Cultura

Éric Vuillard: “La guerra de los pobres no ha terminado”

"La literatura conspira sin cesar para agrandar nuestra libertad. No es una actividad independiente de la vida social", cuenta Éric Vuillard

El autor francés narra la sublevación de los campesinos alemanes en su último libro. MELANIA AVANZATO

Esta entrevista a Éric Vuillard fue publicada en #LaMarea79. Puedes conseguirla aquí.

El Dios del Evangelio es el Dios de los pobres. Por eso los príncipes deben arrodillarse ante los pobres o morir. Esa era la tesis fundamental de Thomas Müntzer, el instigador de la sublevación de los campesinos alemanes en 1524. Iluminado por su fe protestante, Müntzer fue un fundamentalista que escandalizó al propio Lutero. Pero también fue un opositor revolucionario al feudalismo capaz de fascinar a Engels. 

Éric Vuillard dedica a su figura (extremista y trágica) y a su afán libertador (estéril pero inspirador) su última novela, La guerra de los pobres, editada en España por Tusquets. Hay quien dice que Vuillard (Lyon, 1968) ha creado un nuevo género literario. Sus pequeñas novelas de no ficción narran, de forma subjetiva, un episodio histórico. Ocurre, sin embargo, lo mismo que con la poesía: su tamaño engaña. Con El orden del día, donde contaba la complicidad de la patronal alemana con el nazismo, ganó el premio Goncourt. Fue la consagración de una singular forma de escribir sobre la Historia que había empezado antes con títulos como La batalla de Occidente (sobre la Primera Guerra Mundial) o 14 de julio (sobre la toma de la Bastilla).

En ellas, tan importante es lo que se cuenta como el diálogo que esos hechos mantienen con los problemas políticos del presente. Eso es lo que convierte a Vuillard en el autor imprescindible que hoy es.

14 de julio y La guerra de los pobres tratan de revoluciones sociales. ¿Por qué le resultan tan atractivas?

Las dos novelas hablan sobre un despertar de la Historia. Se trata de momentos en los que la Historia se acelera a través de un motor humano y colectivo. Es lo que ocurre hoy, por ejemplo, en Europa o en el mundo árabe. Y eso es un acicate para volver sobre movimientos insurreccionales del pasado y examinarlos a la luz de los acontecimientos actuales.

Creo que la literatura siempre se ha interesado por eso. En Los miserables, de Victor Hugo, vemos la rebelión de 1832, vemos la barricada y vemos en ella a Gavroche, el niño de la calle. Esa barricada es un punto de unión universal. Es un condensado de todas las preocupaciones, las inquietudes y las esperanzas. La literatura conspira sin cesar para agrandar la libertad y la igualdad entre los seres humanos, y confluye hacia el lugar esencial de la conflictividad en un momento en el que hay una gran debilidad emancipadora. No es una actividad independiente de la vida social como a veces se cree.

¿Y por qué eligió a Thomas Münzter para esta última? ¿Por qué contar la revolución a través de un fanático?

En una carta, el embajador de Carlos V describía físicamente a Lutero como un hombre de ojos pequeños, llameantes. “Es un fanático”, decía. Lutero, a su vez, veía a Müntzer como un fanático porque preconizaba la igualdad social, lo que en su opinión era un exceso. Müntzer, como Lutero, tildaba a la Inquisición española de fanática, con razón. Siempre vemos al fanático en el otro. Visto con los ojos de hoy, el proyecto de igualdad de Müntzer forma parte de los ideales de la Revolución Francesa y de todas las repúblicas democráticas.

Se ha hablado mucho del paralelismo entre esta Guerra de los pobres y el movimiento de los chalecos amarillos, pero usted ya lo ha desmentido porque la escribió mucho antes. Lo que se ha tratado menos es el tono violento, furioso de los discursos de Müntzer, que sí tiene puntos en común con la retórica anti Macron que podemos ver en las redes sociales. Además de una novela social, histórica y política, ¿es La guerra de los pobres un texto sobre el lenguaje?

Totalmente. Una de las cosas que más me interesaron de esta historia es que se trata también de una guerra de palabras. El título de uno de los capítulos del libro es una frase de Müntzer: “El verano llama a nuestras puertas”. Esa expresión nos recuerda casi a Rimbaud. Ahí hay una vocación literaria muy fuerte, viva, inteligente, absolutamente poética en el sentido de que tiene una gran concentración de sonidos y una gran posibilidad de interpretaciones. Müntzer es un escritor y me interesaba ver cómo se comporta un escritor en un ambiente de guerra civil, con una temperatura política altísima.

Si nos fijamos en los chalecos amarillos podemos ver que no existe una sola lengua política sino varias: la de ellos y la del poder. Cuanto más vivos están los conflictos sociales, más fuertes son las desigualdades y más inflexible es la jerarquía social. Y el lenguaje político, a causa de todo ello, también se transforma. El lenguaje de Müntzer no es único en su violencia. Cuando los príncipes ganan la batalla de Frankenhausen se felicitan y dan gracias a Dios por haber matado a 4.000 campesinos. ¡Ese lenguaje también es de una violencia extraordinaria!

A veces pensamos que el lenguaje panfletario más vigoroso es algo marginal y alejado de la literatura. Yo creo justo lo contrario. Los panfletos políticos, por su tono vivo, están en el corazón mismo de la vida literaria. Quevedo o La Fontaine disfrazaban sus críticas al poder, las envolvían en una literatura moral, ligera, prudente, por medio de la picaresca o del simbolismo de las fábulas. En cambio Rousseau, en su Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, va directo al grano. Esa crudeza, a mí, ya me sorprendió siendo adolescente, cuando iba al instituto. Rousseau se enfrenta al poder de una forma transparente. Y creo que ese es un deber profundo de la literatura: decir la verdad, decir lo que pasa, con precisión.

O sea, que podríamos considerar El manifiesto comunista, también, como una gran obra literaria.

Bueno, creo que eso es innegable. Cuando Marx habla de los pequeñoburgueses y de “las aguas heladas de su cálculo egoísta”, eso es literatura. Pero lo más importante es que Marx y Engels creen firmemente en lo que están escribiendo. A Rousseau le pasaba lo mismo. Hay pasajes de El manifiesto en los que la formulación literaria es muy poderosa. Piense por ejemplo en aquello de “un espectro se cierne sobre Europa”. O cuando dicen que “los proletarios no tienen nada que perder salvo sus cadenas”. O cuando Marx escribe que la historia se repite “la primera vez como tragedia y la segunda como farsa”. Esa es una fórmula inteligente, deliciosa, divertida. Me parece que Marx está a la altura de los grandes escritores de su tiempo.

Ya que sus novelas establecen siempre un diálogo con la realidad de hoy, ¿le llaman mucho de los medios para comentar la actualidad política?

Soy un poco reacio. A veces lo hago, pero sobre todo a partir de la literatura. Yo donde hablo es en mis libros. Un escritor no puede saber de todo y no puede comprenderlo todo inmediatamente. Además, creo que el intelectual que participa del debate público, históricamente, ha estado ligado a un colectivo que lo sostiene. Es lo que ocurría, por ejemplo, con el mundo obrero y Sartre. Cuando él funda Libération estaba inmerso en un medio más amplio en el que actuaba como portavoz. Esa figura ya no existe.

Hoy, además, hay colectivos que tienen muchas cosas que decir pero que rechazan tener un portavoz. Es el caso de los chalecos amarillos. Se oponen a la delegación del poder y abogan por una democracia mucho más directa. Ahí, la figura del intelectual que habla públicamente para apoyarlos, se vuelve un tanto incómoda. Yo lo he hecho porque reivindican la igualdad y la libertad y porque creo que hay que apoyarlos en un momento en el que la violencia policial contra ellos es terrible. Pero lo hago siendo consciente de que la palabra les pertenece a ellos.

En España, la recepción de La guerra de los pobres ha sido peculiar. La prensa de derechas dice que usted ha escrito una novela contra el populismo. La de izquierdas cree que usted escribe a favor de los chalecos amarillos y de los indignados. ¿El clima en Francia está allí igual de polarizado?

Pienso que no tanto. También le digo que creo que la política española, desde hace algunos años, es más franca y más interesante que la francesa. Hasta la llegada de los chalecos amarillos, aquí no habíamos vivido nada parecido a lo que ocurrió en la Puerta del Sol en 2011. Había algunas manifestaciones, sí, pero en general la población parecía un poco apática. Este nuevo movimiento llegó justo cuando parecía que se había elegido una figura de consenso en la que se concentraban todos los partidos a la vez: Emmanuel Macron. Y entonces aparecen los chalecos amarillos, la manifestación más importante desde Mayo del 68, y con un carácter casi insurreccional. Pero esa conflictividad está más en la calle que en los medios. La prensa está menos polarizada.

En cualquier caso, cuando se trata de literatura aquí hay lectores que consumen obras totalmente opuestas a su ideología. Hay gente de derechas en Francia que puede amar los poemas de Louis Aragon. Y gente de izquierdas que lee a François Mauriac y que aprecia el teatro de Paul Claudel. Sin querer exagerar, hay una actitud democrática respecto a la literatura, que se considera una suerte de testimonio, una forma de oír y de entender. Es un campo en el que se puede desplegar una mayor tolerancia ideológica que en el debate político público.

Eso en España empieza a ser muy difícil. Antes citaba usted a Quevedo y aquí, por su cinismo, por su amargura, por ser un maestro del insulto, está asociado a la derecha. Cervantes, en cambio, representa la alegría y el humanismo, y se le identifica con la izquierda. Todo se organiza un poco así, en dos bandos enfrentados. La literatura también.

En Francia se impone, desde la Revolución Francesa, una corriente emancipadora. Si hiciéramos una genealogía, en esa línea estarían Stendhal, Flaubert (a pesar de que cause evidentemente algunos problemas), Victor Hugo, Zola, Aragon, Malraux, Sartre… Es una corriente vasta, muy grande, pero que cohabita con otra corriente, muy poderosa, de derechas, de inspiración católica, monárquica, que en la izquierda se acepta con cierta tolerancia.

Usted ha desplazado en sus novelas eso que podríamos llamar “los típicos protagonistas”. Prefiere hablar de la masa o de la gente corriente como sujeto histórico. ¿Por qué?

Más que de la gente corriente, yo hablaría del pueblo en general, que tiene un perímetro que es casi imposible de definir. Hay momentos de la historia en los que el pueblo se convierte en sujeto histórico con conciencia de sí mismo. En La guerra de los pobres, ese momento arranca con la imprenta, que en sus inicios fue un fracaso. Fue un fracaso porque imprimían biblias en latín y no había nicho de mercado para eso. Faltaban compradores. No se convierte en éxito hasta que se asocia con el protestantismo y la Biblia empieza a circular en lengua vulgar. El libro fomenta así la alfabetización de masas y el nacimiento del individuo moderno.

En aquella época, los camaradas de Müntzer son el pequeño artesano, el trabajador, el estudiante pobre que leyendo la traducción de la Biblia al alemán se forma su propia opinión. Ahí acaba el monopolio de su interpretación por parte de la Iglesia. Está abierta a todo aquel que sepa leer y escribir, y eso los saca del gran reino de los anónimos. Esa democratización del saber convierte la misma delegación del poder en algo problemático.

Usted es un declarado admirador de Alessandro Manzoni y de su obra La historia de la columna infame. Manzoni fue un gran enemigo de la novela histórica. ¿Comparte usted su visión?

Sí. Manzoni, después de reescribir varias veces Los novios, eliminó el capítulo de La historia de la columna infame y lo convirtió en un libro aparte. En él realiza una investigación exhaustiva sobre un caso ocurrido en Milán durante una epidemia de peste en la que se acusa a dos inocentes de untar los muros de la ciudad con una sustancia contagiosa, lo que era totalmente imposible. Después de esa descripción tan fiel a la realidad, Manzoni comienza a escribir contra la novela histórica. A mediados del siglo XIX, con todas sus convulsiones políticas, piensa que la ficción es deficiente, que su estilo distante e imaginario no sirve para contar la vida social. Creo que hoy asistimos a un fenómeno comparable. No digo que la novela sea imposible. Digo solamente que la novela puede contar lo que nos ocurre de una forma más viva, más precisa, y que hay una literatura ligada a los documentos que está apareciendo. La novela, así entendida, se opone a la ficción instaurada por el poder político. En un momento en el que las desigualdades sociales son tan fuertes y donde reaparece el conflicto social, la ficción falla, es insuficiente.

En la novela usted escribe: “El martirio es una trampa para los oprimidos, solo es deseable la victoria. Yo la contaré”. ¿Es un deseo optimista? ¿Una convicción? ¿Una llamada a la acción?

Más que una forma optimista de terminar la novela lo que quería expresar es que hay margen de maniobra en la Historia. Podríamos decir que hay dos formas de entender la literatura: una, representada por la novela completamente cerrada, inmóvil, y la otra por la novela con final abierto. Un ejemplo de la primera podría ser La piedra lunar, de Wilkie Collins. Es una novela policiaca apasionante, palpitante. Pero cuando llegas al final y descubres quién robó la famosa piedra, se cierra sobre sí misma y ahí termina todo. Sus personajes son artificiales y no representan la totalidad de la vida social. Con su amigo Charles Dickens ocurre lo contrario: cuando terminas David Copperfield u Oliver Twist, esas historias siguen abiertas. Puede que en Inglaterra ya no haya una miseria extrema, pero la pobreza sigue existiendo en todo el mundo, las desigualdades siguen existiendo, los huérfanos siguen existiendo. Dickens pensaba que sus novelas podían influir en la sociedad y provocar, al menos, un principio de acción. Su obra, como ocurre con Los miserables, se abre al exterior. Lo que yo buscaba con La guerra de los pobres era precisamente eso: una historia que todavía no está terminada y en la que tanto el autor como los lectores están implicados. Es un propósito colectivo que sobrevive fuera del libro. No ha llegado a su fin y solo a través de nuestra acción podrá continuar. Por eso digo que La guerra de los pobres no ha terminado.

Esta entrevista ha sido actualizada el 18 de febrero de 2021.

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Comentarios
  1. Podemos sacar una, muy buena reflexión , de todo este artículo o entrevista. Me gusta y espero; no os importe, que la comparta en mi blog.

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