Opinión
Sus manías
"El tiempo tiene sus manías. No es un secreto que, consciente de su protagonismo, nos envía señales relacionadas con los, cada vez más alterados, ciclos de la naturaleza".
En la cocina del piso donde crecí hay un reloj de pared. Anclado a los azulejos, presidiendo un muro casi vacío y casi blanco contra el que se levanta la mesa de comer, el reloj mira de frente a la campana extractora como si estuvieran conchabados. Todo el mundo sabe que, para cocinar bien, no basta la calidad de los ingredientes ni la pericia al combinar sus sabores; las artes culinarias responden, especialmente, al buen manejo de los tiempos: de cocción (diez minutos para un huevo, veinte si es arroz), de asado (cuarenta minutos si se trata de pimientos, con el horno precalentado), etc.
A tres pasos del señor redondo que controla desde su posición los fogones, se erige otro caduco que lo complementa: el calendario. Este, colgado en el rincón que da paso al lavadero, aguanta estoicamente su papel secundario y las múltiples intervenciones que sufre sin piedad: cortes de hojas cuando el mes se acaba, garabatos que destacan los días festivos o pequeñas notas que avisan de una cita médica. Suele ser de propaganda (‘Talleres Manolo’), débil por naturaleza y, al contrario que su compañero, no necesita pilas.
Entre ambos –tres pasos, quizás cuatro– cambia la luz y muda la temperatura pero, sobre todo, se establece una complicidad que lleva dando sentido al mundo tanta vida como pueda recordar, pues del conteo menudo que nos alimenta a la ilusión por las fiestas venideras, el comienzo o el final del curso escolar, apenas va un trecho. Los dos, antaño aptos para una medición certera, han perdido hoy la función de su existencia, tal vez ni sigan allí: el borrón de la pandemia me impide comprobarlo.
El tiempo tiene sus manías. No es un secreto que, consciente de su protagonismo, nos envía señales relacionadas con los, cada vez más alterados, ciclos de la naturaleza, y otras construidas a su alrededor por las manos de quien lo necesita para gestionar tanto ruinas como rutinas. Así, llegados los fríos vaticina la Navidad, silenciosa pero notoriamente, y lo engalanamos a planes más allá de los consabidos espumillones: ir de fiesta con los amigos, un viaje al pueblo que concluirá en cena y villancico en compañía de los abuelos –pobres, pasan tanto tiempo solos–, temporada de mantecados y recogida de la aceituna.
La Semana Santa, con sus espectaculares procesiones y un olor penetrante a incienso, también es capricho de ese tiempo al que sujetamos con chinchetas, o decidimos llevarle flores si los muertos o los enamorados de San Valentín lo requieren, o nos cambiamos de ropa porque sabemos que así se actúa en ocasiones importantes y él, el tiempo, aprecia el gesto que implica el vestuario reluciente, los zapatos a conjunto con la barra de labios, de reojo el último vistazo a la pared de la cocina –sustituida por el móvil– para saber si llegaremos puntuales.
Hemos quedado con alguien especial pero, sobre todo, hemos quedado con el tiempo, y le hemos prometido bautizarlo, moldearlo y encasillarlo, tal vez ornamentarlo, por el absurdo hábito de estar vivos, en la mejor y más necesaria compañía posible, respirando por el canal que siempre conduce a los otros. Sin embargo, desde hace casi un año –y él se ríe sutilmente primero y luego carcajea a estruendosos espasmos puesto que sabe que podría haber escrito ‘montaña’, ‘alud’ o ‘pijama’ en lugar de año–, ha burlado todos los códigos de conducta; ácrata, ha renunciado a sus etiquetas plausibles para desmoronarse y reconstruirse de nuevo pareciéndose en nada a lo anterior conocido; proteico, cada unidad suya –semana, día, lustro– es ya un equívoco y nosotros la pandilla ingenua que persigue sus desvergonzadas metamorfosis tratando de ponerles freno.
Digamos a menudo –sin la certeza clausurada de la frecuencia– compruebo obsesivamente el ritmo de vacunación como quien espera un milagro. En Estados Unidos (porque los lugares han fortalecido su identidad mientras la contraparte histórica, el tiempo, se diluía o mutaba), el 12% de las personas han sido inoculadas con la primera dosis, un 4.5% con ambas, cifras que en España alcanzan poco más del 3% y el 2% respectivamente.
Ese mapa coloreado en distintas tonalidades de verde determina ahora la matemática de lo probable a la que antes jugaban el reloj de la cocina y el calendario rústico que Manolo tuvo a bien regalarnos. Por su carácter intangible circulan los sueños de poder salir, visitar a seres queridos o viajar libremente que solían pender de la pared de la cocina en ausencia de pantallas. El tiempo tiene sus manías. Me ha dicho que ya no es él sino un puñado de datos cuya certeza, al contrario que la noche y el día, es cuestionable. Que no le ponga flores, que mis bolígrafos no sirven como marcadores de citas ni ejecutan tachaduras ni avisan de encuentros posibles y hasta mis recetas peligran; me ha dicho –jocoso, quizás esté mintiendo– que sigamos pendientes del antídoto mientras él se expande como chicle o se ovilla en una minúscula mota de polvo y así, claro, es imposible cazarlo.