los grupos de activistas, algunos de ellos armados. Comparado con el Ku Klux Klan o con los Proud Boys, el Proyecto para un nuevo siglo estadounidense es un pozo de serenidad. Comparados con la gente cercana a Trump, donde había gente abiertamente fascista, Cheney, Rumsfeld, Wolfowitz parecían moderados. Comparado con Steve Bannon, Karl Rove es un tipo equilibrado y cabal; le basta reconocer la derrota republicana de 2020.
En menor medida, el proceso también se ha producido en Europa. El eje se ha movido tanto hacia la derecha que ha dejado en el centro a lo que queda de la democracia cristiana. Angela Merkel o Aitor Esteban pasan a ser iconos pop. Es interesante ver cómo los viejos conservadores que no han caído en la tentación de asimilar parte del discurso ultra como táctica electoralista dejan de ser considerados como tales y pasan a ser, casi, progresistas. En Italia, se han producido riadas similares a las de Estados Unidos. La discrecionalidad y frivolidad de Silvio Berlusconi quedó en un juego de niños frente a la Liga de Mateo Salvini y es probable que este también pase a ser un moderado si Fratelli d’Italia tiene su oportunidad en unos años.
Las formaciones de derecha que han asumido parte del discurso ultra también se benefician del desplazamiento del eje. Por un lado, el modelo económico pierde presencia en el debate, que suele desplazarse a cuestiones relacionadas con los derechos sociales o, en algunos casos, con los derechos humanos. Segundo, les permite aglutinar una variada representación electoral que se siente amenazada, incluso físicamente, por el discurso ultra. El movimiento del eje hace que el consenso keynesiano de los años 50 pase a ser una peligrosa opción de extrema izquierda y aspectos como la redistribución de la riqueza a través de impuestos proporcionales, la prevalencia de los convenios colectivos o la existencia de empresas públicas, aspectos que firmaba la UCD de Suárez, se asimilen a las tesis de abril de Lenin. Así, las elecciones se producen entre diversos grados de derecha que, en general, no cuestionan el modelo económico. Es el modelo francés y, con matices, también es la idea que han incorporado los asesores del PSOE.
Es algo que puede funcionar durante un tiempo, pero tiene varios peligros evidentes. Poco a poco, las sociedades comienzan a incorporar ciertos discursos a través de la apertura de debates que no existían. La clave de esta cuestión no es tanto la legitimación de las opciones que se plantean, sino el proceso de convertir consensos sociales en controversias mediáticas. Es algo que está sucediendo con el derecho de asilo y refugio o con los servicios públicos. Desde hace casi un año, hay un número no pequeño de personas cuyo derecho a la formación o la asistencia sanitaria se ha visto vulnerado. Una vez que esto sucede, gira el engranaje. Clic.
El principal riesgo es que se mueva más el eje. Es decir, el gen gaullista podrá seguir ganando elecciones en Francia hasta que aparezca una opción a la derecha del Frente Nacional, ahora rebautizado como Agrupación Nacional. Una nueva formación o grupo, aunque sea pequeño como Génération Identitaire, puede mover un poco más el eje y convertir a Marine Le Pen en alguien razonable. Ya es un rostro familiar, lo mismo que su discurso. El actual movimiento ultra suele moverse en ciclos largos. No trata de asaltar los cielos, sino de esperar a la cosecha. Es el sistema de la rana hervida. Calentar poco a poco una sociedad hasta que un día se discute si se pueden formar patrullas ciudadanas para perseguir a menores de edad.
Sucede algo parecido en España. El Gobierno, en varias de sus encarnaciones, ha expresado la certeza de que la derecha no regresará al poder mientras dependa de su escisión ultra. Es probable, pero revela una confianza desmesurada en las propias fuerzas y en la ausencia de desgaste. La caída del turismo, uno de los grandes motores económicos, ha dejado varios detroits por la costa cuya evolución es complicada de predecir. El trasvase de votos que pivota sobre la abstención no suele tenerse en cuenta: de la movilización a la apatía y del desinterés al cabreo.
Un dique necesita ser sólido y, en política, es preciso concretar. Hay que tener una cierta voluntad de transformación. El PP de Madrid, por ejemplo, ha visto en la crisis una gran oportunidad de profundizar en el cambio de modelo de servicios públicos. De momento, el Gobierno carece de esta actitud. Las leyes que se iban a derogar resisten y, si no se aprovecha este momento para revertir situaciones, se asimilarán e incluso pasarán a ser el punto de partida. Hay una marca de tiza que señala hasta dónde llegó la riada de la última reforma laboral y, de momento, no ha bajado el agua.