Crónicas | Opinión
Por si usted no lo sabe, el hambre también juega en el casino de los mercados
"El caso Game Stop ha abierto al gran público un debate reservado a los economistas y financieros, un debate sobre la fragilidad, futilidad y estupidez del funcionamiento de algunos mercados".
Seguro que usted ha visionado alguna vez uno de esos vídeos de Youtube que explican episodios históricos en unos pocos minutos a base de dibujitos acelerados y un audio vivaz: ‘La revolución francesa en 10 minutos’, ‘Resumen visual de la Guerra Civil española’, ‘Marxismo para dummies’… Si estuviera utilizando un medio audiovisual haría algo similar para explicar el famoso y muy reciente caso Game Stop, pero como mi única arma es la palabra escrita, voy a intentar resumirlo aquí, en el papel, lo más didácticamente posible.
La franquicia de tiendas de videojuegos Game Stop, una multinacional que cotiza en bolsa, estaba cayendo en el parqué con pérdidas importantes debido a factores como la venta online de videojuegos, la proliferación del streaming o los servicios de suscripciones. Mientras esto sucedía en el stock market, en otro mercado, el mercado de derivados, los especuladores apostaban, dada la tendencia descendente que venían observando, a que en equis periodo de tiempo, las acciones de la compañía seguirían bajando. Si esto ocurría, lo que parecía muy probable, algunos de estos fondos de inversión se embolsarían sumas millonarias.
Pues bien, inesperadamente, un grupo de foreros de la plataforma Reedit –un foro donde los usuarios anuncian y explican sus inversiones en el mercado financiero a la vez que se coordinan para realizar compras de acciones– se pusieron de acuerdo para comprar acciones de Game Stop y salvar así a la compañía. Hasta aquí todo más o menos normal. Lo que ocurrió después es que las inversiones fueron tan masivas que las acciones de Game Stop comenzaron a cotizar al alza de forma desmesurada, lo cual tuvo una onda expansiva que alcanzó al mercado secundario de los derivados, donde los especuladores perdieron miles de millones debido a que Game Stop, en vez de caer en bolsa, como habían previsto, se revalorizó en pocos días.
Esto se tradujo finalmente en pérdidas para los inversores y un escándalo de resonancia mundial que ha trascendido los periódicos de color sepia para protagonizar noticiarios y debates de tasca y Twitter. Tras estos sucesos, algunas voces de Wall Street pidieron regulación, la misma que pedíamos la mayoría cuando el casino de las subprimes llevó al mundo financiero, y posteriormente al mundo real, al colapso.
El mercado de derivados es un mercado secundario que funciona, a grandes rasgos, de la siguiente manera: los derivados son instrumentos financieros –opciones de compra de acciones o contratos de futuro– cuyo precio está basado –o se deriva– de la evolución de los valores de uno o más activos, ya sea el precio del maíz o el valor de una acción. Estos valores aseguran el precio de futuro de la compra o venta del bien subyacente con el objetivo de prevenir las posibles variaciones al alza o a la baja del precio que se genere sobre éste producto. Un contrato de futuros es, pues, un contrato que obliga a las partes a comprar o vender un número determinado de bienes o valores en una fecha venidera con un precio establecido.
Pero en estos mercados no solo se juega con acciones y bonos, sino con cualquier bien que participe en los mercados secundarios. Un ejemplo: en el mercado de derivados puedo adquirir un contrato de futuro apostando a que el kilo de café estará a equis precio en tres meses. Obviamente, hay inversores a las que les favorece que el precio del café suba o baje en función de lo que hayan apostado y, por lo tanto, encuentran las vías necesarias para tener influencia en el mercado real.
Explican los economistas Juan Torres y Vincenç Navarro en su libro Los amos del mundo (Editorial Booket) que «hoy día, por ejemplo, solo el 2% de los contratos relativos a las transacciones de los mercados de las principales materias primas implican suministro real. El resto responde a intercambios de compra y venta de papel, es decir, de esos mismos contratos tratando de obtener beneficio al jugar con las variaciones de precios que a futuro pueden producirse».
Sin embargo, los teóricos neoliberales aseguran que este juego de casino es necesario para proteger los precios. Y esto a pesar de que estudios como el de H. Knaup, M. Schiessl y A. Seith demuestran la manipulación que los mercados secundarios realizan sobre los primarios, como explicaban en un artículo publicado originalmente en Der Spiegel en 2011:
«No importa, argumentan quienes dudan que los especuladores sean responsables del alza continua de los precios de las materias primas: en el mercado real siguen vigentes las reglas de la oferta y la demanda, que reequilibrarán las cosas con independencia de lo que ocurra en el mercado de futuros. Error. De hecho, los precios de los futuros repercuten sobre los auténticos precios de mercado, como descubrió el responsable del Departamento de Mercados y Comercio del IFPRI, Máximo Torero. Cuando puso bajo la lupa los mercados del maíz, la soja y el trigo, constató que, en la mayoría de los casos, los precios reales seguían los precios de los futuros. El supuesto futuro transforma el presente; a su vez, las expectativas de mayores ganancias venideras animan al acaparamiento a quienes aún poseen mercancías reales, lo que a su vez vuelve a empujar al alza los precios».
Así las cosas, el caso Game Stop ha abierto al gran público un debate reservado a los economistas y financieros, un debate sobre la fragilidad, futilidad y estupidez del funcionamiento de algunos mercados. Y nos da pie también a elucubrar sobre ciertas situaciones que podrían mejorar el mundo si los pequeños inversores se implicaran en otro tipo de inversiones como lo han hecho con Game Stop.
A la postre, Game Stop no deja de ser un stock de una compañía prescindible para la vida de las personas, pues los videojuegos pertenecen al mundo del ocio y, aunque pueden ser útiles para entretenerse, se puede vivir sin ellos; no son productos de primera necesidad. El problema es que las materias primas, y en concreto los alimentos, también juegan en el casino de los derivados, provocando que su volatilidad influya, junto a otros factores, como los conflictos armados, la historia o el clima, en el hambre de miles de millones de personas en el mundo. ¿Cómo es esto posible?
El caso Game Stop demuestra que se podría cambiar la tendencia de otros mercados
Corría el año 1991 cuando, gracias a la desregulación en el mercado de derivados en Estados Unidos, Goldman Sachs consiguió, a través de una sociedad afín, que se le permitiera actuar como especulador en el mercado de materias primas. Una práctica, la de la especulación, que había sido limitada en los años treinta –a pesar de que entonces los especuladores acaparaban las mercancías físicamente, y no a través de papel de contrato– para evitar que la codicia se impusiese a la producción. Así pues, el primer producto de mayor necesidad para el ser humano, la comida, se transformó de repente en un producto financiero.
Como digo, el caso Game Stop demuestra que también se podría intervenir y cambiar la tendencia de otros mercados donde los activos son vitales para el ser humano. Un ejemplo sería el mercado de los alimentos, en donde un caso similar al de la franquicia de tiendas de videojuegos, con pequeños inversores modificando el escenario, podría evitar el hambre de muchas personas. Por desgracia, las opciones que los inversores tienen para acceder a esta clase de activos son a menudo complicadas.
No obstante, vamos a suponer que quisiéramos hacer lo mismo que los foreros de Reedit hicieron con las acciones de Game Stop pero con el precio del grano. En este caso, en vez de revalorizarlo, intentaríamos que los precios no ascendieran hasta tocar las nubes, de modo que los millones de agricultores que practican la agricultura de subsistencia alrededor del mundo pudiesen alimentarse y también que los pequeños compradores de países pobres pudieran acceder al grano a precios razonables. Esto no serviría para erradicar el hambre, pues este, como ya hemos remarcado antes, depende de otros factores, pero, en términos prácticos, podría significar que varios cientos de miles de personas tuvieran más posibilidades de alimentarse. ¿Te imaginas?
Con una demanda estable y una producción alta los precios del grano deberían bajar. Por contra, con problemas climáticos que reduzcan la producción y una demanda al alza, los precios deberían subir. Pero, al fin y al cabo, lo importante es que los contratos de futuro no modifiquen el mercado presente para que unos cuantos grupos de inversión se hagan más ricos a costa de que unos cuantos millones de pobres pasen más hambre.
Para conseguirlo habría que controlar los vaivenes del mercado tradicional –producidos por las mermas, en muchos casos deliberadas, los costes de almacenaje y otros asuntos logísticos– que hacen subir los precios. De esta forma, el mercado actuaría únicamente en base a las leyes de la oferta y la demanda. Siguiendo este supuesto, los contratos de futuro en el mercado de derivados harían perder dinero a los fondos de inversión que hubieran apostado al alza, es decir, espantarían a los hipotéticos especuladores interesados en que el precio escale demasiado.
La idea de que los actores implicados en el mercado de los alimentos puedan dotarlo de cierta estabilidad, representa una grieta por donde se filtra una luz esperanzadora; la posibilidad de alimentar a algunos de los más de 800 millones de personas que sufren malnutrición o pasan hambre; un acto de justicia poética que haría del mundo un lugar mejor, más justo, más equilibrado y más sostenible, y, ¡qué carajo!, más civilizado, pues el hecho de que tantos millones de personas pasen hambre nos convierte en una civilización mediocre.
Mejor que cambiar la tendencia de otros mercados es ir a la raiz del problema:
Prescindir de la letal dictadura del capital.
No alimentarlo con nuestro consumo. Lo demás serán parches y al final el traje reventará pero antes nos llevará a todos por delante.
Basta ya de ceguera. Despertemos de una vez que ya hemos hecho tarde.
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Los disturbios más violentos
suceden a diario:
la miseria, la explotación,
las guerras imperialistas, la represión…
Y los hipócritas que no condenan
esa criminal violencia opresora
condenan furiosos y veloces la autodefensa.
Ahora, desde su cómoda falta de empatía,
se escandalizan por los altercados
tras el terrorismo de mi encarcelamiento,
pero no lo hacen cuando nos impiden
hasta usar la palabra
para denunciar sus crímenes y torturas.
Impidieron ellos la vía pacífica
por no aplaudir cuando nos golpean.
Odiamos sus violentas injusticias
con las que se enriquecen,
así que nosotros somos los verdaderos antidisturbios
porque cuando con lucha conquistemos vidas dignas
se acabarán sus disturbios genocidas
y los disturbios que responden a estos.
(Pablo Hasel – cárcel de Ponet – Lleida)