Opinión
Un dilema ético
"Ni somos iguales ante la ley, como nos recuerda la muerte de Galindo fuera de la cárcel [...], ni, lo más grave, tampoco somos iguales en cuestiones de vida o muerte", reflexiona José Ovejero.
En 1971 la empresa Ford sacó al mercado un nuevo modelo de coche, el Ford Pinto, que se convertiría en una sensación, no tanto por sus prestaciones, como por el dilema ético que planteó y por las consecuencias jurídicas de dicho dilema. Me lo recuerda un libro de Lewis Hyde, El don, del que hablaré en otro lugar.
El dilema era el siguiente: el Ford Pinto llevaba el depósito de gasolina colocado en la trasera de tal forma que una colisión a baja velocidad podía romperlo y hacer que el coche se incendiase. La compañía calculó que se incendiarían dos mil cien coches al año, lo que a su vez provocaría ciento ochenta heridos y ciento ochenta muertos. La cuestión, entonces, era si merecía la pena instalar un dispositivo de seguridad. Dicho de otra manera: cuánto valía una vida humana y cuánto era razonable invertir para salvarla.
Para valorar lo primero se tomaron unos cálculos que ya había realizado la National Highway Traffic Safety Administration sobre el valor económico de una víctima de accidente de tráfico, donde se llegaba a la conclusión de que valía, dólar arriba o abajo, unos doscientos mil dólares de la época. Por supuesto, esta valoración, uno de esos intentos de dar un tinte de objetividad a cosas que no se pueden medir –como las evaluaciones de la calidad de la enseñanza–, incluía datos difícilmente justificables; por ejemplo, el dolor sufrido se calculaba en diez mil dólares, pero creo que no incluía el dolor de los parientes, solo el de la víctima. ¿Por qué diez y no quince o veinte o cien mil? Lamento no poder hacer esa pregunta a quien hizo el cálculo.
Quede claro que en esta valoración no solo se tuvo en cuenta el daño causado a la víctima –herida o fallecida–, sino también a la sociedad; por ejemplo, se incluye la pérdida de productividad provocada por el accidente.
Ford usó esos datos y calculó cuánto costaría instalar un dispositivo de seguridad que eliminase el riesgo; la conclusión fue que, de instalar dicho dispositivo en todos los vehículos, el gasto sería de unos ciento treinta y ocho millones de dólares, mientras que el ahorro solo sería de unos cincuenta. Consecuencia lógica: no se instalaron los dispositivos. Segunda consecuencia lógica: Ford no solo se vio obligada a enfrentarse a varios procesos –eso estaba previsto–; al final, debido al escándalo y al desprestigio que causó a la empresa, Ford tuvo que pedir la retirada de los vehículos en circulación para instalar los dispositivos de seguridad.
Como el cinismo de ciertas decisiones empresariales no es ya noticia para nadie –véase las industria tabacalera, véase la industria de pesticidas y fertilizantes–, lo que me interesa mucho de este cálculo no solo es la dificultad de decidir cuánto vale una vida humana, sino que enseguida nos lleva a preguntarnos si todas valen lo mismo. En la tabla elaborada por la NHTSA parece que sí, pero hay que tener en cuenta que están aplicando una media: la pérdida de productividad real no es la misma si el fallecido es un anciano o es un joven, si es un parado o un alto ejecutivo, si está enfermo o sano.
El cálculo de Ford es particularmente cínico por anteponer a las vidas no ya la supervivencia de la empresa –y por tanto los puestos de trabajo, etc.– sino la pura rentabilidad, el margen de beneficios. Pero es un cálculo que, aunque no tan detallado, tiene que hacer cualquier administración, cualquier gobierno. Si invertir más en sanidad supone un mayor ahorro de vidas y una mejora de la salud de los ciudadanos, ¿cuánto se puede reducir el gasto en otros sectores para conseguir dicho ahorro? Y hemos tenido un ejemplo más reciente: ¿vale lo mismo la vida de los ciudadanos ingresados en una residencia que la de gente en edad de producir?
Aquí la respuesta a la que se ha llegado en muchas administraciones ha sido que no. ¿Valen lo mismo las vidas de los presos que las de quienes no han cometido delitos? Tampoco, porque de lo contrario se habrían tomado medidas más costosas para impedir la propagación de la COVID en las cárceles. Y sin duda las vidas de los inmigrantes tienen un valor inferior a la de los españoles, y en particular si no tienen papeles.
Hay grandes diferencias entre las decisiones de las administraciones públicas y la que tomó Ford. Para empezar, una administración pública no hace ese cálculo tan detallado, sino que parte más bien de un acuerdo implícito –que no todos comparten, como se vio en el caso de Madrid–; segundo, nadie reconocería haber hecho tal estimación de costes, es decir, haber antepuesto unas vidas humanas a otras. Tercero, y no sé si más preocupante, parece que decisiones así no conllevan una pérdida de prestigio traducida en intención de voto.
Al final, aunque cueste reconocerlo abiertamente, la igualdad es uno de los grandes mitos de las democracias contemporáneas. Ni somos iguales ante la ley, como nos recuerda la muerte de Galindo fuera de la cárcel y como nos recordaban también hace poco en relación con los chanchullos financieros del exmonarca –»no es un ciudadano más… qué van a creer”– y, lo más grave, tampoco somos iguales en cuestiones de vida o muerte.
Me parece un articulo muy atinado sobre las desigualdades en las democracias occidentales. Serio y sin sectarismos