Opinión

Conocer gente

"El caso es que hay un lienzo en blanco frente a los postureos y los disimulos cotidianos que ya nos pasan hasta inadvertidos", reflexiona Laura Casielles.

Una clase de yoga en Toronto. REUTERS

Una de las cosas que no podemos hacer en pandemia es conocer a gente nueva. Desde hace ya un año, en general, solo nos relacionamos con personas a las que ya teníamos en nuestras vidas. Por Zoom no se producen encuentros, y en las dificultades para la improvisación que acarrean los grupos reducidos y la necesidad de reservar mesa tampoco es fácil que haya sorpresas. Tampoco ayuda mucho este miedo imperante que nos tiene cada vez más lejos.

Conocer gente, sí: esa es una de las cosas que más echo de menos en este tiempo.

Y con conocer gente quiero decir exactamente lo que digo: conocer gente. Tenemos tan descabalado el casillero mental de las interacciones y las expectativas, que con conocer gente hemos hecho una de esas operaciones de tomar la parte por el todo y ya lo entendemos como sinónimo de conocer gente con la intención de establecer con ella una relación sexual o amorosa.

Pero no, no, no estoy hablando de eso. Quiero decir exactamente lo que estoy diciendo: conocer gente. Punto. Salir –literalmente– de la burbuja, cambiar un poco de aires. Encontrarse con personas desconocidas sin rumbo prefijado, conocer gente como cuando se la conoce en un vagón en mitad de un viaje, o cuando acabas de mudarte a alguna parte.

Se me hizo presente cuánto extrañaba esto porque de pronto tuve ocasión de hacerlo un rato. Ocurrió con mi vecina. Mi vecina tiene más o menos mi edad y se vino a vivir a este país hace algunos años. Se dedica a algo muy diferente de a lo que me dedico yo, pero a juzgar por las horas a las que nos solemos encontrar en el portal, nuestras vidas tampoco deben de ser tan distintas. Durante el confinamiento empezamos a hablar de balcón a balcón, y ahora a veces quedamos a tomar vino en una casa o la otra para que las noches de viernes con toque de queda resulten menos tristes.

La primera vez tanteamos un poco esos asuntos clave en los que le resumes la vida a una extraña: dónde naciste, a qué te dedicas, qué hobbies tienes. La segunda fuimos ahondando: qué has hecho en los últimos años, ¿te gusta vivir sola?, qué has echado de menos en estos meses. La otra noche, comiendo patatitas sentadas en calcetines sobre mi sofá, ya estábamos hablando de si queremos o no ser madres y de lo que implica haberse criado en un pueblo.

Fue un curioso recordatorio. Poco antes de que empezara el confinamiento, yo estaba muy entregada –qué oportuna, eh– a ese asunto del conocer personas. Mi vida había pegado un par de giros dejando de pronto hueco a eso que rara vez hacemos: quedar con la gente a la que decimos “un día tenemos que quedar”. Hola compañera de clase de hace no sé cuánto, hola amigo de un amigo, hola compa de asamblea, hola poeta que admiro: ¿tomamos un café? Y lo tomamos. Un café o cinco cervezas. 

Y en ese café, en esos cuatro vinos, lo que una tiene es un mundo por delante. Lo que una tiene son los ojos y las orejas abiertas a una vida. Lo que una tiene es una posibilidad sin nombre, hilos de los que tirar, conexiones que ir vislumbrando. Una conversación-conversación, sin compromisos ni lugares a los que llegar. La posibilidad de contarse como se quiera: de elegir por dónde empezar, qué destacar, qué omitir. 

Es muy revelador. Por un lado, te descubres, quizá, siendo más la tú que realmente corresponde a este momento de tu vida de lo que eres capaz de ser en las conversaciones con gente que ya te conoce. Porque con quienes ya nos conocen somos quienes somos, esa construcción que se va consolidando con el tiempo y que, sin ser mentira, tampoco está necesariamente actualizada. 

Pero entre desconocidas, de pronto esa persona te dice: “Oye, eso es súper interesante”; y tú te dices: “Vaya, pues sí”. O te dice: “Qué mierda eso, qué marrón”; y así te das cuenta. El caso es que hay un lienzo en blanco frente a las postureos y los disimulos cotidianos que ya nos pasan hasta inadvertidos

Y, al mismo tiempo, tener enfrente a alguien hablando-hablando, siendo-siendo, es un maravilloso recordatorio de lo lleno que está de gente el mundo. De lo interesante que puede ser cualquiera a quien le prestemos atención un ratito. De la cantidad de cosas de las que no sabemos nada. De lo aleatorio que es tener cerca a quienes tenemos cerca, de cómo de fácil sería que nuestros seres queridos fueran simplemente otros. 

Pero ya os digo, luego llegó la pandemia y se acabó. Ya nada de conocer gente, nada, salvo este episodio de mi vecina recordándome tiempos mejores. Siempre caras familiares en la pantalla, días de la marmota recontados a los mismos rostros –os quiero mucho, eh, pero también quiero poder traeros noticias de otros mundos–. Si hasta con la vecina pasa que a la cuarta vez ya seremos conocidas, otra suave rutina en la que no conviene acabar a malas. 

¡Desconocidos quiero, desconocidas! Hablar, hablar, hablar en el mercado, en el metro, en el parque, con quien está en la mesa de al lado en un bar. Hablar de nada o entablar una conversación metafísica, hablar en la calle, hablar en la cola, hablar sin saber a dónde estamos yendo. Cruzarse un momento y ya está, sorprenderse, atisbar vidas que no conocemos y sabes que hay algo más allá de los cuatro lados de nuestras pantallas y las cuatro paredes de nuestro confín.

Ay, qué ganas, de verdad. 

Qué ganas de coger un tren a cualquier parte.

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