Opinión

Escuchar a los jóvenes, vale, ¿y luego?

"Como 'adulto', me da una vergüenza que no sé ni dónde meterme ese uso interesado de la juventud de Schrödinger: siempre a la vez derrotistas y chulos empedernidos, pobrecitos y violentos, demasiado anestesiados y demasiado politizados", reflexiona Ignacio Pato.

Una pareja en el aeropuerto de Guayaquil (Ecuador). SANTIAGO ARCOS / REUTERS

Esa falsa categoría política, ¿verdad?: «los jóvenes». Así. Como si la sociedad fuera un edificio del Corte Inglés. Como si no estuvieran en esa palabra embolsados los esquilmadores del mañana, los perpetuadores de las heridas materiales, raciales y sexistas que sufren quienes comparten con ellos poco más que año de nacimiento. A los «jóvenes», así en general y cuando el vaso de la paz social está ya llegando a un nivel en el que algunas voces sistémicas chapotean, se les acaba por conceder un «vale, os escuchamos». A veces ni siquiera dirigiéndonos a ellos: un «escuchémosles».

Vale, escuchémosles, pero es que no sé cuántos capítulos de la vida se han perdido adultos que, para más inri, pueden hasta ser periodistas o tener hijos de esa edad. Escuchemos porque por lo visto estábamos todos en otra dimensión paralela y no sabíamos nada sobre un 40% de paro juvenil, aunque no sea ninguna realidad escondida bajo siete llaves. O sobre el endurecimiento del machismo y racismo en simbolismo, voto, boca sucia y mano larga entre gente muy joven, a pesar de las denuncias de otros chicos y chicas de esas edades acerca de la violencia en calles y redes.

O sobre un porvenir vital que no depende del háztelo tú mismo, sino de la ingeniería fiscal con la que algunas empresas alquilan y disponen del cuerpo y cada vez más del corazón. O también de unas medidas antivirus que no aplican por igual en un reservado de Pachá que donde hay ladrillo visto. Un año literalmente encerrados, en una edad en la que las ganas de vivir te desbordan, con todo tipo de quejas de estudiantes y profesores lamentándose por la falta de infraestructura, directrices, seguridad o incluso el frío. Es solo bajo la premisa de que demasiada gente no ha querido escuchar como puede entenderse que “escuchémosles” sea algo más que una palabra hueca.

Podemos seguir con los desahucios, que la PAH cifró en un millón entre 2008 y 2019, poco antes del inicio de la pandemia, o con una generación de chicos y chicas socializadas bajo la Ley Mordaza en la vía pública. En esa calle que tanto se les exigía pisar –al menos en la era prepandémica– para curarse de pantalla y filtros y megustas y narcisismo y que hay que ver que nosotros sí que sabíamos divertirnos yendo a los bares y ahora ya hasta ni ligar saben que tienen que ligar por el móvil.

Como “adulto”, me da una vergüenza que no sé ni dónde meterme ese uso interesado de la juventud de Schrödinger: siempre a la vez derrotistas y chulos empedernidos, pobrecitos y violentos, demasiado anestesiados y demasiado politizados, siempre al tiempo aceptando la más absoluta nada y ansiándolo todo. Ya está bien.

El objetivo de un poema antimonárquico es, bajo la premisa democrática de igualdad, que sea superfluo. Ni la mejor canción sobre un CIE pesa más que un solo CIE abierto. La meta de un artículo contra la transfobia es que esa lacra desaparezca y ese enfoque, hoy tan necesario, caduque pronto. Mientras tanto, es obvio, su labor de zapa es concienciar y abrir curiosidad entre indiferentes o personas que genuinamente desconozcan ciertas problemáticas. Pero en los centros de decisión se conocen de sobra las tensiones.

“¡Ah! Que necesitas un trabajo con un sueldo que no sea de miseria, donde no te chantajeen con tu continuidad cada día, uno donde ni tú ni tus compañeros se tengan que refugiar en el lavabo a llorar de impotencia porque es o eso o algo peor? ¡Es que no lo sabíamos, haberlo dicho antes, concedido!”. “¡Ahora me entero, no te había oído: tu vivienda social está disponible, este fin de semana puedes entrar”. “A partir del mes que viene entra en vigor la cobertura pública del 100% a la salud mental, ¿por qué no lo habíais dicho antes?”. Son comunicaciones gubernamentales de ficción, claro. Porque sacralizar la escucha es un juego de manos que esconde que lo que se dice no es el fin para conseguir algo, sino un medio en sí mismo. 

Escuchar, solo escuchar, es un acto que le puede venir hasta bien a algunos responsables del malestar. Como autoindulgencia y a la vez justificación del estado de las cosas: vale, ya he cumplido, ya te he escuchado, pero es que eso que dices, pides, exiges, necesitas es imposible, aunque fíjate bien, ¿has visto cómo podías decirlo? Y a otra cosa. No, aquí no somos los protagonistas ni siquiera para que nos pongan con razón la cara colorada. Esto no va de rentabilizar una escucha interesada. Y ni siquiera va tanto de hablar. Es más espinoso y todos lo sabemos. Va de que la verbalización es la puerta que abre un escenario de conflicto real, tangible, uno que sangra y supura, muy violento, mucho más que las palabras que lo describen. Reducirlo a un malentendido comunicativo es en parte negarlo.

Las heridas se señalan para curarlas o prevenirlas. En redes sociales –donde, obvio, no solo hay gente de menos de 30 o 25 años– es fácil de ver cómo ha caído el tabú de hablar sobre el sufrimiento psíquico entre personas de la llamada Generación Z –nacidas entre 1995 y 2010–. En un reciente reportaje de Lis Gaibar y Pedro Varea en El Salto, leíamos el recordatorio de que la OMS estima que la depresión será la primera causa de discapacidad entre jóvenes y adultos en 2030, siendo ya hoy el suicidio la segunda causa de muerte entre los 15 y los 29 años.

O datos como que en 2017 “un 13,5% de la población de clase social más baja presentaba alguna enfermedad mental frente al 5,9% de la clase social más favorecida y, mientras el riesgo de padecerla ascendía al 24% entre la ciudadanía del último cuartil, en el caso del primero se colocaba en un 6%”. En una columna relacionada, Sara Riveiro hablaba sobre la joven exposición digital del malestar emocional como de un paso en el camino a su tratamiento garantizado por un sistema sanitario público y universal.

Al igual que en el citado medio, o en Ctxt si pensamos especialmente en la firma de Fernando Balius, o en Público con la de Anita Botwin, la cobertura en este mismo medio, La Marea, cuenta con varios ejemplos que además conectan el padecimiento psíquico con la violencia machista y con el confinamiento. Y hoy mismo El País publicaba un estudio que asegura que es la Generación Z la que dice sentirse más desanimada y pesimista. El tema en particular no es una corriente especialmente underground ni hablo de contenidos exclusivamente dirigidos a los más jóvenes. Este, de hecho, aunque sobrecogedor en la tendencia, no les toca solo a ellos. 

No basta con que el dolor o la injusticia o la incertidumbre consten en acta. Es más complejo y el poder lo sabe. Con la lucha por la libertad de expresión se ve bastante bien la raya a la que se intenta mantener a las fuerzas que presionan por el cambio de una sociedad. Vaya tiempos en los que hay que defender lo obvio, escribió Brecht. Cuando todo se puede decir, la forma de censura es el consenso, eso cantaron Hechos Contra El Decoro. Las dos ideas se pueden fusionar en un cruel: “Estáis locas o algo peor todas las personas que decís eso: está todo bien”. Y en ambas frases habita la misma angustia: la de saberse reprimidos hasta la casilla de la palabra, que no tiene que coincidir con la de la acción. La palabra podrá acompañar, parchear momentos de flaqueza, abrir mentes, pero nunca compensará totalmente un sufrimiento. Estimar la libertad de expresión es también evitar delegar en ella un peso político que la excede.

Si no, corremos el riesgo de confiar el cierre del descontento a que haya, por ejemplo y por ley, un tertuliano de 25 años o menos en cada debate matinal. Visto el lugar desde el que partimos, aunque vaya palo, puede que tampoco sea tontería. Pero seguramente de lo que se trata es de que lo que ese potencial representante de heridas que conocemos de sobra, del paro juvenil, de la violencia por piel y género, de la presión estética publicitaria o del desdén de quien ya está acomodado, cristalice en políticas públicas que le puedan dejar hablar de otras cosas. Porque lo más probable es que además esa persona esté harta de repetir lo mismo una y otra y otra vez.

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Comentarios
  1. Enhorabuena por tu artículo, lo he disfrutado mucho, pero hay una expresión que quiero compartir contigo y que siempre se me ha atragantado «las clases bajas». Por un lado nunca he podido saber cuáles son y cuántas son y por otro lado es como si a través del lenguaje se expulsara a ese sector de la sociedad – cada vez mas numeroso- a los arrabales más sucios.

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