Opinión
La pauperización de la libertad
"Somos libres con los demás. La línea que nos separa de los demás es también, no se olvide, la misma que nos une", reflexiona en una nueva disrupción la filósofa Ana Carrasco-Conde.
El problema no es invocar la libertad, sino hacerlo de tal manera que ya no sabemos qué queremos decir con ella. No es tarea fácil porque aunque su sentido cambia, se matiza o evoluciona con el tiempo, utilizamos la misma palabra para designar lo que entendemos como opuesto a la necesidad, la esclavitud, la opresión o la coacción. Solemos entenderla como un valor por el cual la vida de una persona está bajo su control en el equilibrio frágil entre la coerción de la comunidad y la acción individual, pero no nos detenemos a pensar si esta noción coincide con el uso real que le estamos dando. Y en este uso nos jugamos mucho porque hay apropiaciones ideológicas de conceptos que se llenan de un sentido que acaban afectando a todos, se comparta o no esa visión del mundo.
Hoy en día entendemos la libertad como “poder” al que se le ha vaciado de la “reflexión”. Con “poder” nos vale. Esta identificación produce una pauperización de lo que entendemos como libertad. No saber identificar la libertad es grave porque se puede perder sigilosamente y con excesiva facilidad. Aparecen palabras homónimas que ocupan su lugar, pero su significado no apunta a la libertad sino a una forma de ciego vasallaje. Son caballos de Troya para el adocenamiento y la falsa autodeterminación.
Como sostiene la filósofa Wendy Brown, la libertad es el objetivo de reapropiación de regímenes políticos liberales y del mercado. Al fin y al cabo, quien se autoexplota voluntariamente es “amo” y “siervo” de sí mismo. Nadie nos obliga, mientras tememos qué implicará que no hagamos lo que “todo el mundo hace”. Por recordar la lectura que Byung-Chul Han hace de Hannan Arendt, el animal laborans tardomoderno es hiperactivo e hiperneurótico, pero también piensa en exceso el mundo desde “su yo”, e invisibiliza al otro. Y así ha entendido la libertad, que es apertura, con el cierre sobre el deseo individual.
Tanto es así que no sabemos reconocer la libertad de expresión como si consistiera en “el derecho de poder decir lo que quiera”, cuando también implica el deber (y el derecho) de escuchar sabiendo con conciencia lo que se dice y lo que se entiende. A menudo incluso se felicita por “decir lo que se piensa”, pero nadie felicita por saber lo que se dice a quien piensa diferente porque no se suelen escuchar con juicio las razones y argumentos del disenso. Y nos parece normal.
Así porque “podemos lo que queremos” nos sentimos libres y donde alguien que interfiere, nos sentimos apresados. No se experimenta al otro como condición de la libertad, sino como su inmediato opuesto. No se puede eliminar la libertad del léxico político ni económico. Nadie, en nuestro tiempo, abanderará la esclavitud, la opresión o la coacción, pero sí se podrá usurpar su lugar con un sucedáneo por el que luchemos, al mismo tiempo que, cada vez, hay menos libertad.
¿Es usted libre? ¿Opta voluntariamente por trabajos basura y mal pagados? ¿Se autoexplota trabajando los fines de semana? ¿Ya no tiene tiempo libre? ¿Voluntariamente ha decidido usted renunciar a los derechos de los trabajadores que tanto costó conseguir? ¿Es usted libre cuando decide hacer algo? ¿Se ha preguntado qué es ser libre sin darlo por “sobreentendido”? ¿Se queja porque no puede expresarse, pero veta la libertad de expresión de los demás?
Marcuse, en El hombre unidimensional, escribe algo inquietante: que la falta de inquietud para entendernos nos llevaría a la indiferencia. Como me pienso libre ¿por qué debería pensar en ella? Con “poder hacer” parece que nos basta, ¿pero es eso libertad? ¿la libertad tiene que ver meramente con lo que “yo” puedo hacer? ¿los demás son solo obstáculos?
Isaiah Berlin en un texto clásico, Dos conceptos de libertad (1958), distingue dos tipos de libertad: la libertad negativa y la positiva. Según la primera soy libre cuando puedo actuar sin ser obstaculizado por otros y por eso, si alguien me impide actuar, experimento como coacción aquello que me limita. El mismo Hobbes sostendría que la ley es la cadena que ata al individuo y que por tanto “un hombre libre es aquel que no tiene ningún impedimento para hacer lo que quiere hacer”.
La libertad es de este modo una libertad de hacer sin interferencias. La libertad positiva, en cambio, sería la libertad para tomar las decisiones que afectan a mi proyecto vital y por lo tanto que mi vida dependa de mi mismo. Ambas dimensiones se complementan.
En nuestro tiempo la libertad está siendo sustituida por un concepto deformado de la libertad negativa y pobre respecto de la positiva. Para nosotros la libertad se entiende individualmente como poder sin coacción externa. Queremos ser libres para poder decir lo que pensamos, para ir a donde nos propongamos, para hacer lo que queramos. Y todo lo que se opone supone un obstáculo. Pero la libertad no es un mero poder, sino un hacer con conciencia dentro de una práctica relacional y contextual por el cual construyo un proyecto vital que me realiza, lo que implica que está muy lejos del concepto hiperindividualista con unas opciones predeterminadas que defiende a ultranza el neoliberalismo.
La libertad es algo que me afecta como individuo, pero no debe entenderse desde un individualismo en el que al sujeto no le queda más remedio que vivir en comunidad. Somos libres con los demás. La línea que nos separa de los demás, es también, no se olvide, la misma que nos une.
Ser libre no implica tan solo un “poder hacer” sin coacción, no, al menos, de cualquier modo, sino con la realidad de hacer de facto con razonamiento, conciencia, escucha del prójimo y en el marco de un nosotros lo sopesado y no meramente lo deseado. Ser libre es saber por qué queremos lo que podemos y actuar en consecuencia. Ser libre es poder crear algo nuevo más que reducirse a la elección de opciones dadas de antemano. De hecho, ahora que tanto se habla de la libertad de expresión, uno de los principales problemas es que aquello que se expresa no crea nada nuevo, no ilumina nuevas propuestas, no produce sentido, no abre lugares de encuentro, sino que vuelve a lo mismo una y otra vez. Y si no hay apertura, no hay libertad.
Bajo la excusa de la falta de la libertad de expresión, en realidad lo que late es el hastío de la inmovilidad y de la falta de horizontes. La libertad de expresión invisibiliza el hecho de que no hay expresión de libertad. Actuamos, pero no sabemos donde vamos. No generamos nada nuevo, nada nuevo se abre. Y corremos en la rueda voluntariamente. Lo que tenemos ante nosotros no es ningún camino, sino un vórtice en el que estamos presos y en el que sobrevivimos sin tiempo para reflexionar en nuestro modo de vida.
Y ese es el verdadero problema: que estamos sumidos en la confusión de lo voluntario y lo libre. Que yo haga algo porque quiera, voluntariamente, y sin presiones externas, no me hace libre. Para actuar libremente he de ser consciente de mis propios prejuicios, de mis inercias, de las dinámicas que me arrastran. Soy libre cuando no tengo miedo o, si lo tengo, no gobierna mis decisiones.
La libertad tampoco consiste en carecer de límites y no debe ser comprendida únicamente como aquello que se pierde ante la ley. Ser libre no se reduce a lo opuesto a la coacción, sino a la condición consciente de las determinaciones de mi contexto para hacer lo que se puede con lo que se tiene, para ser consciente de lo libre y lo voluntario, de lo que se me impone como límite y lo que se me presenta como limitación. Solo se es libre con los otros, porque lo que define al ser humano es su condición intersubjetiva y es en este plexo de relaciones como nos desarrollamos. Spinoza decía que la libertad es la conciencia de la necesidad, lo que quiere decir que la condición necesaria para ser libre es ser consciente de lo que nos determina.
A veces, como decía Agustín de Hipona, somos esclavos de nuestros deseos: pensamos que son nuestros, pero vienen dictados por una serie de elementos que no vemos. Ser libre supone poder liberarse de las cadenas del prejuicio y elevarse por encima de un concepto “pauperizado” de la libertad. Precisamente porque somos seres racionales que reflexionan sobre lo que les mueve y pueden romper con la inercia de los prejuicios, precisamente porque somos seres que vivimos con otros seres vivos a los que nos vinculamos afectivamente, porque podemos escuchar y abrirnos a lo diferente, porque en eso consiste la humanidad, esto es, en reconocer la singularidad y el derecho a la vida de cada cosa, seremos libres cuando dejemos de ver al otro como un obstáculo, actuemos reflexivamente aceptando nuestras necesidades y hagamos con conciencia para abrir otras posibilidades. Nunca somos más esclavos que cuando actuamos voluntariamente pero sin conciencia y sin conocimiento.
Enhorabuena por la reflexión, como siempre profunda y acertada. No obstante, expongo mi confusión en relación a la apelación al «animal laborans» de Arendt que hace usted en su «disrupción». Según Arendt, ese animal laborans permanece apresado en su metabolismo con la naturaleza, en el ciclo repetido de su propio funcionamiento vital. Arendt diferencia «labor» (el proceso biológico del cuerpo humano) de «trabajo» , como actividad correspondiente a la existencia del hombre, no inmersa en el ciclo vital. Es el «homo faber», mediante el trabajo, el que trasciende su ámbito vital y crea los mundos artificiales. De ahí la hiperneuroticidad y la hiperactividad, que siempre conlleva la pérdida de libertad en pos de la acumulación materialista.
Disculpe el atrevimiento, y reciba de nuevo mi enhorabuena más sincera.
Bakunin, que era individualista, lo dijo a su manera, con una claridad meridiana y sin tanta nebulosa filosófica, en su folleto Dios y el Estado (creo que ese era el título, pero lo leí hace cuarenta años y lo perdí). Para mi, los filósofos y las filósofas suelen tener el vicio de la verborrea y de la falta de concreción.